miércoles, 23 de diciembre de 2015

El Jeque Y Su Novia Rebelde: Capítulo 7

Quiero que averigües dónde está trabajando Paula Chaves porque quiero hablar con ella en privado. Disponlo con la máxima discreción -le dijo Pedro a su secretario privado, que a duras penas consiguió disimular su sorpresa.

Una vez a solas, Pedro se quedó mirando las rosas rojas que había en el florero situado junto a la ventana. A continuación, acarició delicadamente uno de los pétalos y pensó en los labios de Paula.

Aquello lo hizo maldecir pues, aunque la pasión de aquella mujer lo había sorprendido, no debía permitir que sus pensamientos volvieran una y otra vez a ella.

Al cabo de unos minutos, llamaron a la puerta y entró lady Pamela, con la que había quedado para hacer la lista de la próxima fiesta que iba a tener lugar en el castillo y que ella, como en otras ocasiones, iba a organizar.

Al verlo, lady Pamela sonrió encantada y Paula le devolvió la sonrisa, pero no era una sonrisa de complicidad como otras veces porque ahora lo cierto era que aquella mujer se le hacía demasiado obvia comparada con Paula y no lo atraía.

Paula  estaba limpiando los ventanales de la galería y, como de costumbre, se quedó mirando el piano de cola que había en aquella estancia y se preguntó si todavía sería capaz de tocar.

Hacía muchos años que no lo hacía y, en cualquier caso, no se atrevía a tocar una pieza tan antigua sin permiso.

Su madre había sido profesora de música antes de casarse y se había encargado de que su hija fuera una maravillosa pianista.

Paula había llegado incluso a sustituir con asiduidad al organista en la iglesia, pero cuando la gente había comenzado a comentar lo bien que lo hacía, su padre había decidido que la música era una frivolidad, había vendido el piano y le había prohibido volver a tocar.

Aquello le había roto el corazón a su madre y había sido entonces, aquel mismo día, cuando Paula se había jurado que algún día tendría un piano propio que podría tocar tantas horas al día como le diera la gana.

En aquel momento, apareció un hombre y le pidió que pasara a la sala a limpiar un servicio de té que había caído al suelo. Paula asintió, agarró un trapo y rezó para que no se hubiera manchado una de las valiosas alfombras del castillo.

Afortunadamente, sólo se había derramado un poco de leche sobre el suelo de madera y Paula no tardó nada en recogerlo.

Cuando se incorporó, el hombre había desaparecido y Paula  se encontró en un precioso salón lleno de flores.

Cuando se disponía a retirarse, se abrió otra puerta y apareció Pedro. Paula no pudo ni moverse del sitio. Estaba tan guapo, que no pudo evitar quedarse mirándolo fijamente.

-Espero que me perdones por haber dispuesto este encuentro.

-¿Lo tenías planeado? -se sorprendió Paula.

-Sí, quería hablar contigo a solas. Quería verte, quería pedirte perdón por cómo me comporté el otro día. Lo que hice fue inapropiado, una equivocación por mi parte. Paula lo miró con la boca abierta.

-Pero yo...

-Tú no tuviste absolutamente ninguna culpa.

Paula quedó gratamente sorprendida al comprobar que Pedro no se había dejado llevar por el orgullo sino que, lejos de ello, había querido verla para pedirle perdón. Seguramente, cualquier otro hombre en su posición, no se habría tomado la molestia de hacer eso por una empleada.

-Yo también tuve mi parte de culpa -insistió Paula.

-No, tú eres muy joven y la inocencia no es ninguna culpa —murmuró Pedro con amabilidad.

Paula  lo miró a los ojos y Pedro recordó la tarde en la que se habían conocido, aquel momento en el que se había fijado en su pelo dorado y sus ojos como esmeraldas y se dijo que debía comportarse como un hombre adulto y no como un adolescente que no puede dejar de pensar en la chica que le gustaba.

-Yo...

-Supongo que no querrás que la gente se entere de que has estado a solas conmigo, así que no es inteligente que nos quedemos mucho tiempo charlando -la interrumpió Pedro.

Paula bajó la cabeza avergonzada.

-No me gusta que hagas trabajos tan duros porque no pareces muy fuerte -comentó Pedro.

-Te aseguro que soy fuerte como un caballo percherón -rió Paula-. Aunque no quede muy bonito decirlo...

Pedro se quedó mirándola unos segundos, hasta que pudo reaccionar y sacarse del bolsillo una tarjeta de visita.

-Si alguna vez necesitas ayuda, no dudes en llamarme a este número.

Paula tuvo que hacer un gran esfuerzo para disimular su sorpresa porque Pedro no estaba flirteando con ella y ella se moría por que lo hiciera.

Tragando saliva, aceptó la tarjeta, se la guardó y volvió a su trabajo.

Aquella misma semana, volvía a casa una tarde en bicicleta cuando su rueda trasera pinchó.

Lo peor era que no llevaba bomba ni parches para arreglarla y estaba lloviendo.

A pesar de que intentó remolcar la bicicleta a toda velocidad, pronto se encontró calada hasta los huesos, así que, cuando un gran coche paró a su lado, se asustó porque no lo había visto.

-Hola, te llevo a casa -dijo Pedro bajando la ventanilla.

A Paula le hubiera gustado negarse, pero resultó completamente imposible porque el conductor, siguiendo las instrucciones de Pedro, estaba metiendo la bicicleta en el maletero.

-De verdad... no hacía falta que pararas. Podría haber ido andando perfectamente... estoy calada y te voy a poner el coche perdido... -balbuceó Paula entrando en la limusina.

Sin embargo, al percatarse de que Pedro no viajaba solo, calló inmediatamente y se sonrojó de pies a cabeza.

-Pamela Anstruther -se presentó la elegante mujer que iba sentada junto a él-, ¿Con quién tengo el gusto de hablar?

-Paula Chaves-contestó Paula tímidamente.

Sabía perfectamente quién era aquella mujer, sabía perfectamente que su familia había construido el castillo de Strathcraig y había vivido en él durante unos doscientos años, pero que desgraciadamente el padre de Pamela se había visto forzado a vender la propiedad para pagar sus deudas, lo que había provocado que se fueran a vivir a Londres cuando ella era niña.

-Estás empapada -intervino Pedro-. Toma -añadió entregándole un pañuelo blanco.

Paula se apartó un mechón de pelo mojado de la cara y se secó el rostro con el pañuelo. Mientras lo hacía, miró a Pedro y, cuando sus miradas se encontraron, sintió que se le aceleraba el corazón.

-Gracias.

-De nada -murmuró Pedro educadamente.

Paula sonrió encantada y Pamela carraspeó, lo que la hizo dejar de mirar a Pedro. Al darse cuenta de que la otra mujer la había pillado mirándolo, se avergonzó y bajó la cabeza.

-El príncipe Pedro me ha dicho que trabajas como limpiadora del castillo -remarcó lady Pamela-. Pareces una joven muy capaz. ¿No crees que podrías tener otro tipo de trabajo?

-Sí, eso espero, algún día... éste es mi primer trabajo -contestó Paula mirando por la ventanilla.

No quería que la llevaran hasta la puerta de su casa porque no quería ni imaginarse cómo se pondría su padre si se enterara de que había aceptado que alguien la llevara en coche.

-¡Se me acaba de ocurrir una idea estupenda! -exclamó lady Pamela-, ¿Por qué no me ayudas a organizar la fiesta que vamos a dar en el castillo?

-¿Yo? -exclamó Paula sorprendida.

-¿Por qué no? Me podrías ayudar a hacer algunos recados y a escribir las invitaciones a mano.

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