martes, 1 de diciembre de 2015

La Traición: Capítulo 11

Esa noche, volvió a llover. El sonido del fuerte viento le impidió dormir a Paula, torturándola sin cesar, haciéndole recordar lo sucedido.

Su padre se había burlado de la idea de que ella pudiera enamorarse de Pedro después de un encuentro tan breve. ¿Acaso él tenía razón? ¿Acaso ella confundía la atracción sexual con el verdadero amor?

Pedro  era el primer hombre a quien le entregaba su cuerpo. Recordó la forma en que la miró al decirle que le haría el amor. Paula jamás pensó en resistirse, pues de pronto necesitó a ese hombre, lo deseó con una fuerza que la hizo olvidar la decencia y el pudor. Ella sólo deseó satisfacerse…

¿Acaso otro hombre que no fuera Pedro hubiera provocado en ella los mismos sentimientos, en la misma situación? La violencia de la tormenta… el relámpago que casi la fulminó… la calidez y la intimidad de la fogata… la forma en que los besos y experimentadas caricias de Pedro la excitaron… Todo eso la convirtió en una mujer vulnerable. ¿Acaso se habría rendido con la misma facilidad ante otro hombre?

¡No!, gritó para sus adentros. Tenía que ser el verdadero amor, pues el precio que iba a pagar era demasiado alto como para conformarse con menos. Paula no podía dejar de contar con el amor y el respeto de Miguel.

A la mañana siguiente en el desayuno, Paula saludó a su padre, pero éste guardó silencio y la joven entendió que él no había cambiado de opinión.

Mirta sirvió la comida y desapareció de inmediato en la cocina, intuyendo que algo estaba muy mal. Paula  perdió el apetito al saber que su padre y ella no podrían llegar a un acuerdo. Por fin, Miguel consultó su reloj y se puso de pie.

—Si Alfonso  se atreve a venir, dile que estoy en el cobertizo grande, cargando el tractor.

—¿No puedes esperarlo en la casa, padre? —hubo una súplica en sus ojos—. Estoy segura de que ya no tardará.

—¿Me estás pidiendo que lo espere? ¿A él? —gritó, antes de salir de la habitación.

Paula  se mordió el labio. Conocía a su padre y sabía que sólo tardaría media hora en cargar el tractor y que luego, se iría a las colinas y no regresaría sino hasta el anochecer.

Pasaron veinte minutos y Paula estaba en la biblioteca, intentando organizar de nuevo los métodos de contabilidad de su padre. Sin embargo, no podía concentrarse.

Al fin, desesperada, buscó el número telefónico de Pedro en el directorio y lo llamó a su casa. El ama de llaves fue quien contestó.

—¿Hola? Habla Paula Chaves. ¿Puedo hablar con Pedro?

—Me temo que no, señorita Chaves. Pedro ya se fue.

Gracias a Dios, suspiró la chica.

—Qué bien… En ese caso ya debe venir para acá —estaba a punto de colgar cuando el ama de llaves añadió:

—No, señorita Chaves; Pedro se ha marchado. Se llevó dos maletas en su auto y se fue hace dos horas, más o menos. Dijo que se encargaría de buscar a un administrador para que se hiciera cargo de la propiedad en su ausencia.

Paula colgó, frunciendo el entrecejo. Una sensación de miedo la dejó helada.

Algo estaba mal. Algo estaba muy, muy mal…



Paula dejó la taza vacía en la mesa y consultó su reloj con enojo. Eso era ridículo. Pedro la trataba con un desprecio deliberado y ella no pensaba soportarlo.

—Lo lamento —se avergonzó el ama de llaves—. ¿Quiere un poco más de té?

—No se preocupe, señora Ross. Yo sé que no es su culpa.

—Una señorita de Edimburgo, vino a verlo para hablar de unos negocios, creo.

Más bien, la está seduciendo en el sofá, pensó la chica, con rabia.

—¿Cómo está Mirta? No la he visto desde la fiesta de Año Nuevo que tuvo lugar en el hotel.

—Está bien, señora Ross. Le diré que usted preguntó por ella.

—¿Y Luis? El otro día ví que Joaquín se estaba comprando un pantalón en la tienda. Parece que será tan alto como su padre.

Paula  sabía que la señora Ross sólo trataba de aligerar la tensión del ambiente, pero ella ya estaba a punto de perder la paciencia.

—Señora Ross, ¿podría ir a preguntarle si me hará esperarlo más? Dígale que mi tiempo es tan valioso como el suyo y ya no quiero seguir perdiéndolo.

Reacia, la empleada salió de la cocina. Paula pensó que, si era cierto el rumor de que Pedro pensaba construir algo en Para Mhor, ella lo demandaría si era necesario. Si no ganaba el caso, al menos tendría la satisfacción de postergar sus planes. Tal vez sería una buena idea transportar algunos de sus borregos a la isla, como antaño se hacía. Ella ejercería su derecho y eso entorpecería los planes de Pedro. Al día siguiente le comentaría eso a Luis.

—Venga, por favor —pidió la señora Ross al regresar a la cocina—. La llevaré a la biblioteca.

Paula  siguió a la señora, preparada para entablar una batalla con ese hombre. A lo largo de cinco años, Paula sólo lo vio una vez, durante el funeral de Miguel. Al verlo entrar al cementerio, la joven corrió a la camioneta, sacó una escopeta y lo amenazó. Como tenía la vista nublada por el llanto, no pudo observarlo con mucha atención, sin embargo ahora, se dio cuenta de que Pedro era tan fuerte y atractivo… y tan desprovisto de cualquier sentimiento como antes, añadió con enojo.

Él estaba de pie junto a la chimenea. Una rubia alta y delgada observó a Paula con una curiosidad afable. Paula la ignoró y declaró:

—Este es un asunto personal, señor Alfonso. Estoy seguro de que no quieres mezclar en esto a tu… amiga. ¿Puedes pedirle que se marche, por favor?

Pedro se tensó al oír el insulto, pero logró sonreír.

—Pamela ya se iba, pero cuando le comenté que eras una vieja amiga mía, tuvo deseos de conocerte.

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