martes, 22 de diciembre de 2015

El Jeque Y Su Novia Rebelde: Capítulo 4

-Así que no es la primera vez que entra en estas tierras, ¿eh? -comentó Paula recordando las huellas que había visto cerca de casa de su padre-. Para que lo sepa, ha estropeado usted el camino de la colina.

-Le aseguro que yo no he sido -contestó Pedro ofendido. -¿Ah, no? ¿Cuántos motoristas como usted hay por aquí?

-Señorita, le agradecería que, teniendo en cuenta que no tiene usted pruebas, no me acuse de algo que yo no he hecho -se defendió Pedro-, Es una gran ofensa -añadió en tono frío y distante.

Paula  palideció.

-A mí lo que me parece una gran ofensa es que todavía no me haya usted pedido perdón por haberme dado el susto de mi vida -contestó ofendida.

Paula se sonrojó, pues siempre se había tenido por un hombre extremadamente cortés.

-Por supuesto, le pido perdón por asustarla.

-Bueno, yo también le pido perdón por haber dicho que había sido usted el que había entrado en las tierras de mi padre con la motocicleta y las había estropeado -contestó Paula.

-¿Estaba usted leyendo? -preguntó Pedro recogiendo la revista de Paula del suelo.

-Sí, gracias -contestó Paula aceptándola y sonrojándose al ver que Pedro la miraba intensamente.

Pedro  tuvo que hacer un gran esfuerzo para controlar su deseo pues los labios de aquella mujer y sus preciosos y firmes pechos le hacían desearla con tanta intensidad, que estaba atónito.

-¿Le habrá pasado algo a la moto? -preguntó Paula, nerviosa, pues se había dado cuenta de que entre ellos se había instalado una extraña tensión cuyo origen no acertaba a vislumbrar.

-No creo -contestó Pedro.

Había conseguido controlarse, sí, pero estaba enfadado consigo mismo porque no entendía cómo se sentía atraído por aquella mujer. Por muy guapa que fuera, él estaba acostumbrado a mujeres increíblemente bellas, así que no era aquélla la razón.

-¿Va usted muy lejos? -quiso saber Paula.

En otra circunstancia, jamás se hubiera atrevido a preguntar algo así a un desconocido, pero lo cierto era que sabía que aquel hombre se iba a ir y no quería que se fuera.

-No, voy al castillo -contestó Pedro, levantando la motocicleta del suelo.

Podría haberle dicho quién era, pero decidió que no había motivo para hacerla pasar tal vergüenza porque lo más probable era que jamás volvieran a verse.

Paula supuso que el motociclista estaba pasando una temporada invitado en el castillo en el que ella trabajaba y rezó para que no diera un mal informe de ella a nadie porque, de ser así, perdería el trabajo y su padre se enfadaría.

Pedro se puso el casco, puso la motocicleta en marcha, se montó y se alejó sin siquiera mirarla, pero pensando en ella, en sus maravillosos ojos verdes y en que parecía asustada e infeliz, lo que lo llevó a preguntarse qué tipo de vida llevaría con aquel padre fanático del que le había hablado el encargado del castillo.

De repente, se encontró preguntándose si Paula Chaves estaría dispuesta a convertirse en su amante.

Pedro se enfureció consigo mismo por semejante pensamiento pues tener una amante implicaba una relación y él prefería saltar de cama en cama sin comprometerse con ninguna mujer.

No estaba dispuesto a perder su libertad por nadie y, además, Paula Chaves era una empleada.

¿Qué demonios le estaba sucediendo?

¡En menos de veinticuatro horas, se le había pasado por la cabeza que tenía que encontrar esposa y ahora estaba pensando en tener una amante!

Tras hacer un agujero bajo los árboles y enterrar la revista, Paula corrió a casa seguida de cerca por Apolo.

Al llegar, entró por la puerta de atrás y, para su desgracia, se encontró con su padre.

-Vaya, no sabía que ibais a volver tan pronto... ¿ha ocurrido algo? -preguntó nerviosa al percibir la tensión en el ambiente.

-La madre de Noemí se ha puesto enferma y se va quedar a pasar la noche con ella -contestó Miguel Chaves-. ¿Dónde has estado?

-He salido a dar un paseo -contestó Paula-. Perdón...

-Si yo hubiera estado en casa, no habrías estado holgazaneando por ahí. ¿Qué has estado haciendo?

Paula se quedó de piedra.

-Nada.

-Espero que así sea -gruñó su padre acercándose a ella y agarrándola del brazo con fuerza-. Prepárame la cena ahora mismo. Después de cenar, leeremos la Biblia y rezaremos para que no vuelvas a caer en el pecado de la holgazanería -añadió saliendo de la cocina.

Una vez a solas, Paula se frotó el brazo con el ceño fruncido y se dijo que no debía preocuparse, ya que su padre tenía mal genio, pero jamás le había levantado la mano.

Sin embargo, tenía la penosa sospecha de que aquello estaba a punto de cambiar.



Cuatro días después, Pedro se levantó de la cama a las tres de la madrugada y entró en su lujoso baño para darse otra ducha de agua fría.

Se sentía como si lo hubieran embrujado y, mientras el agua resbalaba por su fuerte y musculoso cuerpo, gritó enfurecido.

Ninguna mujer le había perturbado el sueño antes.

Había algo en Paula Chaves que había desatado su imaginación hasta cotas de creatividad erótica insuperables.

La idea de que se convirtiera en su amante lo tenía obsesionado y le hacía tener fantasías sexuales de las que no se podía liberar.

Incluso dormido, su cerebro revisaba una y otra vez el breve encuentro que había tenido lugar entre ellos y lo transformaba hasta convertirlo en un encuentro apasionado y salvaje más del gusto sexual masculino.

No poder controlar su mente lo enfurecía.

Pedro apoyó la frente en las baldosas de mármol y pensó en Fátima, algo que no se permitía muy a menudo porque no era hombre de pensar en lo que no podía ser.

Recordó a Fátima, mujer de preciosos ojos oscuros y gran corazón, aquella mujer con la que jamás podría casarse porque, a pesar de que no eran parientes de sangre, la madre de Fátima lo había amamantado durante un periodo de tiempo y su religión prohibía el casamiento entre hermanos de leche.

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