A Paula le encantaba la música y uno de los pocos placeres que tenía en la vida era escuchar la radio, pero su padre se la había roto cuando Noemí se había quejado de que la chica pasaba demasiado tiempo escuchándola y tardaba mucho en preparar el desayuno.
Paula todavía recordaba la cara de horror de su madrastra al ver la airada reacción de su marido.
Aquella tarde, después de comer, otra compañera le dio una revista que ella ya había terminado de leer y Paula la aceptó con la cabeza baja.
Mientras se iba, escuchó cómo sus compañeras comentaban que era una pena cómo la había educado su padre y, palabras textuales de la que le había regalado la revista: «a esa pobre chica le da miedo hasta su propia sombra».
«No es cierto», se dijo Paula mientras pedaleaba rumbo a casa.
No tenía tanto miedo, pero tampoco estaba tan loca como para buscar un enfrentamiento abierto con su padre antes de disponer de los medios necesarios para irse.
La belleza de aquel día de principios de verano pronto apaciguó su ánimo y la llenó de vitalidad.
Era viernes, su día favorito de la semana porque terminaba pronto de trabajar y solía tener la casa entera para ella durante la tarde porque su padre y Noemí estaban haciendo la compra semanal.
Paula decidió sacar a pasear al perro y leer la revista y, media hora después, salía de casa de su padre y atravesaba la pradera verde en dirección al bosque. Una vez allí, entre los árboles, se quitó los zapatos, se desabrochó un par de botones de la blusa y se soltó el pelo para tumbarse al sol.
Apolo, un perrillo paticorto al que Paula adoraba, se tumbó exhausto a su lado y no advirtió, pues hacía tiempo que había perdido el oído, el ruido de un motor que se acercaba.
Paula comenzó a devorar la revista y pronto estuvo completamente inmersa en el mundo de las celebridades, de la moda y del cotilleo.
De repente, el atronador ruido de una moto la sacó de sus ensoñaciones y, al girar la cabeza, comprobó con horror que iban a atropellar a Apolo.
Rápidamente, se puso en pie y consiguió sacar al perro de debajo de las ruedas de la motocicleta, cuyo conductor perdió el equilibrio ante la repentina frenada y cayó al suelo.
Paula ahogó un grito de horror, pero pronto comprobó que al conductor no le había sucedido nada, pues se ponía en pie tan tranquilo.
-¿Qué hace usted aquí? -gritó al ver que el hombre se acercaba a ella.
Pedro estaba furioso por haberse encontrado a una mujer sentada en mitad del camino, como si estuviera esperando a que alguien se la llevara por delante Y, para colmo, le estaba gritando.
Nadie le había gritado jamás.
Sin embargo, la belleza de aquella mujer nubló su enfado. Lucía una impresionante melena rubia que le llegaba a la cintura y tenía unos maravillosos ojos verdes que parecían esmeraldas.
Pedro se sintió atrapado por su belleza.
-¿Cómo se atreve a entrar en esta propiedad? Es delito -insistió Paula.
-Le aseguro que no soy ningún delincuente -contestó el motociclista con el casco puesto.
-¿Ah, no? ¿Y qué es la persona que entra en una propiedad que no es suya? -contestó Paula enfadada porque todavía no le había pedido perdón por el incidente-.
¿No se ha dado usted cuenta de que iba muy rápido?
-Sé perfectamente la velocidad a la que iba -contestó Pedro.
Paula se dió cuenta de que aquel hombre no hablaba como un gamberro, aunque se comportara como uno de ellos. Era imposible no advertir su acento inglés de clase alta, pero a Paula le dio igual.
Se estaba comportando fatal y eso era lo único que importaba, así que levantó el mentón y lo miró en actitud desafiante.
-¡Nos ha dado un susto de muerte a mi perro y a mí! -exclamó dejando a Apolo en el suelo.
Apolo se acercó a Pedro, movió el rabo, se hizo un ovillo a su lado y descansó al sol.
-Por lo menos, él no me grita -comentó Pedro.
-Yo no estoy gritando -se defendió Paula-. ¡Lo único que quiero que comprenda es que podría haberme usted matado o haberse matado usted!
Pedro se levantó la visera del casco y Paula se quedó de piedra.
Lo primero que se le pasó por la cabeza al ver sus ojos fue la imagen de un halcón de los que tenían en el castillo. Aquel hombre poseía una mirada penetrante y dura, pero también un espectacular brillo dorado en los ojos y unas pestañas negrísimas.
Paula sintió que el corazón le daba un vuelco y comenzaba a latirle aceleradamente.
-No sea usted exagerada -aulló Pedro.
-Iba usted demasiado deprisa... -insistió Paula.
Pedro no pudo evitar quedarse mirando el reflejo cegador del pelo de aquella mujer bajo el resplandor del sol y por primera vez en su vida olvidó qué iba a decir.
-¿De verdad? -preguntó quitándose el casco y revolviéndose el pelo.
Paula sintió que la boca se le secaba.
Aquel hombre era tan increíblemente guapo, que no pudo evitar quedarse mirándolo fijamente.
Tenía un rostro imposible de olvidar, una estructura ósea fantástica con unos maravillosos y altos pómulos, una nariz fuerte y masculina y cejas oscuras. Su complexión morena y su pelo oscuro sugerían unos ancestros de otras tierras.
Aquel hombre la sedujo rápidamente y Paula sintió que se mareaba como si hubiera estado dando vueltas sobre sí misma y, de repente, sintió en la pelvis algo que jamás había sentido antes.
-¿Cómo? -murmuró confusa.
Pedro sonrió y Paula se sintió embrujada por aquella sonrisa.
-Es cierto que conduzco muy deprisa, pero le aseguro que soy muy buen conductor -apuntó Pedro.
-Pero a esa velocidad es imposible ver el camino -insistió Paula.
-Desde luego, lo que uno no espera ni a esa velocidad ni a ninguna otra es encontrarse con una chica y un perro sentados en mitad del camino.
-En cualquier caso, esto es propiedad privada...
-Ya lo sé y sé perfectamente que no hay ganado suelto por aquí porque esta tierra es mía -contestó Pedro.
-No, esta tierra no es suya. Da la casualidad de que yo vivo allí, bajando la colina, y sé perfectamente a quién pertenece esta tierra, así que no me puede usted engañar -sonrió Paula.
Pedro se dió cuenta de que aquella mujer no lo había reconocido.
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