—Es nuestro dinero y podemos hacer con ello lo que nos plazca —se encogió de hombros—. Puedes devolvámoslo, cuando recuperes la estabilidad económica.
—¿Y si no la recupero?, —estaba muy conmovida por esa muestra de lealtad—. ¿Y si tengo que venderlo todo?
—¿Tan mal están las cosas? —se asombró el ama de llaves. Era obvio que esa posibilidad no se le había ocurrido.
—Me temo que sí. Y quizá tenga que venderle las tierras a Pedro Alfonso— suspiró—. ¿Querrías trabajar para él?
—¡Alfonso! —repitió, atónita—. ¿Lo dejarías adueñarse de tu propiedad?
—No quiere que la venda a nadie más que a él —explicó—. Me tiene acorralada, Mirta. Su abogado ya me hizo un ofrecimiento, que bastaría para que todos viviéramos con comodidad durante el resto de nuestras vidas. Si rechazo su oferta, Alfonso me llevará a la quiebra y de todos modos se apropiará de todo.
—¿Te dijo esto en tu cara?
—Sí —Paula se puso de pie, agitada—. Y lo disfrutó mucho. Pero aún no has oído lo mejor; ese cretino tuvo el descaro de pedirme que me casara con él. Me aseguró que eso resolvería todos mis problemas —se burló—. ¿Puedes imaginarme casada con un Alfonso?
—Quizá no sea una mala idea —se encogió de hombros—. El es muy guapo. Podrías tener peor suerte.
—¿Qué? —estaba pasmada por la impresión—. ¿Hablas en serio?
—¿Por qué no? —insistió Mirta.
—No puedo creer que me digas eso —alzó los brazos al cielo—. ¿Por qué no? Pues porque él es Pedro Alfonso.
—Esa no me parece una buena razón —declaró con aspereza.
—Está bien, te daré una —apretó los dientes—. No me pienso casar con él porque es una sabandija, un hombre ambicioso y mentiroso.
—Pues la señora Ross, su ama de llaves, no opina lo mismo —aseguró, sin perturbarse—. Dice que es todo un caballero, que es muy amable y considerado.
—No me importa lo que piense la señora Ross.
—Pues debería importarte. Después de todo, ella lo conoce desde que él era un niño. ¿Hace cuánto tiempo que tú lo conoces?
—El tiempo suficiente —rabió Paula.
—Lo dudo. Salvo por esta noche, ¿cuántas veces has visto y hablado con Pedro?
—Parece que te has puesto de su parte —la actitud de Mirta la molestó—. Esperaba que al menos me mostraras más simpatía.
—Claro que estoy de tu parte, pero creí que querías que te diera un consejo. Los Chaves jamás piden la simpatía de nadie.
—Entiendo —suspiró, con amargura—. ¿De modo que me aconsejas tirar la toalla y rendirme a sus amenazas, casarme con él y entregarle mis tierras, sin antes luchar?
—Bueno, eso es lo que yo haría, si un hombre me amara tanto como él parece amarte a tí.
—Él no me ama —exclamó Paula—. Su único amor es la riqueza y el poder.
—Entonces, ¿por qué te está ofreciendo la mitad de todo lo que posee? Si es tan ambicioso como dices, ¿por qué querría compartirlo contigo?
Ese argumento sorprendió a Paula y la confundió. ¿Alfonso le ofrecía todo eso, en una bandeja de plata? No, no lo creía. El tenía un motivo despreciable que a ella aún no se le había ocurrido.
—No pensaste en eso, ¿verdad? —insistió Mirta—. Su propiedad es cuatro veces mayor que esta, sin tomar en cuenta el resto de los negocios que tiene. Como su esposa, te correspondería la mitad de todo. Él es quien tiene algo que perder, no tú. De modo que eso sólo deja una posibilidad; ese hombre debe estar enamorado de tí, quieras o no.
Paula no pudo encontrar la forma de refutar la fría lógica de Mirta; sin embargo, su ama de llaves no sabía todo lo que había sucedido, y tal vez ya era hora de que lo supiera.
—Te equivocas, Mirta —susurró—. Sé que te equivocas cuando dices que me ama, porque él prometió casarse conmigo antes. Me juró que me amaba y yo fui lo bastante tonta como para creerle, pero Pedro no me amaba y me abandonó.
—Sí, lo adiviné hace mucho tiempo —eso no pareció asombrar a la señora.
—¡Lo adivinaste! —estaba incrédula—. Tonterías, eso es imposible. El único que lo sabía era mi padre y él no se lo contó a nadie.
—Estoy vieja, pero aún no sufro demencia senil —esbozó una sonrisa—. Puedo ver muy bien todo lo que ocurre, tengo una excelente memoria y aún puedo sacar deducciones acertadas.
Paula guardó silencio. Parecía que esa noche estaría llena de sorpresas.
—Recuerdo el día en que regresaste a casa y que me contaste que Pedro te llevó a Para Mhor —comentó el ama de llaves, con una voz suave y satisfecha—. Ese día cayó una tormenta terrible y ustedes se refugiaron en la vieja granja. Pero por tu apariencia y la de tu ropa, me di cuenta de que no sólo se tomaron de la mano. Sí… y, a la mañana siguiente, Pedro hizo su equipaje y se fue al sur —hizo una breve pausa—, y como si eso no fuera ya muy revelador, tú estuviste muy enojada durante las siguientes dos semanas.
Paula escuchó a Mirta, apabullada. Si el ama de llaves adivinó la verdad, ¿cuántas personas más lo harían? Recordó el día en que ella y Pedro llegaron a Kinvaig y la forma en que la gente la observó bajar de la lancha. En ese entonces, Paula era una chica feliz e inocente y no le importó ni un comino la opinión de los demás, pero, al día siguiente, cuando Pedro se marchó, ¿acaso todos, al igual que Mirta, empezaron a especular…? ¿Habrá sido ella el hazmerreír de las Tierras Altas de Escocia durante todos esos años?
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