martes, 8 de diciembre de 2015

La Traición: Capítulo 24

Trató de pensar en cómo lidiaría con los ladrones. Luis y ella atraparon a tres el año anterior. El tuvo que amenazarlos con su escopeta, hasta que Paula pudo comunicarse con la policía de Invemess. Luego, los oficiales tardaron dos horas en llegar.

¿Y si los ladrones estaban armados esta vez? Antes, solían rendirse sin discutir, pero últimamente, recurrían a métodos más violentos.

Paula no dudaba del valor y la decisión de Luis, pero no pensaba lo mismo de Alfonso. Le gustaba actuar con prepotencia con sus subordinados, pero le faltó valor para enfrentarse a Miguel.

Recorrieron cuatro kilómetros más y vieron la camioneta de Luis. Pedro estacionó el jeep a un lado.

—Ya tenemos a esos bastardos —declaró Luis con una sombría satisfacción—. Son cinco y estacionaron su camioneta en el viejo camino, junto al estanque; en este momento se deben estar preguntando, quien demonios desinfló los neumáticos de su vehículo.

Paula  quiso tomar el micrófono del radio, mas Pedro la detuvo.

—¿Qué vas a hacer?

—Voy a llamar a Mirta a la casa —se impacientó—. Ella puede llamar desde allí a la policía de Inverness.

—No necesitamos a la policía —rezongó Pedro—. Podemos lidiar con esto nosotros mismos.

—No seas absurdo —declaró la joven con burla—. Ya oíste a Luis. Son cinco.

—Sí, ya lo oí —asintió Pedro—. Pero es igual. Estas sabandijas no van a escarmentar, sin tan sólo un juez les pone una multa. Sólo van a tener más cuidado la próxima vez que vengan a robar —sonrió con ironía—. Me sorprendes, Paula. Miguel jamás habría esperado a que llegara la policía. El tenía su propia manera de lidiar en estas situaciones y yo también.

—Y mientras siguen discutiendo, esos ladrones están llenando de aire sus neumáticos para poder escapar —intervino Luis.

—¿Tienes otra escopeta en la camioneta? —le preguntó Pedro.

—Sí, la de mi hijo Joaquín.

Luis fue a buscar el arma y Paula se exasperó ante la forma en que Pedro se hacía cargo de la situación. El no tenía ningún derecho de interferir, mas se dio cuenta de que no serviría de nada discutir con él.

—Me imagino que te sientes mucho más seguro ahora que tienes eso en las manos, ¿verdad? —inquirió la joven, al verlo colocar el rifle en el asiento trasero del jeep.
—La escopeta es para tí —gruñó Pedro—. Para que puedas protegerte. Una vez me amenazaste con una, de modo que no me vengas con escrúpulos ahora.

El estanque estaba oculto entre los árboles, de modo que los ladrones se quedaron paralizados al ver llegar el jeep y la camioneta.

Eran cinco de los tipos más repulsivos que Paula había visto en su vida. La joven salió del auto, con el rifle en las manos, mientras Pedro se dirigía a la camioneta roja. Ella hubiera preferido bloquear el camino con los dos vehículos y esperar a que la policía llegara, pero era evidente que Pedro tenía otras intenciones.

—¿Los reconoces, Luis? —se acercó a él, quien también los observaba con detenimiento.

—Sí. Ese tipo grande y moreno que tiene la cicatriz en la cara… Son la misma pandilla que estuvo aquí la vez pasada.

—Muy bien —exclamó Pedro al abrir la puerta trasera de la camioneta roja—. Empiecen a descargar estos salmones y métanlos en nuestra camioneta.

Los ladrones se miraron y el que tenía la cicatriz se mofó:

—Somos cinco y ustedes sólo son dos.

—Tres corrigió Pedro—. No ignore a la señorita, eso la molesta mucho.

—Ya sabemos cómo lidiar con las mujeres, ¿verdad, muchachos? —el líder observó de manera insultante a la joven y sonrió—. Sobre todo con las pelirrojas que son muy guapas.

—Cuidado con lo que dices—advirtió Pedro.

—Podemos hacer un trato —el hombre lo ignoró—. Le devolveremos los pescados, si nos la presta durante media hora. Parece que a ella le agradaría una buena.

—¡Pedro, espera! —gritó Paula  al verlo abalanzarse sobre el líder. Pálida de rabia, se adelantó y le hundió el cañón del rifle en el estómago. Empezó a insultar al tipo con un torrente de palabras en gaélico.

El hombre retrocedió, temeroso, pero la joven hizo más presión. De pronto, se volvió y apuntó el arma a la camioneta, jaló el gatillo y el neumático se desintegró con la explosión, volando en mil pedazos. En el silencio que siguió, Pedro le sonrió al jefe de la pandilla.

—Ya no decimos esas groserías por aquí. Es obvio que usted ha irritado mucho a la señorita. Ahora, a menos que quiera perder algunas partes de su anatomía le sugiero que hagan lo que se les ordena.

Enojados y atemorizados, los cinco ladrones empezaron a transferir con rapidez los pescados al otro vehículo. Cuando terminaron, Pedro los hizo alinearse contra el auto rojo y los miró con rabia:

—No voy a mezclar a la policía en esto. Lo que yo pensaba hacer, era destrozar su camioneta, quitarles los zapatos y hacerlos caminar descalzos a la carretera más cercana que se encuentra a cuarenta kilómetros de aquí. Pero ya cambié de opinión—señaló al líder con el dedo—. Usted insultó a una dama. Todos lo hicieron y van a pagar por ello. Para cuando termine con ustedes, no querrán volver a la región de Kinvaig. Voy a darles una paliza a todos, uno por uno.

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