Supieron que estaban derrotados y se pusieron los vestidos con dificultad, bajando la vista. Toda la gente estalló en carcajadas, sin poder contenerse más. Por fin, en medio de propuestas indecorosas y silbidos, los cinco rufianes estuvieron listos y Paula les espetó:
—Márchense ya. Pueden estar seguros de que fueron muy afortunados. Si regresan a esta región, les aseguro que los cubriré de brea y plumas y los abandonaré en una isla durante tres meses.
Los tipos se alejaron, seguidos por la risa humillante de todas las personas presentes. Poco a poco, la muchedumbre se dispersó y Paula le pidió a Luis que llevara el resto de los peces al mercado de Mallaig.
—¿A dónde vas? —le preguntó Pedro, al verla dirigirse al jeep.
—A casa. La diversión ha terminado —susurró, agotada por todo lo sucedido.
—Diste todo un espectáculo —sonrió al ver a lo lejos al grupo de ladrones que ya desaparecía en la distancia—. Pero no puedes irte ahora y desilusionar a toda la gente; además, tú y yo íbamos a comer, antes de que Luis pidiera ayuda por radio.
—Pues todavía continúo sin apetito —negó con la cabeza.
—Entonces, por lo menos debes tomar algo —insistió—. La mitad del pueblo está en el bar del hotel, esperándote para brindar por tu salud. Lo menos que puedes hacer es ir.
—No —se impacientó—. Inventa cualquier pretexto. Diles que estoy cansada.
—Recuerda quien eres —declaró con severidad—. Eres Paula Chaves y tienes una posición que conservar aquí. No puedes darte el lujo de mostrar cansancio. Los habitantes del pueblo admiraron la forma en qué te enfrentaste a esos rufianes y ahora quieren demostrarte su respeto y gratitud.
—Siempre se te ocurre una buena razón, ¿verdad? —suspiró—. Está bien. Pero sólo tomaré una copa y luego me marcharé a casa.
Debió saber que no sería tan fácil. En un pueblo como Kinvaig en donde siempre había toda clase de festejos, el escarmiento de los ladrones debía celebrarse con una fiesta que se comentaría por siempre de ahora en adelante.
A Paula le resultó imposible escapar. En cuanto bebió su primer trago, alguien le dió otra copa y propuso el primero de una larga serie de brindis. Luego, hicieron a un lado los muebles y todos empezaron a bailar, sin dejar que la invitada de honor se escabullera. Alguien empezó a hacer una barbacoa en el estacionamiento del hotel, para que los niños pudieran divertirse.
Mucho después, cuando Paula bebía otra copa de whisky, Pedro se acercó y la tomó con firmeza de la mano.
—Debes salir a tomar un poco de aire fresco. Vamos afuera por un momento.
Debido a la sorpresa, Paula no pudo resistirse, pero lo observó con resentimiento.
—¿Por qué hiciste eso? Me estaba divirtiendo mucho.
—Ya lo sé, pero no tienes por qué arruinar la celebración emborrachándote.
—Pues no me he embriagado ni una sola vez en la vida —se irguió, sintiendo un ligero mareo.
—Y ahora no es el momento propicio para que lo hagas.
—Quizá tengo deseos de hacerlo, sólo por una vez, para saber qué se siente. Y además, esto no es un asunto de tu incumbencia. Déjame en paz.
—No encontrarás ninguna respuesta en una botella —habló con sequedad—. Eres lo bastante inteligente como para saberlo.
—Yo ni siquiera quería ir al bar —lo miró con fijeza, preguntándose qué había en esos ojos grises que la conmovían de ese modo—. Sin embargo, tú insististe y me señalaste que era mi deber asistir.
—Y ahora insisto en que regreses a casa —le apretó el brazo, enojado.
—Puedes insistir cuanto quieras, Pedro Alfonso, pero no tienes ningún derecho sobre mí —apoyó el dedo en su pecho—. Yo haré lo que me venga en gana.
—Dame las llaves del jeep —la ignoró y extendió la mano.
—No —lo contempló con rabia.
—Tú no puedes conducir, de modo que yo lo haré.
—No tengo la menor intención de conducir. Voy a caminar de regreso a casa — comentó con altivez.
—Bien. En ese caso, no te importará que te acompañe, ¿verdad?
—No es necesario —rezongó—. Conozco bien el camino.
—Sí, me imagino que sí, dado que has vivido aquí toda tu vida, sin embargo, yo debo asegurarme de que llegues sana y salva a tu hogar.
—Como quieras —alzó la barbilla. Le asombraba que él estuviera tan empecinado en cumplir con su deber, siendo que años atrás, cuando debió hacerlo, salió huyendo. Las promesas no significaban nada para Pedro.
—Tengo una piedra en el zapato —se quejó Paula y se sentó en un pequeño muro bajo el malecón. Pedro se inclinó, le quitó el zapato, sacó el guijarro y volvió a calzarla.
—¿Ya estás mejor?
—Sí, gracias —Paula se puso de pie y contuvo el hipo—. Puedes ser muy amable cuando no te portas como un patán —se tambaleó y Pedro la rodeó con los brazos. La calidez de ese cuerpo y la cercanía de esos labios, hicieron que Paula se estremeciera y que bajara la vista. Tensa, buscó una vez más la respuesta a la pregunta que la atormentó durante tantos años—. ¿Por qué lo hiciste, Pedro? ¿Por qué no fuiste a buscarme como lo prometiste? Yo… pensé que fue por miedo de enfrentarte con mi padre, pero ahora sé que ese no fue el motivo.
—Tuve una buena razón para no ir por tí —le acarició el cabello—. Eso es lo único que puedo decirte. No tuve más remedio que marcharme de aquí.
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