Al alcanzar a la procesión y bajar la velocidad del jeep, Paula miró con disimulo a Pedro.
—No tenías que besarme —declaró él—. Habría hecho lo mismo por cualquier mujer.
—Olvídalo —fingió indiferencia—. No sé qué fue lo que me pasó… Lo que pasa es que me asombró mucho darme cuenta de que en el fondo, si eres un caballero — pasó saliva.
—Creo que me besaste porque querías hacerlo —la observó con fijeza—. Cualquier pretexto te habría bastado. Creo que muy pronto tendrás que reconocer que nunca podrás olvidarme y lamentarás todo el tiempo que has perdido.
—Calla —se enojó—. Si sigues hablándome de ese modo, te obligaré a bajar y a caminar junto a esos bandoleros.
—No tendrías corazón para hacer eso, Paula—le acarició el muslo—. Tengo la sensación de que la doncella de hielo ha empezado por fin a derretirse.
Por más que intentó resistirse, la joven se estremeció. Pedro tenía razón, pero ella no pensaba enamorarse de él por segunda vez.
Para cuando llegaron al puerto de Kinvaig, la noticia ya se sabía y todo el pueblo estaba reunido para presenciar lo que pasaría. Los cinco hombres miraron a la muchedumbre con nerviosismo y no protestaron cuando Paula bajó del jeep y los hizo pararse frente al malecón. Le dijo a Luis que los vigilara y fue al Emporio de Kinvaig a hablar con Sara. Cinco minutos después, salió, cargando una gran bolsa de plástico negro. Acto seguido, Paula se paró frente a los ladrones y alzó la voz:
—Luis, saca cinco salmones de la camioneta.
La gente alzó el cuello para ver mejor y todos se preguntaron qué tramaba Paula. Cuando Luis sacó los pescados, la joven le pidió que depositara uno frente a cada hombre.
—Bueno, señores, como parece que les agradan los peces que no les pertenecen, veamos si también les gusta comerlos.
—¿Quiere que comamos pescado crudo? —inquirió el hombre de la cicatriz, atónito.
—Insisto en que lo hagan —declaró con frialdad—. El pescado crudo es muy sano. Los japoneses lo comen así todo el tiempo.
—Está loca si cree que vamos a hacer eso —escupió al suelo.
—Muy bien. No creí que lo hicieran sin que yo tuviera que convencerlos antes —los miró con desprecio y se dirigió a Pedro, quien estaba tan intrigado como los demás—. Diles que se desnuden. Pueden quedarse con sus calzoncillos y zapatos.
—Ya oyeron a la señorita —Pedro sonrió, muy divertido—. Quítense la ropa.
Una vez más, la gente contuvo el aliento y los ladrones se miraron, sin saber qué hacer.
—Si no lo hacen, les pediré a las mujeres del pueblo que lo hagan —les advirtió—. Y les aseguro que no lo harán con delicadeza. Ustedes deciden qué prefieren.
Se escuchó un murmullo amenazador por parte de la gente y los hombres empezaron a desvestirse. Todos vitorearon conforme se quitaban cada prenda. Después, Paula llamó a dos chicos que lo presenciaban todo.
—Esteban… Andrés… quiero que tomen toda esa ropa y que la lancen al mar.
Los dos chiquillos realizaron la tarea con entusiasmo mientras que los bandoleros los observaban, furiosos e impotentes. Cuando eso fue llevado a cabo, Paula se dirigió a ellos una vez más.
—Su camioneta ya es inservible ahora y tendrán que caminar mucho, antes de llegar a una carretera en donde logren regresar al lugar de donde vinieron. Hará frío cuando caiga la noche y, como no quiero que ninguno de ustedes pesque una pulmonía, les daré algo que los caliente —al ver su expresión de alivio, añadió—. Como tampoco quiero que sientan hambre, van a necesitar de toda la energía que puedan adquirir. Es por eso, que quiero que se coman esos pescados ahora. Si no comen, no les daré ropa. Todo depende de ustedes.
Los contempló en silencio. Por sus caras, fue obvio que los cinco hombres consideraron que comer pescado crudo era mejor que caminar desnudos por la carretera. Uno por uno, tomaron el pescado y, cerrando los ojos, dieron un mordisco.
—Muy bien —Paula empezó a caminar de arriba abajo, observándolos con aprobación, mientras que los demás reían—. Mastiquen bien antes de tragar. Dicen que el aceite de pescado es muy bueno para la salud. Otro bocado… No, no lo escupan, pues así no obtendrán todos los beneficios del alimento. Y este salmón es demasiado caro como para que lo desperdicien.
De pronto, uno de los rufianes tuvo deseos de vomitar y se volvió hacia el mar. Pronto, sus compañeros lo imitaron.
Su aspecto era patético, cuando volvieron a encarar a la chica. Paula supo que ya no podría obligarlos a que siguieran comiendo, de modo que metió la mano en la bolsa que sacó del Emporio. Una vez más, toda la muchedumbre se alzó de puntillas para ver qué sucedería. Eso era más divertido que el festival anual de pesca.
—Soy una mujer que siempre cumple su palabra —sacó un vestido verde de la bolsa y se lo lanzó al jefe—. Les prometí que les daría ropa. Pruébese esto, a ver cómo le queda.
—No puedo ponerme esto —el rostro del hombre se ensombreció.
—¿Por qué? —lo miró con inocencia—. ¿No le sienta bien el color verde? Reconozco que el modelo es un poco anticuado, pero a mí me parece bastante bien, además, si no le agrada, quizá quiera hacer un trueque con sus amigos —sacó otros cuatro vestidos de la bolsa y los aventó al resto de los miembros de la pandilla. Al oír sus quejas, la joven los miró con un desprecio infinito—. Tienen sesenta segundos para ponerse esos vestidos o los devolveré a la tienda y se irán de aquí tal como están.
No hay comentarios:
Publicar un comentario