El médico de Pedro llegó poco después de las tres. Era un hombre alto y delgado, que todavía vestía la ropa con la que operó. Entró acompañado por la jefa de enfermeras, y de inmediato empezó a quitarle los vendajes. Paula contuvo la respiración, muy sorprendida por la velocidad y eficiencia del médico.
—Todo salió bien, señor Alfonso—comentó el médico—. Le quitaremos las vendas unos minutos, y se las volveremos a poner un par de horas. Después, ya no es necesario vendarlo, pero le sugiero que use sus anteojos oscuros, hasta que sus ojos dejen de lagrimear por la luz —terminó de quitarle el vendaje—. Listo. Abra los ojos, señor Alfonso.
Era comprensible que Pedro no abriera los ojos apenas se lo ordenó el médico. Paula observó petrificada cómo los abría y parpadeaba. Deseaba preguntarle a gritos si veía, pedirle que dijera algo. Oró para que no estuviera ciego todavía. Los ojos de él estaban fijos en ella... la miraban... ¿En realidad enfocaba, o era una crueldad del destino que pareciera como si la mirara?
—Azules y hermosos —murmuró Pedro.
—¿Qué cosa, Pedro? —preguntó Paula y se acercó a él.
—Tus ojos.
—¡Oh! —exclamó.
Los ojos se le llenaron de lágrimas, y no pudo evitar que rodaran por sus mejillas, impidiéndole hablar. Sollozó y volvió la cara.
—Las cosas han estado un poco tensas por aquí —explicó Matías—. En realidad, también tengo ganas de llorar.
Paula se controló, secó sus ojos y se volvió de nuevo. Pensó que Matías era muy amable.
Todos esperaban que Pedro dijera algo más, pero parecía muy sorprendido, su mirada iba de Paula a las hermosas flores que le llevó Matías. De pronto parpadeó, y al fin enfocó los ojos. Miró con afecto a su amigo.
—¿Siente bien los ojos? —le preguntó el médico—. Parece que están un poco llorosos.
—Están bien —informó Pedro con voz ronca—. ¿Puedo quedarme sin el vendaje?
—Bueno, yo...
—Por favor... —la súplica de Pedro hizo eco en la habitación, y hasta el corazón más duro se conmovería.
Antes de hablar, la jefa de enfermeras se aclaró la garganta.
—Si apagamos esas luces, y traemos una lámpara —sugirió la enfermera—, él estará bien, doctor.
—Mmmm... —murmuró el médico—. Es un poco irregular, mas supongo que estará bien. Será mejor que cierren las cortinas.
April corrió a cerrarlas, y la jefa de enfermeras fue a buscar la lámpara. Regresó de inmediato, y él médico quedó satisfecho con el resultado.
Al volver a hablar, el médico iba hacia la puerta.
—Lo veré por la mañana, señor Alfonso—la enfermera lo siguió.
—Debería ser conductor de camiones —comentó Matías, cuando el médico se fue—. Pueden estar seguros que nunca llegaría tarde con una entrega.
Pedro sonrió por primera vez. Paula notó que miraba a Matías, no a ella.
—Supongo que eres el responsable de transformar mi habitación en un Jardín del Edén —bromeó Pedro.
—¿Quién te lo dijo? —inquirió Matías.
—Un pajarito —explicó Pedro y rió.
Miró con rapidez a Paula. La chica tuvo la impresión de que Pedro no quería mirarla. ¿Estaba avergonzado ahora que se vio obligado a ponerle un rostro a la voz que intentó seducirlo?
—Pensé que te gustaría ver todos los colores —observó Matías—. El único que no encontré fue el azul.
Pedro volvió la mirada hacia Paula.
—Ese color ya quedó cubierto —afirmó—¿No lo crees?
—¿Te refieres a los ojos de la jovencita? —preguntó Matías—. Sí, tengo que admitir que es difícil superarlos.
—¡Oh! —exclamó Paula con impaciencia—. Deberíamos hablar de los ojos de Pedro. ¿No es maravilloso? ¿No estás felíz?
Los ojos grises de Pedro tenían una expresión extraña. Parecían expresar un poco de pesar, frustración... y algo más que Paula no supo leer, pues él cerró las cortinas de su mente.
—Por supuesto que estoy felíz.
Esa noche, Paula miró su reloj y bajó por la escalera. Eran las siete y diez, hora de partir para el hospital. Antes de salir, asomó la cabeza en el estudio de su tío.
—Ya me voy. Gracias, una vez más, por prestarme el coche.
Juan levantó la mirada de lo que escribía, y colocó sus anteojos de lectura en la parte superior de la cabeza.
—Déjame mirarte —pidió su tío.
Paula entró en el estudio. Tuvo mucho cuidado para tener una buena apariencia, pues pensó que Pedro no quedaría impresionado si la veía de nuevo con los pantalones de mezclilla y playera que usó esa tarde.
—Llegaré tarde —indicó, y soltó una carcajada nerviosa.
Juan estudió a su sobrina, quien llevaba puesto un vestido de algodón color limón, con cuello alto, sin hombros. El cinturón de piel blanco que rodeaba su cintura, hacía juego con las sandalias de tacón alto, del mismo color. Todo esto contrastaba con el cabello negro. Usó un lápiz labial con un tono bronce pálido, y se perfumó.
sábado, 29 de julio de 2017
Una Esperanza: Capítulo 27
Paula vió la jarra con agua helada y sirvió una poca en una taza de plástico. La acercó a los labios de Pedro. Pensó que sólo daría un trago, pero él dió varios. Fue un error, pues de inmediato, se arqueó, y ella buscó de inmediato el recipiente. Cuando terminó y volvió a recostarse, muy pálido, ella llamó con el timbre. Llegó una enfermera, y al ver el problema, aconsejó que no tomara más agua durante un tiempo. Le quitó otra manta.
—Después de un rato, podrá chupar hielo, y si eso no lo hace vomitar, podrá dar unos tragos de agua —informó la enfermera.
Se llevó el recipiente y regresó de inmediato con uno limpio.
Paula le habló con voz suave.
—Lo lamento, Pedro.
—¿Paula? ¿Eres tú? Pensé que eras una enfermera.
—Sería una enfermera inútil —aseguró —. No debí permitir que bebieras tanta agua. Una ligera sonrisa apareció en los labios de Pedro.
—Parece que siempre tenemos problemas con la bebida —murmuró él. Paula se tensó ante los recuerdos que evocaban esas palabras. Se hizo un silencio—. ¿Todavía estás allí? —movió una mano sobre la cama.
—Sí, Pedro—después de dudar un segundo, asió los dedos delgados y los oprimió—. Todavía estoy aquí —en silencio añadió que nunca lo dejaría, a no ser que él se lo pidiera. Hugh no le soltó la mano, ni le permitió irse. Tenían los dedos entrelazados—. Matías estuvo aquí cuando te trajeron a la habitación. Salió a comprarte algo —el corazón le latía con fuerza.
—¡Oh! ¿Qué otra cosa tiene que comprar? —quiso saber Pedro.
—Es un regalo personal, una sorpresa, y no la arruinaré diciéndotelo.
—Matías y tú ya me están mal acostumbrando con tantas atenciones —opinó —. ¿No deberías estar en clases?
—No —indicó Paula—. Regreso a clases hasta el lunes, por lo que tendrás que soportarme el resto de la semana. El tío Juan dijo que vendría a verte el fin de semana, si todavía estabas aquí.
—¡Espero no estar aquí! Ya tuve suficiente con los hospitales, para toda la vida. Me gustaría darle las gracias por esas cintas grabadas que me envió. Anoche me fueron de mucha ayuda.
—Le daré las gracias por tí —aseguró Paula.
—Eres una buena amiga, Paula. No sé qué hubiera hecho sin tí y Matías.—los ojos azules de ella se llenaron de lágrimas. Deseó poder decirle que no sólo quería ser su amiga. Pedro lamió sus labios secos—. ¿Podría tomar un poco de hielo?
Paula parpadeó para controlar las lágrimas.
—Sólo un pedazo pequeño —señaló.
Le colocó un pedazo de hielo en la lengua. Al moverse, tuvo que soltarle la mano, y cuando volvió a sentarse, le pareció demasiado atrevido asirla de nuevo. La sensación de cercanía que parecía crecer entre ellos, desapareció al perderse el contacto físico, se derritió como el hielo. Deseó que Matías regresara, pero al mediodía, todavía continuaba ausente. Llevaron una bandeja con el almuerzo de Pedro, mas él dijo que el solo hecho de pensar en alimentos le revolvía el estómago. La comida parecía apetitosa, y al comentarlo, él sugirió que ella la ingiriera. Tenía mucha hambre, ya que desayunó muy poco por la preocupación. Pedro no tuvo que insistir demasiado para que accediera. Además, era algo en que ocuparse. Con gusto observó que mientras ella comía, él volvió a dormirse.
Matías asomó la cabeza por la puerta un poco después.
—¿Todavía duerme? —preguntó. Su cabeza desapareció, y en su lugar, Paula vió el arreglo de claveles más grande que admirara en su vida. El arreglo floral tenía claveles de colores rosa, rojo y blanco, y hojas verdes. Eso no fue todo, pues también llevó un cesto lleno de delicadas orquídeas, y un ramo de gladiolas amarillas y naranja—. No pude encontrar flores azules. El color violeta de las orquídeas fue lo más cercano al azul que encontré.
—Oh, Matías... Están preciosas —aseguró con entusiasmo, y le dió un beso en la mejilla.
—¡No hagas eso! ¡Guarda los besos para Pedro!
Paula se ruborizó.
—¡Matías! Ssh... Pedro podría escucharte.
—¿Y? Le haría bien saber que lo amas —manifestó Matías.
—No, Matías, no —murmuró Paula—. Por favor, no se lo digas. ¿Promete que no lo harás!
—¿Eres tú, Mati?—preguntó Pedro al despertar.
Paula dirigió una mirada suplicante a Matías, quien asintió con pesar, antes de responderle a Pedro. Ella dejó escapar un suspiro de alivio. A pesar de haber fantaseado al pensar que sería más atrevida con Hugh y que tendría una actitud más liberada, comprendió que no estaba en ella actuar de esa manera. Aquel momento en la playa fue una situación inusual, una tentación espontánea que no pudo resistir. A la luz del día, sabía que tenía demasiado orgullo para arrojarse a los pies de Pedro y también mucho sentido común. Aunque él cambiara de opinión y tuviera una aventura con ella, eso no duraría, no podría durar, a no ser que él la amara.
Al regreso de Matías, charlaron sobre lo que harían cuando Pedro saliera del hospital. Todos actuaban con relativa normalidad, pero a intervalos regulares, se hacía un silencio, el cual indicaba sus tensiones.
—Después de un rato, podrá chupar hielo, y si eso no lo hace vomitar, podrá dar unos tragos de agua —informó la enfermera.
Se llevó el recipiente y regresó de inmediato con uno limpio.
Paula le habló con voz suave.
—Lo lamento, Pedro.
—¿Paula? ¿Eres tú? Pensé que eras una enfermera.
—Sería una enfermera inútil —aseguró —. No debí permitir que bebieras tanta agua. Una ligera sonrisa apareció en los labios de Pedro.
—Parece que siempre tenemos problemas con la bebida —murmuró él. Paula se tensó ante los recuerdos que evocaban esas palabras. Se hizo un silencio—. ¿Todavía estás allí? —movió una mano sobre la cama.
—Sí, Pedro—después de dudar un segundo, asió los dedos delgados y los oprimió—. Todavía estoy aquí —en silencio añadió que nunca lo dejaría, a no ser que él se lo pidiera. Hugh no le soltó la mano, ni le permitió irse. Tenían los dedos entrelazados—. Matías estuvo aquí cuando te trajeron a la habitación. Salió a comprarte algo —el corazón le latía con fuerza.
—¡Oh! ¿Qué otra cosa tiene que comprar? —quiso saber Pedro.
—Es un regalo personal, una sorpresa, y no la arruinaré diciéndotelo.
—Matías y tú ya me están mal acostumbrando con tantas atenciones —opinó —. ¿No deberías estar en clases?
—No —indicó Paula—. Regreso a clases hasta el lunes, por lo que tendrás que soportarme el resto de la semana. El tío Juan dijo que vendría a verte el fin de semana, si todavía estabas aquí.
—¡Espero no estar aquí! Ya tuve suficiente con los hospitales, para toda la vida. Me gustaría darle las gracias por esas cintas grabadas que me envió. Anoche me fueron de mucha ayuda.
—Le daré las gracias por tí —aseguró Paula.
—Eres una buena amiga, Paula. No sé qué hubiera hecho sin tí y Matías.—los ojos azules de ella se llenaron de lágrimas. Deseó poder decirle que no sólo quería ser su amiga. Pedro lamió sus labios secos—. ¿Podría tomar un poco de hielo?
Paula parpadeó para controlar las lágrimas.
—Sólo un pedazo pequeño —señaló.
Le colocó un pedazo de hielo en la lengua. Al moverse, tuvo que soltarle la mano, y cuando volvió a sentarse, le pareció demasiado atrevido asirla de nuevo. La sensación de cercanía que parecía crecer entre ellos, desapareció al perderse el contacto físico, se derritió como el hielo. Deseó que Matías regresara, pero al mediodía, todavía continuaba ausente. Llevaron una bandeja con el almuerzo de Pedro, mas él dijo que el solo hecho de pensar en alimentos le revolvía el estómago. La comida parecía apetitosa, y al comentarlo, él sugirió que ella la ingiriera. Tenía mucha hambre, ya que desayunó muy poco por la preocupación. Pedro no tuvo que insistir demasiado para que accediera. Además, era algo en que ocuparse. Con gusto observó que mientras ella comía, él volvió a dormirse.
Matías asomó la cabeza por la puerta un poco después.
—¿Todavía duerme? —preguntó. Su cabeza desapareció, y en su lugar, Paula vió el arreglo de claveles más grande que admirara en su vida. El arreglo floral tenía claveles de colores rosa, rojo y blanco, y hojas verdes. Eso no fue todo, pues también llevó un cesto lleno de delicadas orquídeas, y un ramo de gladiolas amarillas y naranja—. No pude encontrar flores azules. El color violeta de las orquídeas fue lo más cercano al azul que encontré.
—Oh, Matías... Están preciosas —aseguró con entusiasmo, y le dió un beso en la mejilla.
—¡No hagas eso! ¡Guarda los besos para Pedro!
Paula se ruborizó.
—¡Matías! Ssh... Pedro podría escucharte.
—¿Y? Le haría bien saber que lo amas —manifestó Matías.
—No, Matías, no —murmuró Paula—. Por favor, no se lo digas. ¿Promete que no lo harás!
—¿Eres tú, Mati?—preguntó Pedro al despertar.
Paula dirigió una mirada suplicante a Matías, quien asintió con pesar, antes de responderle a Pedro. Ella dejó escapar un suspiro de alivio. A pesar de haber fantaseado al pensar que sería más atrevida con Hugh y que tendría una actitud más liberada, comprendió que no estaba en ella actuar de esa manera. Aquel momento en la playa fue una situación inusual, una tentación espontánea que no pudo resistir. A la luz del día, sabía que tenía demasiado orgullo para arrojarse a los pies de Pedro y también mucho sentido común. Aunque él cambiara de opinión y tuviera una aventura con ella, eso no duraría, no podría durar, a no ser que él la amara.
Al regreso de Matías, charlaron sobre lo que harían cuando Pedro saliera del hospital. Todos actuaban con relativa normalidad, pero a intervalos regulares, se hacía un silencio, el cual indicaba sus tensiones.
Una Esperanza: Capítulo 26
Paula tenía migraña, y conocía el motivo... la tensión. No obstante, el conocer la causa no facilitaba soportar la visión borrosa o las palpitaciones que sentía en la cabeza. Por enésima vez, se levantó de la silla y caminó por la habitación del hospital.
—Paula, siéntate, por favor —gimió Matías.
—No puedo —no dejó de caminar—. Estoy muy preocupada —sintió ganas de vomitar y corrió hacia el baño, adjunto a la habitación privada de Pedro. Al regresar, se sentó. Tenía el rostro pálido, pero se sentía un poco mejor.
—Hablas en serio, ¿No es así? —preguntó Matías—. ¿Puedo traerte algo?
—No, nada. Yo... ya me siento mejor —sonrió un poco.
—Creo que no debí pedirte que me acompañaras aquí hoy —comentó Matías—. No es justo para ti, dadas las circunstancias.
—¿Dadas las circunstancias?
Matías le dirigió una mirada de afecto.
—¿Piensas que yo también estoy ciego, jovencita? Sé que estás enamorada de Pedro, y sé que ese tonto te trata como si fueras una niña —Matías se sentó en el borde de la cama vacía, tomó la mano de Paula y le dió golpecitos—. No te preocupes, ya no pensará más que eres una niña.
La actividad que se escuchó en el corredor, hizo que Paula y Matías se pusieran de pie. Un hombre uniformado de azul empujaba una camilla con ruedas, acompañado de una enfermera. Pedro, con los ojos vendados, iba acostado en la camilla, muy quieto y con el rostro cenizo, bajo una montaña de mantas.
—¿Por qué le pusieron todas esas mantas? —preguntó Paula a Matías con voz preocupada.
La enfermera escuchó y respondió, mientras ayudaba al enfermero a colocar a Pedro en la cama.
—Volvió en sí temblando en la sala de recuperación. Algunas personas reaccionan de esa manera a la anestesia. La temperatura del cuerpo desciende.
Paula se meció sobre sus pies y Matías la detuvo.
—¿Eso es peligroso? —preguntó Matías.
Sentó a Paula en la silla.
—Por lo general, no —respondió la enfermera y sonrió—. Por supuesto, no los dejamos así, por eso usamos las mantas. Como pueden ver, una vez que se sintió confortable, volvió a dormir. Gracias, Walter—le dijo al hombre que se alejaba con la camilla.
—¿La operación salió bien? —preguntó Paula, cuando encontró la voz para hablar.
—Sí, hasta donde yo sé —murmuró la enfermera, mientras tomaba la presión a Pedro.
—¿Cuándo podemos hablar con el médico? —quiso saber Matías.
—Estará en el quirófano unas horas más —informó la enfermera—. Tal vez no lo vean hasta que venga esta tarde, para quitarle las vendas.
—¿Tan pronto? —preguntó Paula sorprendida.
—Oh, sí. En este tipo de operación, la recuperación de la vista es instantánea. Una vez que reemplazaron el líquido dañado con la solución sintética, el paciente debe poder ver.
Paula pensó que la palabra crucial era "debe", y se puso nerviosa. La enfermera anotó algo en el expediente de Hugh, al pie de la cama, y levantó la mirada antes de añadir:
—Tengo que irme. Pueden quedarse todo el tiempo que quieran. Si necesitan una enfermera, toquen el timbre —levantó las almohadas de Pedro para mostrarles el timbre. Fue hacia la puerta. Se volvió un poco antes de salir—. Dejé un recipiente en la mesita de noche, en caso de que el señor Alfonso no se sienta bien al despertar. Si necesitan ayuda, llamen.
Por unos momentos, Matías y Paula observaron el cuerpo inconsciente de Pedro. Parecía muy vulnerable acostado entre sábanas antisépticas. Su piel bronceada adquirió un color enfermizo.
—¡Oh, Dios, permítele volver a ver! —oró Paula.
Cuando Matías respondió, comprendió que habló en voz alta.
—Amén —completó Matías—¿Puedes quedarte un momento con Pedro, Paula?
—Sí, por supuesto —nadie podría alejarla de su lado.
—Pensé en ir a conseguir algunas flores —explicó Matías, con las mejillas sonrojadas—. Sé que suena un poco extraño, pero quiero que Pedro vea algo brillante y hermoso cuando le quiten las vendas, y no sólo paredes blancas y suelos pulidos.
A Paula le pareció conmovedor el gesto. Ese hombre áspero quería a su amigo con un amor que lo urgía a hacer algo que normalmente le resultaría embarazoso.
—Creo que es una idea maravillosa —indicó Paula con afecto—. Quisiera que se me hubiera ocurrido primero —en silencio añadió que deseaba compartir la fe de Matías en la operación.
—¿Pedro... no pensará que es... una tontería?
—¡Oh, no, Matías! Él lo apreciará, estoy segura.
Una vez que Matías se fue, Paula acercó la silla a la cama, y acarició los mechones de cabello húmedo, y los apartó de la frente de Pedro. Sudaba mucho. ¿No sentiría mucho calor? Observó las numerosas mantas y se preguntó si debería llamar a una enfermera. El sentido común le indicó que no le haría mal si le quitaba sólo una. Lo hizo.
—Sed —murmuró Pedro y se movió.
—Paula, siéntate, por favor —gimió Matías.
—No puedo —no dejó de caminar—. Estoy muy preocupada —sintió ganas de vomitar y corrió hacia el baño, adjunto a la habitación privada de Pedro. Al regresar, se sentó. Tenía el rostro pálido, pero se sentía un poco mejor.
—Hablas en serio, ¿No es así? —preguntó Matías—. ¿Puedo traerte algo?
—No, nada. Yo... ya me siento mejor —sonrió un poco.
—Creo que no debí pedirte que me acompañaras aquí hoy —comentó Matías—. No es justo para ti, dadas las circunstancias.
—¿Dadas las circunstancias?
Matías le dirigió una mirada de afecto.
—¿Piensas que yo también estoy ciego, jovencita? Sé que estás enamorada de Pedro, y sé que ese tonto te trata como si fueras una niña —Matías se sentó en el borde de la cama vacía, tomó la mano de Paula y le dió golpecitos—. No te preocupes, ya no pensará más que eres una niña.
La actividad que se escuchó en el corredor, hizo que Paula y Matías se pusieran de pie. Un hombre uniformado de azul empujaba una camilla con ruedas, acompañado de una enfermera. Pedro, con los ojos vendados, iba acostado en la camilla, muy quieto y con el rostro cenizo, bajo una montaña de mantas.
—¿Por qué le pusieron todas esas mantas? —preguntó Paula a Matías con voz preocupada.
La enfermera escuchó y respondió, mientras ayudaba al enfermero a colocar a Pedro en la cama.
—Volvió en sí temblando en la sala de recuperación. Algunas personas reaccionan de esa manera a la anestesia. La temperatura del cuerpo desciende.
Paula se meció sobre sus pies y Matías la detuvo.
—¿Eso es peligroso? —preguntó Matías.
Sentó a Paula en la silla.
—Por lo general, no —respondió la enfermera y sonrió—. Por supuesto, no los dejamos así, por eso usamos las mantas. Como pueden ver, una vez que se sintió confortable, volvió a dormir. Gracias, Walter—le dijo al hombre que se alejaba con la camilla.
—¿La operación salió bien? —preguntó Paula, cuando encontró la voz para hablar.
—Sí, hasta donde yo sé —murmuró la enfermera, mientras tomaba la presión a Pedro.
—¿Cuándo podemos hablar con el médico? —quiso saber Matías.
—Estará en el quirófano unas horas más —informó la enfermera—. Tal vez no lo vean hasta que venga esta tarde, para quitarle las vendas.
—¿Tan pronto? —preguntó Paula sorprendida.
—Oh, sí. En este tipo de operación, la recuperación de la vista es instantánea. Una vez que reemplazaron el líquido dañado con la solución sintética, el paciente debe poder ver.
Paula pensó que la palabra crucial era "debe", y se puso nerviosa. La enfermera anotó algo en el expediente de Hugh, al pie de la cama, y levantó la mirada antes de añadir:
—Tengo que irme. Pueden quedarse todo el tiempo que quieran. Si necesitan una enfermera, toquen el timbre —levantó las almohadas de Pedro para mostrarles el timbre. Fue hacia la puerta. Se volvió un poco antes de salir—. Dejé un recipiente en la mesita de noche, en caso de que el señor Alfonso no se sienta bien al despertar. Si necesitan ayuda, llamen.
Por unos momentos, Matías y Paula observaron el cuerpo inconsciente de Pedro. Parecía muy vulnerable acostado entre sábanas antisépticas. Su piel bronceada adquirió un color enfermizo.
—¡Oh, Dios, permítele volver a ver! —oró Paula.
Cuando Matías respondió, comprendió que habló en voz alta.
—Amén —completó Matías—¿Puedes quedarte un momento con Pedro, Paula?
—Sí, por supuesto —nadie podría alejarla de su lado.
—Pensé en ir a conseguir algunas flores —explicó Matías, con las mejillas sonrojadas—. Sé que suena un poco extraño, pero quiero que Pedro vea algo brillante y hermoso cuando le quiten las vendas, y no sólo paredes blancas y suelos pulidos.
A Paula le pareció conmovedor el gesto. Ese hombre áspero quería a su amigo con un amor que lo urgía a hacer algo que normalmente le resultaría embarazoso.
—Creo que es una idea maravillosa —indicó Paula con afecto—. Quisiera que se me hubiera ocurrido primero —en silencio añadió que deseaba compartir la fe de Matías en la operación.
—¿Pedro... no pensará que es... una tontería?
—¡Oh, no, Matías! Él lo apreciará, estoy segura.
Una vez que Matías se fue, Paula acercó la silla a la cama, y acarició los mechones de cabello húmedo, y los apartó de la frente de Pedro. Sudaba mucho. ¿No sentiría mucho calor? Observó las numerosas mantas y se preguntó si debería llamar a una enfermera. El sentido común le indicó que no le haría mal si le quitaba sólo una. Lo hizo.
—Sed —murmuró Pedro y se movió.
Una Esperanza: Capítulo 25
Matías comentó a Paula que la mayoría de las llamadas amistades de Pedro se alejaron al quedar él ciego. Pablo le prestó su casa en la playa, pero después de todo, sólo era un socio en los negocios. Por lo tanto, si ella lo abandonaba, se sentiría culpable; no obstante, al permanecer cerca de él sufría constantemente.
Regresó a la cocina, lavó la taza y la dejó escurrir en el fregadero, después salió a la terraza posterior. Permaneció de pie un momento y parpadeó bajo el fuerte brillo del sol. Cuando sus ojos se acostumbraron a la claridad, dejó correr la mirada por el enorme jardín, muy diferente al pequeño patio de la casa de su tío. Casi podía imaginar un partido de cricket sobre el extenso prado. Se sentó en los escalones, a la sombra del alero. Era una casa hermosa, adecuada para que vivieran allí muchos niños. Siempre deseó tener muchos hijos, a pesar de también querer seguir una carrera. De alguna manera, siempre pensó que podría atender las dos cosas. La embargó la desdicha ya que no creía posible volverse a enamorar, después de Pedro… Sopló la brisa y agitó su cabello. Levantó la mirada hacia las nubes negras que se juntaban en el horizonte. El cambio de clima anunciado para esa tarde parecía adelantarse. Notó la ropa lavada que colgaba en el tendedero, se puso de pie y la descolgó. La colocó en el carrito que estaba junto. De pronto escuchó que él le gritaba.
—¡Paula! ¿En dónde estás?
Se volvió al escuchar la voz de Pedro, quien salió a la terraza posterior y apoyaba una mano en un poste, mientras con la otra sostenía una toalla alrededor de la cintura. Parecía más guapo recién afeitado y duchado. Su rostro bronceado brillaba con las gotas del agua.
—Estoy aquí, Pedro. Descuelgo la ropa del tendedero.
—No encuentro mis pantaloncillos. ¿Los recogiste? Anoche quedaron en el suelo, junto a mi cama.
—Puedo imaginarlo —murmuró Paula entre dientes—. Parece que Matías los metió en la lavadora —habló más fuerte—. Te los llevaré, ya casi están secos.
Cuando se detuvo en el primer escalón y le entregó los pantaloncillos de color brillante, él parecía mirarla.
—Escuché el primer comentario —informó Pedro con voz cortante—. ¡Sabrás que puse los pantaloncillos allí para saber con exactitud dónde estaban! ¿Piensas que me gusta estar así, dependiendo de los demás para que me hagan las cosas? ¡Lo odio!
Antes de responder, Paula contó hasta el diez.
—Lo comprendo —habló con calma—. Mañana ya no tendrás que preocuparte por eso.
—Tal vez —murmuró él—. Tal vez...
La duda que escuchó en su voz, conmovió el corazón de Paula; sin embargo, habló con firmeza.
—Tienes qué ser positivo, Pedro. Los médicos tienen confianza, ¿No es asi?
—¿Acaso no siempre la tienen?
Paula pensó en su madre y recordó que los médicos le dijeron que no era probable que el tumor de su seno fuera canceroso, pero... ¿Y si lo hubiera sido? ¿No serían culpables por darle falsas esperanzas? Sabía que no le haría ningún bien a Pedro si le comentaba lo anterior.
—¿Preferirías que fueran negativos? —inquirió Paula—. No lo creo. Además, estoy bastante segura de que los médicos no dirían que tu operación tiene casi el cien por ciento de posibilidades de ser un éxito si no las tuviera. Es importante que te presentes a esa operación con una actitud optimista. La mente es poderosa, puede hacer que uno se sienta enfermo cuando no hay motivo físico para estarlo. En una ocasión tuvimos un perro, y le quitaron las amígdalas. Al día siguiente estaba bien, simplemente, porque no sabía que podría ser de otra manera. Si entras en la sala de operaciones pensando que no será un éxito, es probable que entonces no lo sea.
Al terminar el sermón, Pedro no habló por un momento, después sacudió la cabeza.
—Será mejor que tengas cuidado, Paula. Si continúas hablando con tanta sensatez, podría olvidar lo joven que eres —se volvió y entró en la casa.
Paula sintió de pronto la boca seca, y observó cómo se alejaba. No estuvo segura si sintió alivio al escuchar la voz de Harry, quien los llamó desde el frente de la casa. Las palabras y el tono de voz de Hugh llevaban una amenaza íntima que le puso la piel de gallina. Fue en busca del cesto de la ropa limpia y lo llevó al interior de la casa, decidida a distraer planchando su mente y su cuerpo. No podía dejar de pensar en lo que podría suceder si volvían a quedarse a solas, en particular, después que Pedro recuperara la vista. No era una chica vana, mas sí honesta, y sabía que los hombres la encontraban sexualmente atractiva. Si él estaba tan frustrado como decía, ¿Una vez más podría resistir lo que ella quisiera ofrecerle? Lo dudaba. Ese pensamiento no ayudó mucho a su tranquilidad mental, o a su resolución anterior de permitir que él se alejara.
—Tienes el ceño fruncido, jovencita —comentó Matías, al llegar, mientras Paula preparaba todo para planchar.
—Pensaba en el día de mañana —murmuró, agradecida porque Pedro se retiró a su habitación. Antes de responder, Matías suspiró.
—Hablando de mañana...
Regresó a la cocina, lavó la taza y la dejó escurrir en el fregadero, después salió a la terraza posterior. Permaneció de pie un momento y parpadeó bajo el fuerte brillo del sol. Cuando sus ojos se acostumbraron a la claridad, dejó correr la mirada por el enorme jardín, muy diferente al pequeño patio de la casa de su tío. Casi podía imaginar un partido de cricket sobre el extenso prado. Se sentó en los escalones, a la sombra del alero. Era una casa hermosa, adecuada para que vivieran allí muchos niños. Siempre deseó tener muchos hijos, a pesar de también querer seguir una carrera. De alguna manera, siempre pensó que podría atender las dos cosas. La embargó la desdicha ya que no creía posible volverse a enamorar, después de Pedro… Sopló la brisa y agitó su cabello. Levantó la mirada hacia las nubes negras que se juntaban en el horizonte. El cambio de clima anunciado para esa tarde parecía adelantarse. Notó la ropa lavada que colgaba en el tendedero, se puso de pie y la descolgó. La colocó en el carrito que estaba junto. De pronto escuchó que él le gritaba.
—¡Paula! ¿En dónde estás?
Se volvió al escuchar la voz de Pedro, quien salió a la terraza posterior y apoyaba una mano en un poste, mientras con la otra sostenía una toalla alrededor de la cintura. Parecía más guapo recién afeitado y duchado. Su rostro bronceado brillaba con las gotas del agua.
—Estoy aquí, Pedro. Descuelgo la ropa del tendedero.
—No encuentro mis pantaloncillos. ¿Los recogiste? Anoche quedaron en el suelo, junto a mi cama.
—Puedo imaginarlo —murmuró Paula entre dientes—. Parece que Matías los metió en la lavadora —habló más fuerte—. Te los llevaré, ya casi están secos.
Cuando se detuvo en el primer escalón y le entregó los pantaloncillos de color brillante, él parecía mirarla.
—Escuché el primer comentario —informó Pedro con voz cortante—. ¡Sabrás que puse los pantaloncillos allí para saber con exactitud dónde estaban! ¿Piensas que me gusta estar así, dependiendo de los demás para que me hagan las cosas? ¡Lo odio!
Antes de responder, Paula contó hasta el diez.
—Lo comprendo —habló con calma—. Mañana ya no tendrás que preocuparte por eso.
—Tal vez —murmuró él—. Tal vez...
La duda que escuchó en su voz, conmovió el corazón de Paula; sin embargo, habló con firmeza.
—Tienes qué ser positivo, Pedro. Los médicos tienen confianza, ¿No es asi?
—¿Acaso no siempre la tienen?
Paula pensó en su madre y recordó que los médicos le dijeron que no era probable que el tumor de su seno fuera canceroso, pero... ¿Y si lo hubiera sido? ¿No serían culpables por darle falsas esperanzas? Sabía que no le haría ningún bien a Pedro si le comentaba lo anterior.
—¿Preferirías que fueran negativos? —inquirió Paula—. No lo creo. Además, estoy bastante segura de que los médicos no dirían que tu operación tiene casi el cien por ciento de posibilidades de ser un éxito si no las tuviera. Es importante que te presentes a esa operación con una actitud optimista. La mente es poderosa, puede hacer que uno se sienta enfermo cuando no hay motivo físico para estarlo. En una ocasión tuvimos un perro, y le quitaron las amígdalas. Al día siguiente estaba bien, simplemente, porque no sabía que podría ser de otra manera. Si entras en la sala de operaciones pensando que no será un éxito, es probable que entonces no lo sea.
Al terminar el sermón, Pedro no habló por un momento, después sacudió la cabeza.
—Será mejor que tengas cuidado, Paula. Si continúas hablando con tanta sensatez, podría olvidar lo joven que eres —se volvió y entró en la casa.
Paula sintió de pronto la boca seca, y observó cómo se alejaba. No estuvo segura si sintió alivio al escuchar la voz de Harry, quien los llamó desde el frente de la casa. Las palabras y el tono de voz de Hugh llevaban una amenaza íntima que le puso la piel de gallina. Fue en busca del cesto de la ropa limpia y lo llevó al interior de la casa, decidida a distraer planchando su mente y su cuerpo. No podía dejar de pensar en lo que podría suceder si volvían a quedarse a solas, en particular, después que Pedro recuperara la vista. No era una chica vana, mas sí honesta, y sabía que los hombres la encontraban sexualmente atractiva. Si él estaba tan frustrado como decía, ¿Una vez más podría resistir lo que ella quisiera ofrecerle? Lo dudaba. Ese pensamiento no ayudó mucho a su tranquilidad mental, o a su resolución anterior de permitir que él se alejara.
—Tienes el ceño fruncido, jovencita —comentó Matías, al llegar, mientras Paula preparaba todo para planchar.
—Pensaba en el día de mañana —murmuró, agradecida porque Pedro se retiró a su habitación. Antes de responder, Matías suspiró.
—Hablando de mañana...
jueves, 27 de julio de 2017
Una Esperanza: Capítulo 24
Resultaba obvio que una de esas habitaciones era el estudio de Pedro, pues observó varios pedazos de mármol, grandes y pequeños, ásperos y lisos, de diferentes colores. La habitación estaba llena de ellos, y sólo la mesa de trabajo quedaba libre de su presencia. Encima de la mesa vio desde herramientas hasta libros, así como periódicos viejos y tazas vacías. Arqueó las cejas y continuó su camino. La siguiente habitación, a la derecha, era un dormitorio, mas al verla vacía y arreglada, decidió que sería la de Matías. Sólo quedaba una puerta. La abrió lo suficiente para ver hacía el interior. Pedro se encontraba acostado en la enorme cama y.... ¡Oh, no! ¡Una vez más, estaba desnudo! Por fortuna, estaba acostado boca abajo, y aunque su espalda bronceada resultaba atrayente, no turbaba tanto como otras partes de su anatomía. Paula se acercó y asió con más fuerza la taza, al tiempo que se decía que debería mantenerse fría, ya que sólo era carne y sangre. Sí, la carne de él y la sangre de ella, que palpitaba con fuerza en su cabeza. Con dedos temblorosos, colocó la taza en la mesita de noche, junto a los anteojos. Con mucho cuidado, tiró de la sábana que estaba debajo de los pies, y cubrió su cuerpo; en seguida, le tocó el hombro. Al mismo tiempo murmuró:
—Pedro.... —él se volvió hacia un lado, y la sábana se enrolló apretada a su alrededor, delineando su cuerpo. Paula apartó la mirada y la fijó en su rostro. Notó sombras alrededor de los ojos cerrados. Tenía el cabello despeinado y una apariencia muy sensual—. Pedro—lo llamó con voz más fuerte y su mano no fue tan gentil. ¿Estaba enfadada consigo misma o con él?
—¿Qué? —despertó de un salto y se sentó.
—Está bien, Pedro. Soy Paula.
—¿Paula? —pasó los dedos por el cabello, mientras con la otra mano asía con fuerza la sábana—. ¿Qué haces aquí a esta hora?
—Ya dieron las once —informó con voz demasiado temblorosa— . Matías dijo que ya era hora de que te levantaras.
—¿Las once? —repitió Pedro y movió los ojos hacia la puerta abierta—. ¿En dónde está Matías?
—Fue a comprarte un pijama. Tienes que usarlo en el hospital. No puedes dormir desnudo —movió la cabeza hacia ella—. No te preocupes, estabas decente cuando entré —el suspiro de alivio de Pedro la irritó. ¿Qué creía que haría ella? ¿Tomar ventaja injusta de él? Quizá pensó que con deliberación entró en su dormitorio, para agasajar sus ojos con su cuerpo—. ¡Cuidado! —exclamó, al ver que extendía la mano para buscar sus anteojos, y casi vuelca la taza—. Estuviste a punto de derramar el café que te traje —le entregó los anteojos y después la taza.
Se hizo un silencio, mientras Pedro bebía el café. Paula tenía la extraña sensación de que la observaba por encima del borde de la taza, aunque sabía que no podía verla. Agitada, empezó a recorrer la habitación con la mirada, y admiró los muebles antiguos. Antes de hacer el comentario, volvió la cabeza hacia él.
—Me gustan tus muebles —dijo por decir algo—. ¿Qué madera es?
—Nogal. Pertenecieron a mi abuela, después fueron de mi madre, y ahora míos.
—También me gusta tu casa. Tiene carácter —le aseguró Paula, y pensó que él también lo tenía.
¿Qué otro hombre se hubiera detenido la otra noche en la playa, en particular, si estaba tan frustrado como Pedro admitió estar? A la mayoría no le importaría su virtud o las consecuencias. Pablo detuvo la posible aventura, sólo porque ella no tenía la suficiente experiencia para él.
—Estuvo sabroso, Paula—indicó Pedro y le entregó la taza vacía.
Paula la tomó con las dos manos, y sus dedos se cerraron sobre los de él. Una descarga eléctrica recorrió su brazo, pero Pedro fue quien apartó la mano. Todavía sostenía con firmeza la sábana en su lugar, al girar para sentarse en un lado de la cama. Ella le observó la espalda y notó tensos los músculos de los hombros. Sintió calor en la piel al reconocer el motivo de la tensión, y lo que la causó... su toque suave y femenino. No obstante, no encontró alegría en ese descubrimiento. Pedro fue muy sincero respecto a sus frustraciones físicas. Deseaba una mujer, cualquier mujer, lo admitió en la playa. Tal vez el roce inadvertido de la piel de ella contra la suya despertó recuerdos de lo que hicieron juntos en la playa, y de lo que le faltaba a su cuerpo. No sería humano, o el hombre que era, si tales cosas no lo afectaran.
Pedro volvió a hablar sin volverse.
—Si no te importa salir un momento, me gustaría darme una ducha.
Una ducha fría, sin duda. Paula ansiaba alejarse, pues su cuerpo respondía a sus pensamientos. Tampoco podía olvidar lo sucedido entre ellos, lo que Pedro le hizo sentir antes de apartarse.
—Siempre que puedas arreglártelas —murmuró ella con voz temblorosa, y fue hacia la puerta.
—La necesidad es la madre de la inventativa —aseguró Pedro—. Sé donde está cada mosaico, toalla y grifo en el baño. Pasé semanas sin hacer otra cosa que ir de aquí para allá, y de regreso.
Paula salió y cerró la puerta, pura no escuchar el mal humor de él. Respiró profundo. Era difícil no enfadarse, consigo misma y con Pedro. Comprendía su irritación, mas eso no ayudaba a soportarla. Un momento antes, deseó decirle que se fuera al diablo, junto con su mal humor. Esa no sería la manera de comportarse de una amiga... y él necesitaba amigos con desesperación, gente en la que pudiera confiar en ese momento de prueba, en particular, después de su experiencia con Virginia.
—Pedro.... —él se volvió hacia un lado, y la sábana se enrolló apretada a su alrededor, delineando su cuerpo. Paula apartó la mirada y la fijó en su rostro. Notó sombras alrededor de los ojos cerrados. Tenía el cabello despeinado y una apariencia muy sensual—. Pedro—lo llamó con voz más fuerte y su mano no fue tan gentil. ¿Estaba enfadada consigo misma o con él?
—¿Qué? —despertó de un salto y se sentó.
—Está bien, Pedro. Soy Paula.
—¿Paula? —pasó los dedos por el cabello, mientras con la otra mano asía con fuerza la sábana—. ¿Qué haces aquí a esta hora?
—Ya dieron las once —informó con voz demasiado temblorosa— . Matías dijo que ya era hora de que te levantaras.
—¿Las once? —repitió Pedro y movió los ojos hacia la puerta abierta—. ¿En dónde está Matías?
—Fue a comprarte un pijama. Tienes que usarlo en el hospital. No puedes dormir desnudo —movió la cabeza hacia ella—. No te preocupes, estabas decente cuando entré —el suspiro de alivio de Pedro la irritó. ¿Qué creía que haría ella? ¿Tomar ventaja injusta de él? Quizá pensó que con deliberación entró en su dormitorio, para agasajar sus ojos con su cuerpo—. ¡Cuidado! —exclamó, al ver que extendía la mano para buscar sus anteojos, y casi vuelca la taza—. Estuviste a punto de derramar el café que te traje —le entregó los anteojos y después la taza.
Se hizo un silencio, mientras Pedro bebía el café. Paula tenía la extraña sensación de que la observaba por encima del borde de la taza, aunque sabía que no podía verla. Agitada, empezó a recorrer la habitación con la mirada, y admiró los muebles antiguos. Antes de hacer el comentario, volvió la cabeza hacia él.
—Me gustan tus muebles —dijo por decir algo—. ¿Qué madera es?
—Nogal. Pertenecieron a mi abuela, después fueron de mi madre, y ahora míos.
—También me gusta tu casa. Tiene carácter —le aseguró Paula, y pensó que él también lo tenía.
¿Qué otro hombre se hubiera detenido la otra noche en la playa, en particular, si estaba tan frustrado como Pedro admitió estar? A la mayoría no le importaría su virtud o las consecuencias. Pablo detuvo la posible aventura, sólo porque ella no tenía la suficiente experiencia para él.
—Estuvo sabroso, Paula—indicó Pedro y le entregó la taza vacía.
Paula la tomó con las dos manos, y sus dedos se cerraron sobre los de él. Una descarga eléctrica recorrió su brazo, pero Pedro fue quien apartó la mano. Todavía sostenía con firmeza la sábana en su lugar, al girar para sentarse en un lado de la cama. Ella le observó la espalda y notó tensos los músculos de los hombros. Sintió calor en la piel al reconocer el motivo de la tensión, y lo que la causó... su toque suave y femenino. No obstante, no encontró alegría en ese descubrimiento. Pedro fue muy sincero respecto a sus frustraciones físicas. Deseaba una mujer, cualquier mujer, lo admitió en la playa. Tal vez el roce inadvertido de la piel de ella contra la suya despertó recuerdos de lo que hicieron juntos en la playa, y de lo que le faltaba a su cuerpo. No sería humano, o el hombre que era, si tales cosas no lo afectaran.
Pedro volvió a hablar sin volverse.
—Si no te importa salir un momento, me gustaría darme una ducha.
Una ducha fría, sin duda. Paula ansiaba alejarse, pues su cuerpo respondía a sus pensamientos. Tampoco podía olvidar lo sucedido entre ellos, lo que Pedro le hizo sentir antes de apartarse.
—Siempre que puedas arreglártelas —murmuró ella con voz temblorosa, y fue hacia la puerta.
—La necesidad es la madre de la inventativa —aseguró Pedro—. Sé donde está cada mosaico, toalla y grifo en el baño. Pasé semanas sin hacer otra cosa que ir de aquí para allá, y de regreso.
Paula salió y cerró la puerta, pura no escuchar el mal humor de él. Respiró profundo. Era difícil no enfadarse, consigo misma y con Pedro. Comprendía su irritación, mas eso no ayudaba a soportarla. Un momento antes, deseó decirle que se fuera al diablo, junto con su mal humor. Esa no sería la manera de comportarse de una amiga... y él necesitaba amigos con desesperación, gente en la que pudiera confiar en ese momento de prueba, en particular, después de su experiencia con Virginia.
Una Esperanza: Capítulo 23
—Lo sé —indicó su tío—. Tengo un par de libros narrados en cintas, en algún sitio de mi escritorio. Podrías llevárselas a Pedro mañana por la mañana. No tienes que regresar a la universidad hasta la próxima semana. ¿Dónde dijiste que vive? Mosman... No es un buen sitio para ir en transporte público. Te prestaré otra vez el coche.
Paula conducía el Datsun Bluebird por el carril izquierdo, para no quedar atrapada entre los coches que giraban a la derecha en la siguiente intersección. El semáforo tenía la luz verde, por lo que continuó su camino. Tenía la guía de calles abierta, sobres el asiento del pasajero, en caso de perderse, pero el camino hacia la casa de Pedro quedó grabado en su mente, después de observar durante una hora el mapa, la noche anterior. Avanzaba despacio y con facilidad localizó la calle de él a la derecha, y la tomó. Arboles grandes y viejos daban sombra a los senderos y notó que la mayoría de las casas, a pesar de estar en buen estado, eran tan viejas como los árboles. Mosman no era un suburbio nuevo, y desde hacía varias décadas se encontraba en Port Jackson. Las casas eran pasadas de generación en generación.
Durante una de las charlas en la playa, Pedro comentó que la herencia de sus padres le proporcionó la casa familiar, así como suficientes inversiones que le permitían una entrada modesta de dinero. Los nervios la dominaron cuando al fin vió el número veintidós. La casa tenía un alto muro de ladrillo blanco, que la ocultaba por completo. Lo único que pudo ver, al estacionar el coche junto a la acera, fueron las copas de varios árboles y el tejado. Una reja de hierro, angosta, se encontraba en el centro de la pared. Llamó la noche anterior para avisarle que iría, y el motivo de su visita. Respondió Matías y pareció alegrarse al escucharla.
—Maravilloso —comentó Matías—. Puedes quedarte con él mientras voy de compras. Pedro necesita pijamas, y un cepillo de dientes nuevo, para su estancia en el hospital.
Paula bajó del coche y fue hacia la reja. Tocó el timbre tres veces, y a medida que transcurrieron los segundos, se inquietó. Era un día caluroso y húmedo, por lo que sacó su blusa multicolor de la cintura del pantalón, para permitir que el aire entrara hasta su piel pegajosa. La aparición repentina de la cabeza calva de Matías, junto a los barrotes, estuvo a punto de causarle un ataque cardíaco.
—Hola —la saludó. Abrió la reja. Vestía pantalón corto azul marino y camiseta. Su rostro duro se suavizó con la sonrisa de bienvenida—. Hace calor —secó el sudor de su frente con un pañuelo—. Durante toda la mañana podé el césped, e intenté poner orden en el lugar.
Paula observó el enorme jardín al ir hacia la casa, y notó el césped recién cortado. Matías atendía con meticulosidad todos los detalles, tanto en la casa de la playa como allí. Comprendió que sin duda estuvo trabajando desde que regresaron el día anterior.
—Todo está muy bien, Matías—opinó Paula, y observó la vieja casa de un piso y ladrillo blanco. Al frente tenía una terraza, con ventanas a cada lado de la atractiva puerta principal. Esos cristales de color rara vez se veían en esos días, sin mencionar la elegante aldaba de metal—. ¿Dónde está Pedro?
—¿Puedes creer que todavía duerme? —Matías abrió la puerta.
A la vista quedó un gran vestíbulo con techo alto.
—¿A las once? —preguntó Paula.
Matías suspiró y sacudió la cabeza.
—Anoche no durmió bien —explicó—. A las tres, todavía lo escuché caminar de un lado al otro, por lo que cuando al fin se durmió, no quise despertarlo. No obstante, tendrá que levantarse pronto. La admisión en el hospital es esta tarde, entre las dos y las tres.
—Comprendo —murmuró Paula. Sintió un nudo en el estómago al pensar lo que enfrentaría Pedro—. Llévame a la cocina, Matías. Lo despertaré con café, mientras vas a hacer esas compras.
—Eres una salvavidas, jovencita. ¡Una verdadera salvavidas!
Siguió a Matías. A pesar de la calidad de la casa, notó con sorpresa que las paredes necesitaban pintura, y que el pasillo de alfombra vio mejores días. Aceptó que era típico en Pedro no pensar en gastar dinero en el mantenimiento de su casa. ¡Tenía otras prioridades, tales como grandes bloques de mármol! Varias puertas cerradas bloqueaban la vista de las habitaciones, a cada lado del pasillo. Llegaron a la enorme y anticuada cocina. No se sorprendió al ver que estaba muy limpia, puesto que Matías se encontraba a cargo. Sospechaba que Pedro sería un soltero muy desordenado, si no tenía quién lo atendiera.
—¿Dónde guardas el café? —inquirió.
Dejó su bolso en la mesa, y se acercó al trastero.
Matías abrió uno de los gabinetes alineados junto a la pared.
—Y aquí está la loza —indicó, al abrir otra puerta.
—Gracias, ya puedes irte. Me las arreglaré.
—No prestes atención si Pedro está de malhumor —sugirió.
—No.
Matías la miró con agradecimiento y se fue. Sonrió, mientras llenaba la vieja jarra con agua. Pensó que mientras más malhumorado estuviera Pedro, mejor, puesto que le resultaría difícil sentir ternura y amor hacia un cascarrabias. Diez minutos después, con una taza de humeante café en las manos, caminó por el pasillo, en busca de la habitación de él. Su corazón latió con rapidez al pensar que invadiría un dominio íntimo. A medida que abría las puertas y no lo encontraba, su intranquilidad aumentaba.
Paula conducía el Datsun Bluebird por el carril izquierdo, para no quedar atrapada entre los coches que giraban a la derecha en la siguiente intersección. El semáforo tenía la luz verde, por lo que continuó su camino. Tenía la guía de calles abierta, sobres el asiento del pasajero, en caso de perderse, pero el camino hacia la casa de Pedro quedó grabado en su mente, después de observar durante una hora el mapa, la noche anterior. Avanzaba despacio y con facilidad localizó la calle de él a la derecha, y la tomó. Arboles grandes y viejos daban sombra a los senderos y notó que la mayoría de las casas, a pesar de estar en buen estado, eran tan viejas como los árboles. Mosman no era un suburbio nuevo, y desde hacía varias décadas se encontraba en Port Jackson. Las casas eran pasadas de generación en generación.
Durante una de las charlas en la playa, Pedro comentó que la herencia de sus padres le proporcionó la casa familiar, así como suficientes inversiones que le permitían una entrada modesta de dinero. Los nervios la dominaron cuando al fin vió el número veintidós. La casa tenía un alto muro de ladrillo blanco, que la ocultaba por completo. Lo único que pudo ver, al estacionar el coche junto a la acera, fueron las copas de varios árboles y el tejado. Una reja de hierro, angosta, se encontraba en el centro de la pared. Llamó la noche anterior para avisarle que iría, y el motivo de su visita. Respondió Matías y pareció alegrarse al escucharla.
—Maravilloso —comentó Matías—. Puedes quedarte con él mientras voy de compras. Pedro necesita pijamas, y un cepillo de dientes nuevo, para su estancia en el hospital.
Paula bajó del coche y fue hacia la reja. Tocó el timbre tres veces, y a medida que transcurrieron los segundos, se inquietó. Era un día caluroso y húmedo, por lo que sacó su blusa multicolor de la cintura del pantalón, para permitir que el aire entrara hasta su piel pegajosa. La aparición repentina de la cabeza calva de Matías, junto a los barrotes, estuvo a punto de causarle un ataque cardíaco.
—Hola —la saludó. Abrió la reja. Vestía pantalón corto azul marino y camiseta. Su rostro duro se suavizó con la sonrisa de bienvenida—. Hace calor —secó el sudor de su frente con un pañuelo—. Durante toda la mañana podé el césped, e intenté poner orden en el lugar.
Paula observó el enorme jardín al ir hacia la casa, y notó el césped recién cortado. Matías atendía con meticulosidad todos los detalles, tanto en la casa de la playa como allí. Comprendió que sin duda estuvo trabajando desde que regresaron el día anterior.
—Todo está muy bien, Matías—opinó Paula, y observó la vieja casa de un piso y ladrillo blanco. Al frente tenía una terraza, con ventanas a cada lado de la atractiva puerta principal. Esos cristales de color rara vez se veían en esos días, sin mencionar la elegante aldaba de metal—. ¿Dónde está Pedro?
—¿Puedes creer que todavía duerme? —Matías abrió la puerta.
A la vista quedó un gran vestíbulo con techo alto.
—¿A las once? —preguntó Paula.
Matías suspiró y sacudió la cabeza.
—Anoche no durmió bien —explicó—. A las tres, todavía lo escuché caminar de un lado al otro, por lo que cuando al fin se durmió, no quise despertarlo. No obstante, tendrá que levantarse pronto. La admisión en el hospital es esta tarde, entre las dos y las tres.
—Comprendo —murmuró Paula. Sintió un nudo en el estómago al pensar lo que enfrentaría Pedro—. Llévame a la cocina, Matías. Lo despertaré con café, mientras vas a hacer esas compras.
—Eres una salvavidas, jovencita. ¡Una verdadera salvavidas!
Siguió a Matías. A pesar de la calidad de la casa, notó con sorpresa que las paredes necesitaban pintura, y que el pasillo de alfombra vio mejores días. Aceptó que era típico en Pedro no pensar en gastar dinero en el mantenimiento de su casa. ¡Tenía otras prioridades, tales como grandes bloques de mármol! Varias puertas cerradas bloqueaban la vista de las habitaciones, a cada lado del pasillo. Llegaron a la enorme y anticuada cocina. No se sorprendió al ver que estaba muy limpia, puesto que Matías se encontraba a cargo. Sospechaba que Pedro sería un soltero muy desordenado, si no tenía quién lo atendiera.
—¿Dónde guardas el café? —inquirió.
Dejó su bolso en la mesa, y se acercó al trastero.
Matías abrió uno de los gabinetes alineados junto a la pared.
—Y aquí está la loza —indicó, al abrir otra puerta.
—Gracias, ya puedes irte. Me las arreglaré.
—No prestes atención si Pedro está de malhumor —sugirió.
—No.
Matías la miró con agradecimiento y se fue. Sonrió, mientras llenaba la vieja jarra con agua. Pensó que mientras más malhumorado estuviera Pedro, mejor, puesto que le resultaría difícil sentir ternura y amor hacia un cascarrabias. Diez minutos después, con una taza de humeante café en las manos, caminó por el pasillo, en busca de la habitación de él. Su corazón latió con rapidez al pensar que invadiría un dominio íntimo. A medida que abría las puertas y no lo encontraba, su intranquilidad aumentaba.
Una Esperanza: Capítulo 22
Al día siguiente, el viaje de regreso a Sydney resultó largo y acalorado. A Paula se le dificultó mantener la mente fija en el camino, y esto no era muy sabio, puesto que era domingo y el tránsito de fin de semana estaba pesado. No vió a Pedro a solas esa mañana. Se detuvo en la casa de la playa sólo el tiempo suficiente para despedirse y prometer que lo visitaría el martes por la noche en el hospital. Lo operarían el martes por la mañana, mas le informó que no le permitirían recibir visitas hasta la noche. Tal vez fue su imaginación, sin embargo, pensó que Pedro se comportaba tenso con ella. Matías fue quien sostuvo la mayor parte de la charla. Era probable que él se sintiera avergonzado y hasta culpable por lo sucedido la noche anterior. Hizo un esfuerzo para actuar con naturalidad, aunque no resultó fácil. Casi se alegró al alejarse.
Cuando detuvo el coche frente a la casa de su tío en Balmain, varias horas después, estaba resignada a que su amistad con Pedro se desvaneciera una vez que recuperara la vista. El regresaría a su trabajo, y se olvidaría de ella, puesto que ya no necesitaría su compañía para distraerse. Se sentía deprimida, y al entrar en la casa fue un alivio descubrir que su tío no estaba. El le dejó una nota en la mesa de la cocina, en la que le informaba que asistiría a un té por la tarde. También le indicaba que la semana anterior consiguió un contrato para escribir una columna social en uno de los diarios. Al dejar la nota en la mesa, una sonrisa apareció en sus labios y fue a preparar una taza de té. Podía imaginar a su tío, vestido con su mejor traje, comiendo emparedados y pepinillos mientras charlaba con las damas, para extraer los detalles más íntimos y personales, con la habilidad de un mago que saca un conejo de su sombrero. A su tío le encantaban las murmuraciones, escuchar el último escándalo, y parecía que a la gente le agradaba confiar en él. Esto quizá se debía a que sabía escuchar y nunca se mostraba impresionado por lo que hiciera la gente. Frunció el ceño y se preguntó si su tío se sorprendería si le informaba lo sucedido entre ella y Pedro en la playa. ¿Cómo reaccionaría si él compartiera sus sentimientos y se hubieran convertido en amantes? La respuesta llegó de inmediato. Su tío no aprobaría que se relacionara con un hombre de la edad y experiencia de Pedro.
Su respiración se agitó. Tal vez Juan tendría razón, al igual que la tuvo Pedro, y ella era demasiado joven para él. Tenía que recordar que él no representaba la edad que tenía. Era un hombre que pensaba con seriedad, que tenía un punto de vista conservador, y que no seguía las últimas tendencias, como Pablo. Resultaba evidente que a Pedro, una joven de veintiún años le parecía infantil, en comparación a la clase de mujeres con las que estaba acostumbrado a tratar.
La temida Virginia tenía treinta y dos años. A diferencia de Pablo, Pedro no quería tener una aventura casual tras otra, sino una relación duradera con una mujer madura. Sus ojos se llenaron de lágrimas, y su barbilla empezó a temblar. Era muy bueno decidir las cosas con sensatez. ¿Qué tenía que ver la sensatez con los asuntos del corazón? Amaba a Pedro a pesar de la diferencia de edades y estaba segura que era un amor verdadero y duradero. ¿Qué importaba todo eso? Él no la amaba, lo confesó. Sentada en una de las sillas de la cocina, lloró hasta que no le quedaron lágrimas. Secó sus ojos y se puso de pie al sentirse mejor. Levantó la barbilla y aspiró profundo, antes de continuar con la preparación del té. No acostumbraba golpearse la cabeza contra una pared de ladrillo, ni tenía la intención de ser una de esas chicas que se engañan al perseguir a un hombre. Decidió que una vez que Pedro fuera operado y estuviera de pie, dejaría que él decidiera si volvería no no a verse. Mientras tanto, regresaría a la universidad y continuaría con su vida.
Esa noche, el tío Juan regresó un poco después de las siete, con el rostro sonrojado por el licor, lo que indicaba que esa tarde no sólo sirvieron té. Paula pensó que tenía buena apariencia, aunque su cabello cano y su cuerpo corpulento hacían que representara cada uno de sus cincuenta y un años. Elogió el bronceado de su sobrina, y escuchó con interés su versión sobre las vacaciones y la amistad con Pedro y Matías.
—Entonces, nuestro famoso escultor será admitido en el hospital mañana — comentó Juan mientras bebía una taza de café fuerte.
—Así es.
—Los hospitales son lugares horribles —opinó Juan—. Recuerdo cuando me operaron de la vesícula. La noche anterior a la operación, no pegué los ojos, a pesar de la píldora para dormir. A la mañana siguiente, permanecí acostado una eternidad, en espera para que me llevaran a la sala de operaciones, mientras todos los demás desayunaban, hacían las camas y demás. Fue un infierno. Ese día leí por completo La Caza al Octubre Rojo. Puedo decirte que no fue una proeza mediocre.
—Me temo que Pedro no podrá leer —comentó Paula y suspiró. Deseaba que su tío no hablara de él o de la operación, pues eso la ponía nerviosa.
Durante las últimas dos semanas, apartó sus preocupaciones iniciales acerca de si la operación sería o no un éxito, y trató de tener una actitud positiva, por el bien de Pedro. Ahora que el momento se acercaba, todas sus dudas y temores regresaban. Imaginaba cómo se sentiría él en ese momento, sabía que estaría tenso y nervioso. Deseaba correr a su lado para consolarlo; sin embargo, tenía que mantenerse alejada. ¡Tenía que hacerlo!
Cuando detuvo el coche frente a la casa de su tío en Balmain, varias horas después, estaba resignada a que su amistad con Pedro se desvaneciera una vez que recuperara la vista. El regresaría a su trabajo, y se olvidaría de ella, puesto que ya no necesitaría su compañía para distraerse. Se sentía deprimida, y al entrar en la casa fue un alivio descubrir que su tío no estaba. El le dejó una nota en la mesa de la cocina, en la que le informaba que asistiría a un té por la tarde. También le indicaba que la semana anterior consiguió un contrato para escribir una columna social en uno de los diarios. Al dejar la nota en la mesa, una sonrisa apareció en sus labios y fue a preparar una taza de té. Podía imaginar a su tío, vestido con su mejor traje, comiendo emparedados y pepinillos mientras charlaba con las damas, para extraer los detalles más íntimos y personales, con la habilidad de un mago que saca un conejo de su sombrero. A su tío le encantaban las murmuraciones, escuchar el último escándalo, y parecía que a la gente le agradaba confiar en él. Esto quizá se debía a que sabía escuchar y nunca se mostraba impresionado por lo que hiciera la gente. Frunció el ceño y se preguntó si su tío se sorprendería si le informaba lo sucedido entre ella y Pedro en la playa. ¿Cómo reaccionaría si él compartiera sus sentimientos y se hubieran convertido en amantes? La respuesta llegó de inmediato. Su tío no aprobaría que se relacionara con un hombre de la edad y experiencia de Pedro.
Su respiración se agitó. Tal vez Juan tendría razón, al igual que la tuvo Pedro, y ella era demasiado joven para él. Tenía que recordar que él no representaba la edad que tenía. Era un hombre que pensaba con seriedad, que tenía un punto de vista conservador, y que no seguía las últimas tendencias, como Pablo. Resultaba evidente que a Pedro, una joven de veintiún años le parecía infantil, en comparación a la clase de mujeres con las que estaba acostumbrado a tratar.
La temida Virginia tenía treinta y dos años. A diferencia de Pablo, Pedro no quería tener una aventura casual tras otra, sino una relación duradera con una mujer madura. Sus ojos se llenaron de lágrimas, y su barbilla empezó a temblar. Era muy bueno decidir las cosas con sensatez. ¿Qué tenía que ver la sensatez con los asuntos del corazón? Amaba a Pedro a pesar de la diferencia de edades y estaba segura que era un amor verdadero y duradero. ¿Qué importaba todo eso? Él no la amaba, lo confesó. Sentada en una de las sillas de la cocina, lloró hasta que no le quedaron lágrimas. Secó sus ojos y se puso de pie al sentirse mejor. Levantó la barbilla y aspiró profundo, antes de continuar con la preparación del té. No acostumbraba golpearse la cabeza contra una pared de ladrillo, ni tenía la intención de ser una de esas chicas que se engañan al perseguir a un hombre. Decidió que una vez que Pedro fuera operado y estuviera de pie, dejaría que él decidiera si volvería no no a verse. Mientras tanto, regresaría a la universidad y continuaría con su vida.
Esa noche, el tío Juan regresó un poco después de las siete, con el rostro sonrojado por el licor, lo que indicaba que esa tarde no sólo sirvieron té. Paula pensó que tenía buena apariencia, aunque su cabello cano y su cuerpo corpulento hacían que representara cada uno de sus cincuenta y un años. Elogió el bronceado de su sobrina, y escuchó con interés su versión sobre las vacaciones y la amistad con Pedro y Matías.
—Entonces, nuestro famoso escultor será admitido en el hospital mañana — comentó Juan mientras bebía una taza de café fuerte.
—Así es.
—Los hospitales son lugares horribles —opinó Juan—. Recuerdo cuando me operaron de la vesícula. La noche anterior a la operación, no pegué los ojos, a pesar de la píldora para dormir. A la mañana siguiente, permanecí acostado una eternidad, en espera para que me llevaran a la sala de operaciones, mientras todos los demás desayunaban, hacían las camas y demás. Fue un infierno. Ese día leí por completo La Caza al Octubre Rojo. Puedo decirte que no fue una proeza mediocre.
—Me temo que Pedro no podrá leer —comentó Paula y suspiró. Deseaba que su tío no hablara de él o de la operación, pues eso la ponía nerviosa.
Durante las últimas dos semanas, apartó sus preocupaciones iniciales acerca de si la operación sería o no un éxito, y trató de tener una actitud positiva, por el bien de Pedro. Ahora que el momento se acercaba, todas sus dudas y temores regresaban. Imaginaba cómo se sentiría él en ese momento, sabía que estaría tenso y nervioso. Deseaba correr a su lado para consolarlo; sin embargo, tenía que mantenerse alejada. ¡Tenía que hacerlo!
Una Esperanza: Capítulo 21
Antes de volver a hablar, Pedro hizo una pausa.
—Supongo que debo disculparme, a pesar de que tú lo pediste, Paula.
—Por lo general, no actuó de esa manera —se defendió Paula—. También bebí demasiado.
—¡No lo hagas en el futuro! Ejercita un poco de control —sugirió Pedro.
Su actitud empezaba a enfadarla.
—¡No seas ridículo! En otras ocasiones bebí unas copas y no intenté seducir al primer hombre que vi. Era inevitable que algún día deseara acostarme con un hombre —estaba dispuesta a decir cualquier cosa, menos que lo amaba—. Ya llegué a esa edad.
—¿Y qué estúpida edad es esa? —preguntó Pedro.
—Lo sabes muy bien. La edad de la experimentación sexual. Les sucede a todos tarde o temprano. Llega un momento en que tienes que saber cómo es. Tomé la píldora como una precaución sensata, no como un boleto gratis a la promiscuidad.
—En eso se convertirá, Paula, ¿No comprendes?
—Mira, Pedro, eres mi amigo, no mi guardián. No tengo que responderte, ¿De acuerdo? Vamos a olvidar que esto sucedió. Tengo frío, estoy cansada y me gustaría irme a la cama —se puso de pie y empezó a recoger su ropa.
Al estar vestida, recordó los pantaloncillos de Pedro, y los vió a la orilla del agua. Supuso que tenía que ir a buscarlos. Tenía que ayudarlo a regresar a la casa, mas no lo haría mientras estuviera desnudo. Con el rostro sonrojado, le entregó la prenda y murmuró:
—Tus pantaloncillos. Me temo que están mojados.
—No importa.
Paula apartó la mirada, mientras él se los ponía.
—Toma mi mano —ofreció, una vez que estuvo vestido.
Caminaron en silencio, tomados de la mano. Pedro mantuvo la distancia y no pidió su apoyo al subir por los escalones.
—Paula... —musitó Pedro al llegar al descanso—. He estado pensando... Cuando regresemos a Sydney... comprenderé si no deseas volver a verme. Por favor, no pienses que estás obligada a visitarme en el hospital.
Paula ya había aceptado que tal vez su amistad terminara, sin embargo, no estaba preparada para una separación tan rápida. No podía dejarlo ir. Todavía no...
—¿Por qué, Pedro? —preguntó. Intentó hablar con calma—. ¿Acaso fue por lo sucedido esta noche?
—Sí... por eso —respondió.
—No seas tonto, Pedro—indicó Paula y rió—. Ambos bebimos demasiado, como dijiste, y nos dejamos llevar, eso es todo. No te culpo por lo sucedido.
Pedro se volvió y se apartó despacio de ella. Extendió la mano hasta encontrar la barandilla.
—Yo sí me culpo—insistió él—. No debí permitir que llegáramos tan lejos. Estuve a punto de usarte como un objeto sexual.
—Mas no fue así, Pedro. No harías algo así.
Pedro soltó una carcajada amarga.
—No me otorgues tantas virtudes —manifestó —. Es sólo que en este momento no estás en mí... —Paula se ruborizó y se hizo un silencio largo—. Supongo que estoy siendo un poco melodramático.
—Por supuesto. Además, no tienes tantos amigos como para darte el lujo de apartar a alguien tan tolerante como yo. Nada más mira lo que tuve que soportar estas dos semanas... no dejaste de hacerme menos y molestarme. "Oh, Paula, ¿Qué sabes tú, si eres tan joven?" —lo imitó.
Pedro sonrió.
—¿Tan malo como eso? Con seguridad puedo decirte que esta noche no te sentiste pequeña —admitió Pedro—. Ese es el problema —Paula sintió más calor en las mejillas, pero no dijo nada—. No quiero lastimarte.
—Tú... no me lastimarías, Pedro.
—Lo haría, si te hiciera el amor sin amarte —indicó.
—Comprendo. ¿Y si te dijera que deseé que me hicieras el amor, sin importar si me amabas o no? —Pedro contuvo la respiración al escucharla—. Sólo bromeaba — resultaba sorprendente que hablara con ese tono despreocupado, cuando su corazón se rompía en pedazos—. Te veré por la mañana.
Sin esperar respuesta, le dio las buenas noches y bajó por los escalones con rapidez. Corrió apenas llegó a la arena. Corrió y corrió, las lágrimas cegaban sus ojos, y a pesar de la rapidez con la que se alejaba, sabía que el amor que sentía en su corazón no tenía escape.
—Supongo que debo disculparme, a pesar de que tú lo pediste, Paula.
—Por lo general, no actuó de esa manera —se defendió Paula—. También bebí demasiado.
—¡No lo hagas en el futuro! Ejercita un poco de control —sugirió Pedro.
Su actitud empezaba a enfadarla.
—¡No seas ridículo! En otras ocasiones bebí unas copas y no intenté seducir al primer hombre que vi. Era inevitable que algún día deseara acostarme con un hombre —estaba dispuesta a decir cualquier cosa, menos que lo amaba—. Ya llegué a esa edad.
—¿Y qué estúpida edad es esa? —preguntó Pedro.
—Lo sabes muy bien. La edad de la experimentación sexual. Les sucede a todos tarde o temprano. Llega un momento en que tienes que saber cómo es. Tomé la píldora como una precaución sensata, no como un boleto gratis a la promiscuidad.
—En eso se convertirá, Paula, ¿No comprendes?
—Mira, Pedro, eres mi amigo, no mi guardián. No tengo que responderte, ¿De acuerdo? Vamos a olvidar que esto sucedió. Tengo frío, estoy cansada y me gustaría irme a la cama —se puso de pie y empezó a recoger su ropa.
Al estar vestida, recordó los pantaloncillos de Pedro, y los vió a la orilla del agua. Supuso que tenía que ir a buscarlos. Tenía que ayudarlo a regresar a la casa, mas no lo haría mientras estuviera desnudo. Con el rostro sonrojado, le entregó la prenda y murmuró:
—Tus pantaloncillos. Me temo que están mojados.
—No importa.
Paula apartó la mirada, mientras él se los ponía.
—Toma mi mano —ofreció, una vez que estuvo vestido.
Caminaron en silencio, tomados de la mano. Pedro mantuvo la distancia y no pidió su apoyo al subir por los escalones.
—Paula... —musitó Pedro al llegar al descanso—. He estado pensando... Cuando regresemos a Sydney... comprenderé si no deseas volver a verme. Por favor, no pienses que estás obligada a visitarme en el hospital.
Paula ya había aceptado que tal vez su amistad terminara, sin embargo, no estaba preparada para una separación tan rápida. No podía dejarlo ir. Todavía no...
—¿Por qué, Pedro? —preguntó. Intentó hablar con calma—. ¿Acaso fue por lo sucedido esta noche?
—Sí... por eso —respondió.
—No seas tonto, Pedro—indicó Paula y rió—. Ambos bebimos demasiado, como dijiste, y nos dejamos llevar, eso es todo. No te culpo por lo sucedido.
Pedro se volvió y se apartó despacio de ella. Extendió la mano hasta encontrar la barandilla.
—Yo sí me culpo—insistió él—. No debí permitir que llegáramos tan lejos. Estuve a punto de usarte como un objeto sexual.
—Mas no fue así, Pedro. No harías algo así.
Pedro soltó una carcajada amarga.
—No me otorgues tantas virtudes —manifestó —. Es sólo que en este momento no estás en mí... —Paula se ruborizó y se hizo un silencio largo—. Supongo que estoy siendo un poco melodramático.
—Por supuesto. Además, no tienes tantos amigos como para darte el lujo de apartar a alguien tan tolerante como yo. Nada más mira lo que tuve que soportar estas dos semanas... no dejaste de hacerme menos y molestarme. "Oh, Paula, ¿Qué sabes tú, si eres tan joven?" —lo imitó.
Pedro sonrió.
—¿Tan malo como eso? Con seguridad puedo decirte que esta noche no te sentiste pequeña —admitió Pedro—. Ese es el problema —Paula sintió más calor en las mejillas, pero no dijo nada—. No quiero lastimarte.
—Tú... no me lastimarías, Pedro.
—Lo haría, si te hiciera el amor sin amarte —indicó.
—Comprendo. ¿Y si te dijera que deseé que me hicieras el amor, sin importar si me amabas o no? —Pedro contuvo la respiración al escucharla—. Sólo bromeaba — resultaba sorprendente que hablara con ese tono despreocupado, cuando su corazón se rompía en pedazos—. Te veré por la mañana.
Sin esperar respuesta, le dio las buenas noches y bajó por los escalones con rapidez. Corrió apenas llegó a la arena. Corrió y corrió, las lágrimas cegaban sus ojos, y a pesar de la rapidez con la que se alejaba, sabía que el amor que sentía en su corazón no tenía escape.
martes, 25 de julio de 2017
Una Esperanza: Capítulo 20
La sangre palpitaba en las venas de Paula, y habló con pasión.
—Sí, lo sé.
Deslizó la punta de la lengua por la piel de Pedro, y él gimió, con un sonido torturado y desesperado. Le tomó el rostro entre las manos y lo levantó para besarle la boca, la buscó y la encontró, obligándola a abrirla. Fue un beso exigente, que pedía una respuesta igual, y que borró la creencia de Paula acerca de que su primera vez sería una experiencia tierna y dulce.
No había persuasión o seducción en las acciones de Pedro. En el fondo de su mente, Paula lo sabía, mientras él tomaba lo que ella ofreció. Él actuaba con enfado, como si a pesar de estar muy excitado, se odiara por eso. Deslizó las manos desde los hombros, por la espalda, y la oprimió contra él, medio levantándola para que sus cuerpos se moldearan. Paula lo abrazó con las piernas, consciente de su excitación, la dominaba la pasión con tanta fuerza, que su unión parecía inevitable. Antes de murmurar, ella apartó la boca de la de él.
—Sí, Pedro. Sí... por favor...
La respiración de Pedro era tan pesada como la de ella. La dejó deslizarse por su cuerpo, hasta que los dedos de los pies de Paula, temblorosos, tocaron la arena húmeda. Él se apartó un poco, y en seguida, deslizó las manos por el cuerpo, trazando las curvas, como si quisiera imprimirlas en su mente. Ella quedó muy quieta, sin aliento, debido al placer que sentía cuando esas manos acariciaron sus senos. Gimió desilusionada cuando se apartaron; sin embargo, la desilusión no duró demasiado. Los dedos conocedores de él tenían otra meta, y la hicieron gritar al acariciarla con intimidad, hasta que de la garganta de ella escaparon sonidos ahogados. Paula cerró las manos sobre los hombros de Pedro , al sentir que la tensión interior iba en aumento. Cuando hundió las uñas en la piel, él le apartó las manos.
—Acaríciame —pidió Pedro, y le tomó la mano, para que lo acariciara con intimidad.
Se había movido hacia el agua; sin embargo, Paula no prestaba atención al agua que golpeteaba alrededor de sus piernas. No podía pensar, todo su ser se concentraba en las caricias de su mano. Pedro gimió bajo sus caricias, lo cual encendió todavía más la pasión de ella. Cuando se dió cuenta, él ya se había quitado el pantalón. Le apartó la mano, la cargó y llevó hacia la playa. La recostó y la cubrió con su cuerpo, mientras Paula movía las caderas con un ritmo lento y sensual. Nunca pasó por la mente de ella que su cuerpo excitado sentiría algún dolor, y al sentirlo, no pudo controlar un grito, ni evitar apartarse un poco. Pedro quedó helado, y de pronto se apartó, al tiempo que preguntaba:
—¿Qué?
Paula lo asió por los hombros.
—¡No, no te detengas! —suplicó —. Por favor, Pedro...
Pedro gimió, torturado.
—Es lo único que necesitaba, que me rogaras que continúe —murmuró él.
—Pero Pedro... yo... quise que me hicieras el amor. Todavía lo deseo —extendió la mano para tocarle el muslo, mas él se la apartó con enfado.
—Eso resulta muy obvio, jovencita.
—¡No me digas así! —pidió Paula.
Deseó gritarle que era una mujer, y que lo amaba.
—¿Y por qué no, si es lo que eres? Una joven tonta y virgen. ¿A qué pensaste que jugabas esta noche?
—Pero Pedro... — buscaba las palabras—. Casi tengo veintiún años. Yo... no puedo permanecer virgen por siempre.
—No tengo la intención de ser quien te inicie en tus desventuras.
El corazón de Paula se entristeció. ¿Cómo podía decirle que deseaba que fuera su primer amante, aunque él no la quisiera, y asegurarle que sería un recuerdo que atesoraría para siempre? Destrozada y miserable, se sentó. Sus músculos empezaban a tensarse, y las sienes le latían.
—No lo fuiste, ¿No es así? —manifestó Paula. Oprimió las manos contra los costados del rostro—. Te detuviste
—¡Gracias al cielo que lo hice! —exclamó Pedro—. ¿Si hubieras quedado encinta? ¿Pensaste en eso? No, por supuesto que no. Como dije antes, eres una jovencita tonta, que busca aventuras, sin pensar en las consecuencias.
—Tomo la píldora —confesó Paula.
Continuó tomándola después de alejarse de Pablo, por el simple hecho de que aliviaba sus dolores periódicos.
—¡Debí saberlo!—exclamó Pedro y sacudió la cabeza, exasperado—. ¿Qué piensan las jóvenes como tú? ¿Toman la píldora, por si acaso las vence la necesidad una noche? ¿Y después qué, Paula? ¿Otro amante, otro y otro, hasta que no puedas recordar sus nombres o lo que te hicieron?
—¿Quién eres tú para juzgarme, Pedro Alfonso? Me hubieras tomado, de no haber sido virgen. Deja de hacerte el santo.
—Mi única excusa es que estuve bebiendo —respondió Pedro con amargura— y que hace mucho tiempo que no disfruto del sexo.
Paula se estremeció. El calor de la pasión desapareció, y volvió la realidad. Pedro no la deseó, sino que la frustración y el alcohol lo hicieron vulnerable ante los avances provocativos de ella.
—Sí, lo sé.
Deslizó la punta de la lengua por la piel de Pedro, y él gimió, con un sonido torturado y desesperado. Le tomó el rostro entre las manos y lo levantó para besarle la boca, la buscó y la encontró, obligándola a abrirla. Fue un beso exigente, que pedía una respuesta igual, y que borró la creencia de Paula acerca de que su primera vez sería una experiencia tierna y dulce.
No había persuasión o seducción en las acciones de Pedro. En el fondo de su mente, Paula lo sabía, mientras él tomaba lo que ella ofreció. Él actuaba con enfado, como si a pesar de estar muy excitado, se odiara por eso. Deslizó las manos desde los hombros, por la espalda, y la oprimió contra él, medio levantándola para que sus cuerpos se moldearan. Paula lo abrazó con las piernas, consciente de su excitación, la dominaba la pasión con tanta fuerza, que su unión parecía inevitable. Antes de murmurar, ella apartó la boca de la de él.
—Sí, Pedro. Sí... por favor...
La respiración de Pedro era tan pesada como la de ella. La dejó deslizarse por su cuerpo, hasta que los dedos de los pies de Paula, temblorosos, tocaron la arena húmeda. Él se apartó un poco, y en seguida, deslizó las manos por el cuerpo, trazando las curvas, como si quisiera imprimirlas en su mente. Ella quedó muy quieta, sin aliento, debido al placer que sentía cuando esas manos acariciaron sus senos. Gimió desilusionada cuando se apartaron; sin embargo, la desilusión no duró demasiado. Los dedos conocedores de él tenían otra meta, y la hicieron gritar al acariciarla con intimidad, hasta que de la garganta de ella escaparon sonidos ahogados. Paula cerró las manos sobre los hombros de Pedro , al sentir que la tensión interior iba en aumento. Cuando hundió las uñas en la piel, él le apartó las manos.
—Acaríciame —pidió Pedro, y le tomó la mano, para que lo acariciara con intimidad.
Se había movido hacia el agua; sin embargo, Paula no prestaba atención al agua que golpeteaba alrededor de sus piernas. No podía pensar, todo su ser se concentraba en las caricias de su mano. Pedro gimió bajo sus caricias, lo cual encendió todavía más la pasión de ella. Cuando se dió cuenta, él ya se había quitado el pantalón. Le apartó la mano, la cargó y llevó hacia la playa. La recostó y la cubrió con su cuerpo, mientras Paula movía las caderas con un ritmo lento y sensual. Nunca pasó por la mente de ella que su cuerpo excitado sentiría algún dolor, y al sentirlo, no pudo controlar un grito, ni evitar apartarse un poco. Pedro quedó helado, y de pronto se apartó, al tiempo que preguntaba:
—¿Qué?
Paula lo asió por los hombros.
—¡No, no te detengas! —suplicó —. Por favor, Pedro...
Pedro gimió, torturado.
—Es lo único que necesitaba, que me rogaras que continúe —murmuró él.
—Pero Pedro... yo... quise que me hicieras el amor. Todavía lo deseo —extendió la mano para tocarle el muslo, mas él se la apartó con enfado.
—Eso resulta muy obvio, jovencita.
—¡No me digas así! —pidió Paula.
Deseó gritarle que era una mujer, y que lo amaba.
—¿Y por qué no, si es lo que eres? Una joven tonta y virgen. ¿A qué pensaste que jugabas esta noche?
—Pero Pedro... — buscaba las palabras—. Casi tengo veintiún años. Yo... no puedo permanecer virgen por siempre.
—No tengo la intención de ser quien te inicie en tus desventuras.
El corazón de Paula se entristeció. ¿Cómo podía decirle que deseaba que fuera su primer amante, aunque él no la quisiera, y asegurarle que sería un recuerdo que atesoraría para siempre? Destrozada y miserable, se sentó. Sus músculos empezaban a tensarse, y las sienes le latían.
—No lo fuiste, ¿No es así? —manifestó Paula. Oprimió las manos contra los costados del rostro—. Te detuviste
—¡Gracias al cielo que lo hice! —exclamó Pedro—. ¿Si hubieras quedado encinta? ¿Pensaste en eso? No, por supuesto que no. Como dije antes, eres una jovencita tonta, que busca aventuras, sin pensar en las consecuencias.
—Tomo la píldora —confesó Paula.
Continuó tomándola después de alejarse de Pablo, por el simple hecho de que aliviaba sus dolores periódicos.
—¡Debí saberlo!—exclamó Pedro y sacudió la cabeza, exasperado—. ¿Qué piensan las jóvenes como tú? ¿Toman la píldora, por si acaso las vence la necesidad una noche? ¿Y después qué, Paula? ¿Otro amante, otro y otro, hasta que no puedas recordar sus nombres o lo que te hicieron?
—¿Quién eres tú para juzgarme, Pedro Alfonso? Me hubieras tomado, de no haber sido virgen. Deja de hacerte el santo.
—Mi única excusa es que estuve bebiendo —respondió Pedro con amargura— y que hace mucho tiempo que no disfruto del sexo.
Paula se estremeció. El calor de la pasión desapareció, y volvió la realidad. Pedro no la deseó, sino que la frustración y el alcohol lo hicieron vulnerable ante los avances provocativos de ella.
Una Esperanza: Capítulo 19
De inmediato, Paula se puso de pie y entró en la casa. Tenía el rostro pálido y temblaba en su interior. La tensión al principio de la cena era palpable, y bebió más vino del que debía. Pedro tampoco se midió, y al terminar la cena, estaba más cínico que de costumbre.
Matías frunció el ceño y miró a Paula, en seguida sugirió que empezaran el juego de póquer tan pronto como quitara los platos sucios. Así lo hicieron, pero sucedió lo que ella temía, al estar sentada tan cerca de Pedro. Sus muslos desnudos quedaron juntos, y tenía que murmurarle al oído, para evitar que Matías se enterara de las cartas que tenían. Durante la tercera mano, Pedro y Paula no estuvieron de acuerdo respecto a las cartas que descartarían. Ella se salió con la suya, y conservó un par de reyes, en lugar de intentar completar un flux. Por desgracia, la primera carta que dió fue un trébol, la carta que necesitaba, de haber cedido a los deseos de Pedro. No hubo más reyes.
—¿Ves lo que consigo por escuchar a una mujer? —se lamentó Pedro—. Creo que debería colocarla sobre mis rodillas y golpearle el trasero.
Matías arqueó las cejas.
—Creo que has bebido demasiado, compañero —opinó Matías.
—¿Quién... yo? Mí compañera es la que está ebria.
Paula suspiró y se puso de pie. Tenía el cuerpo tenso debido a la emoción
contenida.
—Creo que será mejor que dejemos el juego. ¿Qué tal si preparo café? —preguntó Paula.
Matías bostezó.
—Para mí no, gracias —respondió Matías—. Creo que me iré a dormir. El vino me hace cosas extrañas —esto último resultó evidente, cuando casi chocó con la puerta de su habitación.
—¿Tú quieres café, Pedro? —él respondió con un gemido negativo—. En ese caso, yo tampoco quiero tomar café. Iré a nadar, y después a casa. Mañana nos espera un viaje largo.
Pedro guardó silencio. Paula movió la cabeza y salió, apenas si podía controlar sus emociones. Al llegar a la playa, se quitó toda la ropa y entró desnuda en el mar. Nadó en el agua oscura como una persona poseída.
Después de unos minutos, Pedro la sorprendió al aparecer a la orilla del agua.
—¡No deberías nadar sola, Pau! —gritó Pedro—. Podrías sufrir un calambre, y no podría salvarte. Matías está dormido.
—¡Vete al infierno, Pedro!
—No puedo, pues ya estoy allí —respondió Pedro.
La desdicha que escuchó en Pedro apagó su ira. Se preguntó lo que hacía. ¿Acaso ese hombre no tenía ya suficientes problemas? De acuerdo bebió demasiado y fue rudo... ¿Y eso qué?
Paula suspiró y nadó hacia la orilla. Al menos, ya estaba sobria. Su cuerpo desnudo salió del agua y después de un momento de duda, caminó hacia Pedro. La luz de la luna iluminaba su desnudez, y tuvo que repetirse varias veces que él no podía ver. Sintió nerviosismo, debido a que Pedro parecía tener la mirada fija en sus senos. Él presintió su presencia y añadió:
—Ah, aquí estás. Supongo que esperas una disculpa.
—No, en realidad.
—¿Qué esperas en realidad? —preguntó Pedro.
Paula tragó saliva.
—Estás parado sobre mi ropa —le indicó.
Pedro quedó quieto un momento, después, se inclinó y recogió la ropa. Paula se estremeció y observó cómo tocaba cada prenda... los pantaloncillos, la playera, las bragas del bikini.
—Parece que no usas demasiada ropa —señaló Pedro con voz ronca.
Paula dió un paso hacia adelante y extendió la mano poco firme.
—¿Quieres darme mi ropa, por favor? —tenía la piel de gallina, y sentía un nudo en el estómago—. Por favor, Pedro...
Pedro permaneció de pie, sin moverse ni pronunciar palabra. ¿Qué fue lo que hizo a Paula actuar de esa manera? ¿Quién lo sabía? Todos los seres humanos eran buenos y malos, claros y oscuros... y el amor la hacía atreverse... Con dedos temblorosos, le quitó la ropa de las manos, y la dejó caer en la arena, antes de dar el paso final entre ellos. Pedro contuvo la respiración, lo cual la excitó. Habló en un murmullo, con voz reservada para las sirenas. Era una voz ronca, baja, dulce e invitante. Lo abrazó por el cuello, y el contacto de sus pezones contra el pecho de él la hizo estremecer, mas no de frío. Se movió contra él, y la recorrió una corriente de placer. Pedro gimió, y por un momento muy breve la abrazó, pero de pronto le apartó los brazos.
—No, Paula. No...
—¿Por qué no? —lo abrazó por la cintura—. Quiero tocarte. ¿No deseas tocarme?
—¡Oh, cielos! ¡Esto es una locura!
—Entonces, permite que sea una locura —pidió Paula y depositó besos húmedos sobre su pecho, al tiempo que deslizaba las manos por su espalda con sensualidad.
—¡No sabes a lo que invitas! —manifestó Pedro.
Matías frunció el ceño y miró a Paula, en seguida sugirió que empezaran el juego de póquer tan pronto como quitara los platos sucios. Así lo hicieron, pero sucedió lo que ella temía, al estar sentada tan cerca de Pedro. Sus muslos desnudos quedaron juntos, y tenía que murmurarle al oído, para evitar que Matías se enterara de las cartas que tenían. Durante la tercera mano, Pedro y Paula no estuvieron de acuerdo respecto a las cartas que descartarían. Ella se salió con la suya, y conservó un par de reyes, en lugar de intentar completar un flux. Por desgracia, la primera carta que dió fue un trébol, la carta que necesitaba, de haber cedido a los deseos de Pedro. No hubo más reyes.
—¿Ves lo que consigo por escuchar a una mujer? —se lamentó Pedro—. Creo que debería colocarla sobre mis rodillas y golpearle el trasero.
Matías arqueó las cejas.
—Creo que has bebido demasiado, compañero —opinó Matías.
—¿Quién... yo? Mí compañera es la que está ebria.
Paula suspiró y se puso de pie. Tenía el cuerpo tenso debido a la emoción
contenida.
—Creo que será mejor que dejemos el juego. ¿Qué tal si preparo café? —preguntó Paula.
Matías bostezó.
—Para mí no, gracias —respondió Matías—. Creo que me iré a dormir. El vino me hace cosas extrañas —esto último resultó evidente, cuando casi chocó con la puerta de su habitación.
—¿Tú quieres café, Pedro? —él respondió con un gemido negativo—. En ese caso, yo tampoco quiero tomar café. Iré a nadar, y después a casa. Mañana nos espera un viaje largo.
Pedro guardó silencio. Paula movió la cabeza y salió, apenas si podía controlar sus emociones. Al llegar a la playa, se quitó toda la ropa y entró desnuda en el mar. Nadó en el agua oscura como una persona poseída.
Después de unos minutos, Pedro la sorprendió al aparecer a la orilla del agua.
—¡No deberías nadar sola, Pau! —gritó Pedro—. Podrías sufrir un calambre, y no podría salvarte. Matías está dormido.
—¡Vete al infierno, Pedro!
—No puedo, pues ya estoy allí —respondió Pedro.
La desdicha que escuchó en Pedro apagó su ira. Se preguntó lo que hacía. ¿Acaso ese hombre no tenía ya suficientes problemas? De acuerdo bebió demasiado y fue rudo... ¿Y eso qué?
Paula suspiró y nadó hacia la orilla. Al menos, ya estaba sobria. Su cuerpo desnudo salió del agua y después de un momento de duda, caminó hacia Pedro. La luz de la luna iluminaba su desnudez, y tuvo que repetirse varias veces que él no podía ver. Sintió nerviosismo, debido a que Pedro parecía tener la mirada fija en sus senos. Él presintió su presencia y añadió:
—Ah, aquí estás. Supongo que esperas una disculpa.
—No, en realidad.
—¿Qué esperas en realidad? —preguntó Pedro.
Paula tragó saliva.
—Estás parado sobre mi ropa —le indicó.
Pedro quedó quieto un momento, después, se inclinó y recogió la ropa. Paula se estremeció y observó cómo tocaba cada prenda... los pantaloncillos, la playera, las bragas del bikini.
—Parece que no usas demasiada ropa —señaló Pedro con voz ronca.
Paula dió un paso hacia adelante y extendió la mano poco firme.
—¿Quieres darme mi ropa, por favor? —tenía la piel de gallina, y sentía un nudo en el estómago—. Por favor, Pedro...
Pedro permaneció de pie, sin moverse ni pronunciar palabra. ¿Qué fue lo que hizo a Paula actuar de esa manera? ¿Quién lo sabía? Todos los seres humanos eran buenos y malos, claros y oscuros... y el amor la hacía atreverse... Con dedos temblorosos, le quitó la ropa de las manos, y la dejó caer en la arena, antes de dar el paso final entre ellos. Pedro contuvo la respiración, lo cual la excitó. Habló en un murmullo, con voz reservada para las sirenas. Era una voz ronca, baja, dulce e invitante. Lo abrazó por el cuello, y el contacto de sus pezones contra el pecho de él la hizo estremecer, mas no de frío. Se movió contra él, y la recorrió una corriente de placer. Pedro gimió, y por un momento muy breve la abrazó, pero de pronto le apartó los brazos.
—No, Paula. No...
—¿Por qué no? —lo abrazó por la cintura—. Quiero tocarte. ¿No deseas tocarme?
—¡Oh, cielos! ¡Esto es una locura!
—Entonces, permite que sea una locura —pidió Paula y depositó besos húmedos sobre su pecho, al tiempo que deslizaba las manos por su espalda con sensualidad.
—¡No sabes a lo que invitas! —manifestó Pedro.
Una Esperanza: Capítulo 18
Hacia un calor terrible. Paula permanecía desnuda de pie en el dormitorio, mientras decidía lo que se pondría. Al fin, tomó unos pantaloncillos blancos y una camiseta roja. Odió sentir el contacto de la ropa contra su piel pegajosa. No se molestó en usar la secadora para el cabello, y dejó sueltos sus rizos recién lavados que le llegaban al cuello. No tenía la intención de maquillarse, puesto que Pedro no podía verla, y a Matías no le importaría en lo más mínimo. Por su mente cruzó el pensamiento de que un día no lejano, Pedro ya no estaría ciego. Se acercó al espejo del tocador y se preguntó si habría alguna diferencia si él la mirara.
Todos decían que tenía un cabello atractivo, grueso y negro, con rizos naturales. Lo mejor de su rostro eran los ojos, de un color azul oscuro, y con pestañas largas y negras. Frunció el ceño al observar su boca, la cual no le agradaba desde que la directora de la escuela le comentó que tenía boca de pucheros. Decidió que era una lástima que su cuerpo fuera tan corto. Siempre pensó que necesitaba más estatura, debido a sus curvas generosas. Hizo una mueca y decidió que no lamentaba tener un busto lleno, pero sí demasiadas caderas. De pronto, la dominó una sensación de depresión, y se dejó caer sobre la cama de agua. En el fondo de su corazón, sabía que no era su apariencia lo que alejaba a Pedro, pues él indicó con claridad que era demasiado joven para él. Además, tenía la sensación de que él todavía no se recuperaba de su rompimiento con Virginia. Suspiró y se puso de pie. Tomó una botella de perfume que estaba encima del tocador y se perfumó. Una fragancia exótica, dejada allí por algunas de las novias de su tío.
Cuando llegó, Pedro y Matías descansaban en sillas de extensión, y bebían cerveza. De inmediato, Matías se puso de pie y le indicó que ocupara su silla, mientras iba en busca de una copa del vino blanco preferido por Paula.
—Te perfumaste —comento Pedro de pronto—. Por lo general, no usas perfume.
A Paula le molestó su brusquedad. A la mayoría de los hombres les agrada que una mujer se perfume, y no criticaban ese hecho.
—Lamento que no te agrade —señaló Paula, con irritación—. ¿Me alejo más?
—¡Sería una buena idea!
—¿Qué te sucede esta noche? —lo observó antes de hacer la pregunta.
—Es el calor —se lamentó Pedro y terminó de beber la cerveza—. ¿Puedes creer que Mati quiere jugar póquer después de la cena? Le dije que sería imposible, más asegura que tú y yo podríamos colaborar. Se supone que te sentarás junto a mí, y medirás las cartas que me tocaron.
La idea de sentarse cerca de Pedro toda la noche la hizo sentir una sensación de vacío en el estómago.
—No estoy segura de que eso resulte —comentó Paula. Notó que Pedro fruncía el ceño, por lo que rió y añadió—: Soy buena jugadora de póquer, y discutiríamos sobre las cartas a tirar.
Pedro dejó escapar un sonido de impaciencia. Matías llegó con la bebida de ella, se la entregó y volvió a desaparecer. Paula miró a Pedro, y de manera inconsciente, su mirada se deslizó hasta los musculosos muslos. El recuerdo de lo sucedido por la tarde hizo que sintiera calor en las mejillas.
—¿En qué piensas?
Paula dió un salto ante la pregunta repentina.
—Oh... yo...
—Vamos, sé honesta.
—No creo que en realidad quieras saberlo —respondió Paula y rió.
Dió un trago de vino.
—Estoy deseoso de saberlo —aseguró Pedro.
—¿Lo estás? —no pudo evitar la ironía en su voz.
Pedro la notó de inmediato y la miró. Como el sol se había metido, no tenía puestos los anteojos, y el impacto de su mirada ciega fue enervante.
—Piensas que soy muy anticuado, ¿No es así, Paula?
—Si te queda la chaqueta. La ira se reflejó en el rostro de Pedro.
—Eso se dice con mucha facilidad. ¿Preferirías que actuara como lo hace la generación moderna? ¿Qué cediera ante cada deseo o necesidad que sienta? — preguntó Pedro. Paula sintió una ira inesperada—. ¿Sabes lo que siento esta noche? Mañana regresamos a Sydney y en dos días estaré en ese maldito hospital para que me operen. Odio la inseguridad, las dudas. Odio lo que me hace sentir todo eso. ¡Débil, impotente!
—Oh, Pedro, no deberías...
—¿No debería qué? —la interrumpió —. ¿No debería maldecir? ¿No debería preocuparme? Me estoy volviendo loco de preocupación, sin mencionar... —dejó de hablar y pasó la mano temblorosa por el cabello—. Ansio... distracción. ¿Qué sugieres que haga? ¿Que te invite a vivir una aventura rápida? —asía su vaso de cerveza con fuerza—. Si eres tan sensual como hueles, con seguridad podría dormir después.
—¡La cena está lista! —gritó Matías al asomar la cabeza—. Vengan.
Todos decían que tenía un cabello atractivo, grueso y negro, con rizos naturales. Lo mejor de su rostro eran los ojos, de un color azul oscuro, y con pestañas largas y negras. Frunció el ceño al observar su boca, la cual no le agradaba desde que la directora de la escuela le comentó que tenía boca de pucheros. Decidió que era una lástima que su cuerpo fuera tan corto. Siempre pensó que necesitaba más estatura, debido a sus curvas generosas. Hizo una mueca y decidió que no lamentaba tener un busto lleno, pero sí demasiadas caderas. De pronto, la dominó una sensación de depresión, y se dejó caer sobre la cama de agua. En el fondo de su corazón, sabía que no era su apariencia lo que alejaba a Pedro, pues él indicó con claridad que era demasiado joven para él. Además, tenía la sensación de que él todavía no se recuperaba de su rompimiento con Virginia. Suspiró y se puso de pie. Tomó una botella de perfume que estaba encima del tocador y se perfumó. Una fragancia exótica, dejada allí por algunas de las novias de su tío.
Cuando llegó, Pedro y Matías descansaban en sillas de extensión, y bebían cerveza. De inmediato, Matías se puso de pie y le indicó que ocupara su silla, mientras iba en busca de una copa del vino blanco preferido por Paula.
—Te perfumaste —comento Pedro de pronto—. Por lo general, no usas perfume.
A Paula le molestó su brusquedad. A la mayoría de los hombres les agrada que una mujer se perfume, y no criticaban ese hecho.
—Lamento que no te agrade —señaló Paula, con irritación—. ¿Me alejo más?
—¡Sería una buena idea!
—¿Qué te sucede esta noche? —lo observó antes de hacer la pregunta.
—Es el calor —se lamentó Pedro y terminó de beber la cerveza—. ¿Puedes creer que Mati quiere jugar póquer después de la cena? Le dije que sería imposible, más asegura que tú y yo podríamos colaborar. Se supone que te sentarás junto a mí, y medirás las cartas que me tocaron.
La idea de sentarse cerca de Pedro toda la noche la hizo sentir una sensación de vacío en el estómago.
—No estoy segura de que eso resulte —comentó Paula. Notó que Pedro fruncía el ceño, por lo que rió y añadió—: Soy buena jugadora de póquer, y discutiríamos sobre las cartas a tirar.
Pedro dejó escapar un sonido de impaciencia. Matías llegó con la bebida de ella, se la entregó y volvió a desaparecer. Paula miró a Pedro, y de manera inconsciente, su mirada se deslizó hasta los musculosos muslos. El recuerdo de lo sucedido por la tarde hizo que sintiera calor en las mejillas.
—¿En qué piensas?
Paula dió un salto ante la pregunta repentina.
—Oh... yo...
—Vamos, sé honesta.
—No creo que en realidad quieras saberlo —respondió Paula y rió.
Dió un trago de vino.
—Estoy deseoso de saberlo —aseguró Pedro.
—¿Lo estás? —no pudo evitar la ironía en su voz.
Pedro la notó de inmediato y la miró. Como el sol se había metido, no tenía puestos los anteojos, y el impacto de su mirada ciega fue enervante.
—Piensas que soy muy anticuado, ¿No es así, Paula?
—Si te queda la chaqueta. La ira se reflejó en el rostro de Pedro.
—Eso se dice con mucha facilidad. ¿Preferirías que actuara como lo hace la generación moderna? ¿Qué cediera ante cada deseo o necesidad que sienta? — preguntó Pedro. Paula sintió una ira inesperada—. ¿Sabes lo que siento esta noche? Mañana regresamos a Sydney y en dos días estaré en ese maldito hospital para que me operen. Odio la inseguridad, las dudas. Odio lo que me hace sentir todo eso. ¡Débil, impotente!
—Oh, Pedro, no deberías...
—¿No debería qué? —la interrumpió —. ¿No debería maldecir? ¿No debería preocuparme? Me estoy volviendo loco de preocupación, sin mencionar... —dejó de hablar y pasó la mano temblorosa por el cabello—. Ansio... distracción. ¿Qué sugieres que haga? ¿Que te invite a vivir una aventura rápida? —asía su vaso de cerveza con fuerza—. Si eres tan sensual como hueles, con seguridad podría dormir después.
—¡La cena está lista! —gritó Matías al asomar la cabeza—. Vengan.
Una Esperanza: Capítulo 17
—No lo creo, Pedro. Estoy bastante cansada. Te veré mañana por la tarde. ¿De nuevo a las tres? ¿Y en la playa?
—¿Traerás otro libro de Dick Francis?
—Por supuesto que traeré algo —indicó Paula. Pensó que sería más seguro si tenía algo concreto que hacer—. Adiós —se acercó y le dio un beso en la mejilla. Pensó que era lo más atrevido que podía hacer—. Buenas noches, duerme bien.
—Tú también —señaló Pedro.
Por supuesto, Paula no durmió bien. No pudo dormirse hasta cerca del amanecer.
- ¡Pensé que no vendrías! —le reprochó Pedro, cuando a la tarde siguiente bajó a la playa, cerca de las cuatro—. ¿Trajiste otro libro?
—No.
—¿Por qué no? —quiso saber Pedro.
—La ausencia hace que el corazón sienta más afecto —opinó Paula. Pensó que nunca dijo algo más verdadero. Durante las horas que estuvo alejada de Pedro, no dejó de pensar en él—. Dick Francis aparecerá cada segundo día.
Pedro gimió al escucharla.
—Hubieras sido un comandante perfecto de la SS, Paula Chaves.
—Entonces, obedece órdenes. Hoy haremos un crucigrama —llevaba un periódico viejo, un diccionario y una sombrilla de playa. Hacía demasiado calor para sentarse bajo el sol, y tampoco se torturaría todos los días untándole a Pedro la loción bronceadura.
Con eficiencia arregló todo, e hizo que él se sentara en la sombra. Al terminar los arreglos, añadió con voz firme:
—Uno, horizontal: robado cerca del Ecuador... tres letras...
Resultaron ser dos semanas muy agradables. Paula y Matías conspiraron para apartar la mente de Pedro del cercano trauma. Leyeron libros de Dick Francis, hicieron crucigramas, nadaron, tomaron el sol y pescaron. Matías les cocinó toda clase de comidas interesantes, y una vez más sorprendió a Paula, quien descubrió que aunque analfabeto, era un hombre de muchos talentos, con una gran capacidad para la bondad y el cariño. Pronto fueron buenos amigos.
Sus sentimientos hacia Pedro no estaban todavía muy claros en su mente. También eran buenos amigos, de eso no cabía duda. Resultaba obvio que a él le agradaba tenerla cerca, a pesar de que continuaba con sus bromas y la trataba de una manera que la irritaba. Daba tanto como recibía, pero a cada momento le resultaba más difícil controlar el lado sexual de sus sentimientos. Hasta entonces, logró controlar su pasión, excepto en sus sueños; sin embargo, de vez en cuando la traicionaba su cuerpo y lo miraba con ansiedad fiera.
Agradeció que Matías no estuviera presente durante el incidente que ocurrió durante la última tarde de su estancia en la playa. Fue a la ciudad a comprar comida china para la última cena juntos. Como se sentía demasiado calor, Paula y Pedro fueron a nadar. Cuando salieron del mar, alrededor de las cuatro, todavía hacía calor para recostarse bajo el sol, por lo que ambos fueron hacia la casa.
Pedro iba por delante, y tal vez olvidó que las plantas de sus pies todavía estaban húmedas y que los escalones de piedra podrían resultar resbalosos. Paula marchaba detrás de él, cuando unos escalones arriba, Pedro resbaló. Cayó hacia atrás, agitando brazos y piernas, chocó con Paula, y ambos rodaron hacia abajo. Por voluntad o accidente, pudo asir los brazos de ella y hacerla girar, de manera que que él y no ella quien recibió el golpe de la caída, y su espalda chocó contra la arena, al tiempo que Paula le quedaba encima. Ella aterrizó sobre él, sus senos quedaron oprimidos contra el vientre de Pedro, sus labios junto a un pezón masculino, una de sus manos alrededor de su cuello, y la otra entre los muslos. Por un segundo quedaron inmóviles. Paula no se atrevía a mover la mano de esa posición embarazosa.
—¿Te encuentras bien? —preguntó al fin Pedro.
—Sí... ¿Y tú? —su voz sonó ronca.
—Bien... creo... —respondió Pedro.
Paula sintió las mejillas hirviendo al levantar la cabeza y ver dónde estaba colocada su mano. El costado de ésta quedó contra el traje de baño, y al retirar la mano temblorosa, no pudo evitar que sus dedos índice y pulgar rozaran la prenda húmeda, en una caricia íntima. El gemido que se escuchó fue de Pedro, no de ella. El cuerpo varonil se excitó con sorprendente rapidez y murmuró:
—¡Demonios!
Mortificada, Paulase puso de pie, sin saber hacia dónde mirar o qué hacer. El corazón le latía con fuerza, y sentía la garganta seca. Decidió que lo mejor sería ignorar lo sucedido, y fingir que no lo notó.
—Toma... mi mano —ofreció de inmediato. Pedro le asió la mano con firmeza, pero cuando dudó, preguntó—: ¿Estás seguro de que te encuentras bien?
Pedro emitió un sonido que podría ser de impaciencia o frustración.
—No fue un daño permanente —indicó él y se puso de pie.
Paula sintió alivio al notar que al levantarse, su cuerpo había vuelto casi a la normalidad.
—Tal vez sea mejor que te ayude a subir —sugirió Paula—. No lo deseaba, pero sabía que debía hacerlo. Su corazón todavía no calmaba sus latidos.
—No, gracias. Puedo lograrlo solo —aseguró Pedro.
Estaba enfadado y avergonzado. En otra ocasión, con otra mujer, por ejemplo, Virginia, su excitación sería algo deseado, mas con Paula, era un enfado.
Ése pensamiento deprimió a la chica. Al mirarlo a la cara, comprendió algo que resultaba todavía más devastador. Amaba a Pedro, lo amaba con todo el amor que podía dar su corazón joven. No podía negarlo. Era algo que la consumía y que hacía parecer sin importancia y valor cualquier otra cosa que sintiera por otro hombre. Él comprender lo anterior, llevó a su corazón un dolor verdadero que lo contraía y que la hacía desear llorar. ¿Cómo pudo permitir que sucediera? Pedro nunca la amaría. ¡Nunca! No sólo eso, sino que enamorarse era lo último que deseaba para ella. Lo observó cuando se volvió para colocar un pie en el primer escalón, el conocimiento de su amor hacía que deseara tocarlo más que nunca. Pensó que sería maravilloso hacer el amor con alguien a quien se amaba... poder besarse, abrazarse, acariciarse... En ese momento, agradeció no haber entregado su virginidad a alguien como Pablo. Sentía un gran pesar al saber que nunca tendría la oportunidad de entregarse al hombre que amaba, a ese hombre que se alejaba de ella, que al día siguiente regresaría a Sydney y a una vida en la que no era probable que hubiera un lugar para ella, ni siquiera como amiga.
—¡Pedro! —gritó Paula cuando él llegó a la terraza. Él se detuvo, para volverse despacio—. No subiré en este momento. Me gustaría lavar mi cabello esta tarde. Matías quiere que esté aquí a las siete, a más tardar. No me necesitas ahora, ¿O sí?
Pedro no respondió durante un par de segundos, lo cual le puso de punta los nervios. Oró para que no la necesitara en ese momento.
—No... Vete —respondió al fin—. Te veré después.
Paula se detuvo aliviada, pero al mismo tiempo, miserable. Se volvió y con rapidez caminó por la arena caliente.
—¿Traerás otro libro de Dick Francis?
—Por supuesto que traeré algo —indicó Paula. Pensó que sería más seguro si tenía algo concreto que hacer—. Adiós —se acercó y le dio un beso en la mejilla. Pensó que era lo más atrevido que podía hacer—. Buenas noches, duerme bien.
—Tú también —señaló Pedro.
Por supuesto, Paula no durmió bien. No pudo dormirse hasta cerca del amanecer.
- ¡Pensé que no vendrías! —le reprochó Pedro, cuando a la tarde siguiente bajó a la playa, cerca de las cuatro—. ¿Trajiste otro libro?
—No.
—¿Por qué no? —quiso saber Pedro.
—La ausencia hace que el corazón sienta más afecto —opinó Paula. Pensó que nunca dijo algo más verdadero. Durante las horas que estuvo alejada de Pedro, no dejó de pensar en él—. Dick Francis aparecerá cada segundo día.
Pedro gimió al escucharla.
—Hubieras sido un comandante perfecto de la SS, Paula Chaves.
—Entonces, obedece órdenes. Hoy haremos un crucigrama —llevaba un periódico viejo, un diccionario y una sombrilla de playa. Hacía demasiado calor para sentarse bajo el sol, y tampoco se torturaría todos los días untándole a Pedro la loción bronceadura.
Con eficiencia arregló todo, e hizo que él se sentara en la sombra. Al terminar los arreglos, añadió con voz firme:
—Uno, horizontal: robado cerca del Ecuador... tres letras...
Resultaron ser dos semanas muy agradables. Paula y Matías conspiraron para apartar la mente de Pedro del cercano trauma. Leyeron libros de Dick Francis, hicieron crucigramas, nadaron, tomaron el sol y pescaron. Matías les cocinó toda clase de comidas interesantes, y una vez más sorprendió a Paula, quien descubrió que aunque analfabeto, era un hombre de muchos talentos, con una gran capacidad para la bondad y el cariño. Pronto fueron buenos amigos.
Sus sentimientos hacia Pedro no estaban todavía muy claros en su mente. También eran buenos amigos, de eso no cabía duda. Resultaba obvio que a él le agradaba tenerla cerca, a pesar de que continuaba con sus bromas y la trataba de una manera que la irritaba. Daba tanto como recibía, pero a cada momento le resultaba más difícil controlar el lado sexual de sus sentimientos. Hasta entonces, logró controlar su pasión, excepto en sus sueños; sin embargo, de vez en cuando la traicionaba su cuerpo y lo miraba con ansiedad fiera.
Agradeció que Matías no estuviera presente durante el incidente que ocurrió durante la última tarde de su estancia en la playa. Fue a la ciudad a comprar comida china para la última cena juntos. Como se sentía demasiado calor, Paula y Pedro fueron a nadar. Cuando salieron del mar, alrededor de las cuatro, todavía hacía calor para recostarse bajo el sol, por lo que ambos fueron hacia la casa.
Pedro iba por delante, y tal vez olvidó que las plantas de sus pies todavía estaban húmedas y que los escalones de piedra podrían resultar resbalosos. Paula marchaba detrás de él, cuando unos escalones arriba, Pedro resbaló. Cayó hacia atrás, agitando brazos y piernas, chocó con Paula, y ambos rodaron hacia abajo. Por voluntad o accidente, pudo asir los brazos de ella y hacerla girar, de manera que que él y no ella quien recibió el golpe de la caída, y su espalda chocó contra la arena, al tiempo que Paula le quedaba encima. Ella aterrizó sobre él, sus senos quedaron oprimidos contra el vientre de Pedro, sus labios junto a un pezón masculino, una de sus manos alrededor de su cuello, y la otra entre los muslos. Por un segundo quedaron inmóviles. Paula no se atrevía a mover la mano de esa posición embarazosa.
—¿Te encuentras bien? —preguntó al fin Pedro.
—Sí... ¿Y tú? —su voz sonó ronca.
—Bien... creo... —respondió Pedro.
Paula sintió las mejillas hirviendo al levantar la cabeza y ver dónde estaba colocada su mano. El costado de ésta quedó contra el traje de baño, y al retirar la mano temblorosa, no pudo evitar que sus dedos índice y pulgar rozaran la prenda húmeda, en una caricia íntima. El gemido que se escuchó fue de Pedro, no de ella. El cuerpo varonil se excitó con sorprendente rapidez y murmuró:
—¡Demonios!
Mortificada, Paulase puso de pie, sin saber hacia dónde mirar o qué hacer. El corazón le latía con fuerza, y sentía la garganta seca. Decidió que lo mejor sería ignorar lo sucedido, y fingir que no lo notó.
—Toma... mi mano —ofreció de inmediato. Pedro le asió la mano con firmeza, pero cuando dudó, preguntó—: ¿Estás seguro de que te encuentras bien?
Pedro emitió un sonido que podría ser de impaciencia o frustración.
—No fue un daño permanente —indicó él y se puso de pie.
Paula sintió alivio al notar que al levantarse, su cuerpo había vuelto casi a la normalidad.
—Tal vez sea mejor que te ayude a subir —sugirió Paula—. No lo deseaba, pero sabía que debía hacerlo. Su corazón todavía no calmaba sus latidos.
—No, gracias. Puedo lograrlo solo —aseguró Pedro.
Estaba enfadado y avergonzado. En otra ocasión, con otra mujer, por ejemplo, Virginia, su excitación sería algo deseado, mas con Paula, era un enfado.
Ése pensamiento deprimió a la chica. Al mirarlo a la cara, comprendió algo que resultaba todavía más devastador. Amaba a Pedro, lo amaba con todo el amor que podía dar su corazón joven. No podía negarlo. Era algo que la consumía y que hacía parecer sin importancia y valor cualquier otra cosa que sintiera por otro hombre. Él comprender lo anterior, llevó a su corazón un dolor verdadero que lo contraía y que la hacía desear llorar. ¿Cómo pudo permitir que sucediera? Pedro nunca la amaría. ¡Nunca! No sólo eso, sino que enamorarse era lo último que deseaba para ella. Lo observó cuando se volvió para colocar un pie en el primer escalón, el conocimiento de su amor hacía que deseara tocarlo más que nunca. Pensó que sería maravilloso hacer el amor con alguien a quien se amaba... poder besarse, abrazarse, acariciarse... En ese momento, agradeció no haber entregado su virginidad a alguien como Pablo. Sentía un gran pesar al saber que nunca tendría la oportunidad de entregarse al hombre que amaba, a ese hombre que se alejaba de ella, que al día siguiente regresaría a Sydney y a una vida en la que no era probable que hubiera un lugar para ella, ni siquiera como amiga.
—¡Pedro! —gritó Paula cuando él llegó a la terraza. Él se detuvo, para volverse despacio—. No subiré en este momento. Me gustaría lavar mi cabello esta tarde. Matías quiere que esté aquí a las siete, a más tardar. No me necesitas ahora, ¿O sí?
Pedro no respondió durante un par de segundos, lo cual le puso de punta los nervios. Oró para que no la necesitara en ese momento.
—No... Vete —respondió al fin—. Te veré después.
Paula se detuvo aliviada, pero al mismo tiempo, miserable. Se volvió y con rapidez caminó por la arena caliente.
jueves, 20 de julio de 2017
Una Esperanza: Capítulo 16
Paula estaba en un error, pues terminaron el libro ese día. Ambos se interesaron tanto, que no quisieron abandonar la lectura. Cuando Matías insistió que subieran a comer, el libro los acompañó, y ella leyó mientras devoraron hamburguesas y cervezas.
Matías aseguró que estaban locos al permitir que un libro los cautivara de esa manera. Paula terminó el último renglón después de las nueve, y suspiró satisfecha.
—Nuestro héroe demostró una o dos cosas a esos malhechores, ¿No es así? — preguntó Paula, y miró a Pedro, quien estaba recostado en un sillón, con los tobillos y los brazos cruzados. Tenía los ojos cerrados, detrás de los anteojos—. No te habrás dormido, ¿O sí?
—No... sólo pensaba.
—¿Acerca del libro?
—Sí, y en la vida... —respondió Pedro.
El pecho de Paula se oprimió, pues por instinto sabía que él pensaba en su prometida, y en la manera como lo dejó, cuando más la necesitaba. Su corazón dió un vuelco. ¡Qué infierno vivió Pedro! Despertar en un hospital, herido y ciego, y necesitar con desesperación el consuelo que sólo puede dar la familia y los seres queridos... mas no tuvo una familia que le sostuviera la mano... ni un ser amado...
—¿Qué hay acerca de la vida? —inquirió con suavidad Paula, con la esperanza de que confiara en ella.
Pedro se sentó erguido, la tensión podía verse en todo su cuerpo.
—Una joven como tú no desea discutir con seriedad sobre la vida —manifestó.
—¿Quieres dejar de decir cosas como esa? Ya te lo dije con anterioridad. Casi cumplo los veintiún años, y muchas mujeres a mi edad ya están casadas y tienen hijos.
—Por desgracia, es verdad —aceptó Pedro— y en unos años, estarán divorciadas y tendrán niños problema.
Paula sólo pudo mover la cabeza ante los comentarios de Pedro. Comprendía que tenía motivo para estar amargado, por lo que le hizo Virginia. También aceptaba que no era fácil para él, cuando faltaba poco para la operación, pero no le haría ningún favor si le permitía usarla como paño de lágrimas.
—Tienes que dejar de catalogar a la gente, Pedro—habló con firmeza—. No toda la juventud es indigna de confianza. No sé qué te sucede en ocasiones, pues te refieres a mi edad como si fuera una palabra sucia. Supongo que tu Virgnia era joven, al igual que esa chica de la que se enamoró tu maestro.
La risa de Pedro se escuchó muy seca.
—Virginia tiene treinta y dos años y antes que sumes dos y dos y vuelvas a obtener un resultado equivocado, ella también es inteligente, fría, calmada, y rica. Como dije antes, era perfecta...
Paula quedó sorprendida y muy confundida. ¿Por qué se fue Virginia? ¿No pudo aceptar un marido ciego, aunque fuera de forma temporal? ¿Qué clase de amor era ese, si desaparecía con tanta rapidez? April aceptó que no era fácil enfrentar la ceguera, mas sabía que ella no hubiera dejado a su prometido, de encontrarse en el lugar de Virginia, aunque fuera una ceguera permanente.
—Su amor no fue muy profundo, Pedro, si te dejó de esa manera. Estás mejor sin ella. Algunas mujeres...
—¡Deja eso en paz! —pidió Pedro y se puso de pie.
Caminó hacia adelante, y golpeó su espinilla contra el borde de la mesita. Maldijo y se inclinó para frotar la pierna. El primer instinto de Paula fue correr y ayudarlo, mas una voz interior le indicó que no lo hiciera.
—No sé cómo puedes soportarte, Pedro Alfonso—le reprochó Paula—. No eres la primera persona que han abandonado en el mundo. Deberías agradecer que no quedaras ciego para siempre. Si no fuera porque siento lástima por Matías, quien tiene que soportarte, me iría en este momento y no volvería a hablarte, mucho menos a leerte libros.
El silencio duró unos momentos. De pronto, Pedro movió la cabeza hacia atrás y empezó a reír.
—¡Eres única! Con honestidad, no sé lo que hubiera hecho si no estuvieras aquí.
—¡Continuarías respirando, y quizá, no sentirías lástima por tí!
Pedro volvió a reír.
—¿Qué dijiste que ibas a ser? ¿Economista? Pienso que el ejército te sentaría mucho mejor. Ponte de pie muy firme, Pedro. Levanta la barbilla, mete el estómago, la mirada hacia el frente —fue haciendo lo que decía—. ¿Cómo estuvo eso, sargento?
Paula apartó la mirada de sus músculos, antes de responder.
—Pasable, para ser un soldado muy viejo.
—¡Oh!
Matías había ido a pescar, y en ese momento apareció en la terraza, con un par de pescados.
—Ya regresó Matías—anunció Paula—. Será mejor que me vaya.
—¿Tienes que irte? Empezaba a divertirme.
—¿Así es? ¿Quieres decir que no disfrutaste todas esas horas durante las cuales te leí? —preguntó Paula—. ¡Eso es gratitud!
—¿Por qué no te quedas a cenar? —la invitó Pedro.
Paula ignoró el deseo de quedarse, pues temía lo que ese hombre le hacía sentir, sólo por estar en la misma habitación.
Matías aseguró que estaban locos al permitir que un libro los cautivara de esa manera. Paula terminó el último renglón después de las nueve, y suspiró satisfecha.
—Nuestro héroe demostró una o dos cosas a esos malhechores, ¿No es así? — preguntó Paula, y miró a Pedro, quien estaba recostado en un sillón, con los tobillos y los brazos cruzados. Tenía los ojos cerrados, detrás de los anteojos—. No te habrás dormido, ¿O sí?
—No... sólo pensaba.
—¿Acerca del libro?
—Sí, y en la vida... —respondió Pedro.
El pecho de Paula se oprimió, pues por instinto sabía que él pensaba en su prometida, y en la manera como lo dejó, cuando más la necesitaba. Su corazón dió un vuelco. ¡Qué infierno vivió Pedro! Despertar en un hospital, herido y ciego, y necesitar con desesperación el consuelo que sólo puede dar la familia y los seres queridos... mas no tuvo una familia que le sostuviera la mano... ni un ser amado...
—¿Qué hay acerca de la vida? —inquirió con suavidad Paula, con la esperanza de que confiara en ella.
Pedro se sentó erguido, la tensión podía verse en todo su cuerpo.
—Una joven como tú no desea discutir con seriedad sobre la vida —manifestó.
—¿Quieres dejar de decir cosas como esa? Ya te lo dije con anterioridad. Casi cumplo los veintiún años, y muchas mujeres a mi edad ya están casadas y tienen hijos.
—Por desgracia, es verdad —aceptó Pedro— y en unos años, estarán divorciadas y tendrán niños problema.
Paula sólo pudo mover la cabeza ante los comentarios de Pedro. Comprendía que tenía motivo para estar amargado, por lo que le hizo Virginia. También aceptaba que no era fácil para él, cuando faltaba poco para la operación, pero no le haría ningún favor si le permitía usarla como paño de lágrimas.
—Tienes que dejar de catalogar a la gente, Pedro—habló con firmeza—. No toda la juventud es indigna de confianza. No sé qué te sucede en ocasiones, pues te refieres a mi edad como si fuera una palabra sucia. Supongo que tu Virgnia era joven, al igual que esa chica de la que se enamoró tu maestro.
La risa de Pedro se escuchó muy seca.
—Virginia tiene treinta y dos años y antes que sumes dos y dos y vuelvas a obtener un resultado equivocado, ella también es inteligente, fría, calmada, y rica. Como dije antes, era perfecta...
Paula quedó sorprendida y muy confundida. ¿Por qué se fue Virginia? ¿No pudo aceptar un marido ciego, aunque fuera de forma temporal? ¿Qué clase de amor era ese, si desaparecía con tanta rapidez? April aceptó que no era fácil enfrentar la ceguera, mas sabía que ella no hubiera dejado a su prometido, de encontrarse en el lugar de Virginia, aunque fuera una ceguera permanente.
—Su amor no fue muy profundo, Pedro, si te dejó de esa manera. Estás mejor sin ella. Algunas mujeres...
—¡Deja eso en paz! —pidió Pedro y se puso de pie.
Caminó hacia adelante, y golpeó su espinilla contra el borde de la mesita. Maldijo y se inclinó para frotar la pierna. El primer instinto de Paula fue correr y ayudarlo, mas una voz interior le indicó que no lo hiciera.
—No sé cómo puedes soportarte, Pedro Alfonso—le reprochó Paula—. No eres la primera persona que han abandonado en el mundo. Deberías agradecer que no quedaras ciego para siempre. Si no fuera porque siento lástima por Matías, quien tiene que soportarte, me iría en este momento y no volvería a hablarte, mucho menos a leerte libros.
El silencio duró unos momentos. De pronto, Pedro movió la cabeza hacia atrás y empezó a reír.
—¡Eres única! Con honestidad, no sé lo que hubiera hecho si no estuvieras aquí.
—¡Continuarías respirando, y quizá, no sentirías lástima por tí!
Pedro volvió a reír.
—¿Qué dijiste que ibas a ser? ¿Economista? Pienso que el ejército te sentaría mucho mejor. Ponte de pie muy firme, Pedro. Levanta la barbilla, mete el estómago, la mirada hacia el frente —fue haciendo lo que decía—. ¿Cómo estuvo eso, sargento?
Paula apartó la mirada de sus músculos, antes de responder.
—Pasable, para ser un soldado muy viejo.
—¡Oh!
Matías había ido a pescar, y en ese momento apareció en la terraza, con un par de pescados.
—Ya regresó Matías—anunció Paula—. Será mejor que me vaya.
—¿Tienes que irte? Empezaba a divertirme.
—¿Así es? ¿Quieres decir que no disfrutaste todas esas horas durante las cuales te leí? —preguntó Paula—. ¡Eso es gratitud!
—¿Por qué no te quedas a cenar? —la invitó Pedro.
Paula ignoró el deseo de quedarse, pues temía lo que ese hombre le hacía sentir, sólo por estar en la misma habitación.
Una Esperanza: Capítulo 15
"Estás madura y lista para un amante, Paula" le había dicho Pablo, después que ella le confesó su falta de experiencia. "Debes agradecer que no me haya aprovechado de ese hecho". En aquel entonces, no se lo agradeció.
—Podría quedarme así por siempre —murmuró Pedro con voz soñadora, y se apoyó hacia atrás, contra las manos de Paula.
El contacto repentino de la parte superior de su espalda con los senos de Paula la impresionó y lo empujó para que se enderezara.
—Ya es suficiente —manifestó —. Vine aquí para leerte, no para ser tu esclava personal —en silencio le pidió que le permitiera ser su esclava.
—Muy bien —Pedro se volvió y se recostó sobre el estómago—. Lee, mas no me culpes si me quedo dormido, pues me siento muy relajado.
¡Él estaba relajado, pero ella tenía los nervios de punta!
Paula se tomó su tiempo y buscó una postura cómoda en la arena, antes de abrir el libro. Aspiró profundo y empezó a leer. Unas páginas después pensó que era típico, pues se trataba de una novela acerca del rechazo. Al notar que callaba dudosa, Pedro preguntó:
—¿Acaso eso es todo?
—Oh, cállate, o tendrás que pedirle a Matías que te lea.
—Imposible —aseguró Pedro.
—Nada es imposible.
—Mati no sabe leer —explicó Pedro.
El corazón de Paula se entristeció. Una vez más se sentía culpable por permitir que sus propios sentimientos la consumieran, cuando la gente que la rodeaba tenía problemas mayores, tales como un compromiso roto, la ceguera, el no saber leer.
—¡Oh, Pedro! ¡Pobre hombre!
—Sí. Iba a enseñarlo a leer antes que ocurriera este maldito accidente. No quiso asistir a la escuela nocturna porque aseguró que no soportaría que se rieran de él.
—No me digas más o lloraré —pidió Paula.
Pedro se inclinó y le dió golpecitos en el brazo.
—Eres muy tierna. Será mejor que te endurezcas, cariño, o el mundo te comerá. Al menos... eso es lo que Matías siempre aconseja.
—¿Y cuál es tu consejo? —preguntó Paula.
—En tu lugar, no pediría mi consejo respecto a los problemas de la vida en este momento —respondió Pedro con ironía—. Solía pensar que tenía todas las respuestas, que sabía con exactitud adonde iba y lo que quería de la vida. Observaba las malas decisiones que otros tomaban respecto a sus carreras y compañeros, yestaba seguro de haber evitado todos los escollos. Lograba que mi nombre fuera reconocido en el mundo del arte y estaba a punto de contraer el matrimonio perfecto, según pensaba. ¡Todo quedó en tinieblas de pronto! Créeme, Paula, el quedarse ciego le da a uno una nueva perspectiva —rió—. ¡Al menos, descubres quiénes son tus verdaderos amigos!
—¿No tienes familia, Pedro? —le impresionó el tono de amargura que escuchó en su voz.
—No, mis padres no eran jóvenes cuando me tuvieron. Hace algunos años murieron. Tengo un par de primos distantes en diferentes lugares de Australia, pero a nadie cercano.
—¿Come empezaste a esculpir? —quizo saber Paula.
Tenía la intención de que Pedro dejara de pensar en el accidente, y en la infelicidad subsecuente.
—Papá y mamá eran artistas. Papá pintor y mamá alfarera. Uno de sus amigos era escultor... un hombre fascinante. A los trece años, solía ir a su estudio y fingía que quería aprender a esculpir, sólo para escuchar las historias que contaba; sin embargo, antes de darme cuenta, quedé atrapado.
—Parece que él es un hombre interesante —comentó Paula.
—Lo era, pues ya murió. El certificado de defunción dice que fue cirrosis hepática, pero para mí, con más exactitud, fue un corazón roto.
—¿Qué sucedió? —preguntó Paula.
—Se enamoró de una de sus estudiantes... una chica veinte años más joven que él. Se casó con ella después de un noviazgo rápido.
—¿Y?
—Sucedió lo inevitable, por supuesto —respondió Pedro—. Después de seis meses, la luna de miel terminó. ¡Al menos para ella! Un día, simplemente dijo que él la aburría, y se fue con otro de los estudiantes, un joven de veinte años. Gabriel quedó destrozado, empezó a beber y no dejó de hacerlo hasta que murió. Fue una gran pérdida, y todo porque permitió que su corazón gobernara a su cabeza. Fue un loco al casarse con una jovencita.
Paula parpadeó ante el rencor que expresaba Pedro y comprendió por qué era tan desdeñoso con las jóvenes, en particular con las estudiantes. Era evidente que la muerte de su maestro causó una fuerte impresión en su mente adolescente, y le hizo pensar que no se podía tener fe en ninguna mujer joven. El hecho de ser hijo único de padres mayores, también contribuyó a que él tuviera es.e punto de vista. ¿Qué bien obtenía al comprender la actitud de Pedro? Eso señalaba la inutilidad de sentir por él otra cosa que no fuera amistad. Respiró profundo, y dejó salir el aire contenido con un suspiro.
Después de una pausa, Pedro añadió:
—Algo me dice que Dick Francis no será escuchado bien hoy. ¿Qué te parece si mejor dormimos una siesta?
Paula se controló, decidida a concentrarse en ser la amiga que él necesitaba.
—¡En definitiva, no! —aseguró —. A las cinco ya habremos llegado a la página cien. Mañana terminaremos. Ahora... volveré a empezar...
—Podría quedarme así por siempre —murmuró Pedro con voz soñadora, y se apoyó hacia atrás, contra las manos de Paula.
El contacto repentino de la parte superior de su espalda con los senos de Paula la impresionó y lo empujó para que se enderezara.
—Ya es suficiente —manifestó —. Vine aquí para leerte, no para ser tu esclava personal —en silencio le pidió que le permitiera ser su esclava.
—Muy bien —Pedro se volvió y se recostó sobre el estómago—. Lee, mas no me culpes si me quedo dormido, pues me siento muy relajado.
¡Él estaba relajado, pero ella tenía los nervios de punta!
Paula se tomó su tiempo y buscó una postura cómoda en la arena, antes de abrir el libro. Aspiró profundo y empezó a leer. Unas páginas después pensó que era típico, pues se trataba de una novela acerca del rechazo. Al notar que callaba dudosa, Pedro preguntó:
—¿Acaso eso es todo?
—Oh, cállate, o tendrás que pedirle a Matías que te lea.
—Imposible —aseguró Pedro.
—Nada es imposible.
—Mati no sabe leer —explicó Pedro.
El corazón de Paula se entristeció. Una vez más se sentía culpable por permitir que sus propios sentimientos la consumieran, cuando la gente que la rodeaba tenía problemas mayores, tales como un compromiso roto, la ceguera, el no saber leer.
—¡Oh, Pedro! ¡Pobre hombre!
—Sí. Iba a enseñarlo a leer antes que ocurriera este maldito accidente. No quiso asistir a la escuela nocturna porque aseguró que no soportaría que se rieran de él.
—No me digas más o lloraré —pidió Paula.
Pedro se inclinó y le dió golpecitos en el brazo.
—Eres muy tierna. Será mejor que te endurezcas, cariño, o el mundo te comerá. Al menos... eso es lo que Matías siempre aconseja.
—¿Y cuál es tu consejo? —preguntó Paula.
—En tu lugar, no pediría mi consejo respecto a los problemas de la vida en este momento —respondió Pedro con ironía—. Solía pensar que tenía todas las respuestas, que sabía con exactitud adonde iba y lo que quería de la vida. Observaba las malas decisiones que otros tomaban respecto a sus carreras y compañeros, yestaba seguro de haber evitado todos los escollos. Lograba que mi nombre fuera reconocido en el mundo del arte y estaba a punto de contraer el matrimonio perfecto, según pensaba. ¡Todo quedó en tinieblas de pronto! Créeme, Paula, el quedarse ciego le da a uno una nueva perspectiva —rió—. ¡Al menos, descubres quiénes son tus verdaderos amigos!
—¿No tienes familia, Pedro? —le impresionó el tono de amargura que escuchó en su voz.
—No, mis padres no eran jóvenes cuando me tuvieron. Hace algunos años murieron. Tengo un par de primos distantes en diferentes lugares de Australia, pero a nadie cercano.
—¿Come empezaste a esculpir? —quizo saber Paula.
Tenía la intención de que Pedro dejara de pensar en el accidente, y en la infelicidad subsecuente.
—Papá y mamá eran artistas. Papá pintor y mamá alfarera. Uno de sus amigos era escultor... un hombre fascinante. A los trece años, solía ir a su estudio y fingía que quería aprender a esculpir, sólo para escuchar las historias que contaba; sin embargo, antes de darme cuenta, quedé atrapado.
—Parece que él es un hombre interesante —comentó Paula.
—Lo era, pues ya murió. El certificado de defunción dice que fue cirrosis hepática, pero para mí, con más exactitud, fue un corazón roto.
—¿Qué sucedió? —preguntó Paula.
—Se enamoró de una de sus estudiantes... una chica veinte años más joven que él. Se casó con ella después de un noviazgo rápido.
—¿Y?
—Sucedió lo inevitable, por supuesto —respondió Pedro—. Después de seis meses, la luna de miel terminó. ¡Al menos para ella! Un día, simplemente dijo que él la aburría, y se fue con otro de los estudiantes, un joven de veinte años. Gabriel quedó destrozado, empezó a beber y no dejó de hacerlo hasta que murió. Fue una gran pérdida, y todo porque permitió que su corazón gobernara a su cabeza. Fue un loco al casarse con una jovencita.
Paula parpadeó ante el rencor que expresaba Pedro y comprendió por qué era tan desdeñoso con las jóvenes, en particular con las estudiantes. Era evidente que la muerte de su maestro causó una fuerte impresión en su mente adolescente, y le hizo pensar que no se podía tener fe en ninguna mujer joven. El hecho de ser hijo único de padres mayores, también contribuyó a que él tuviera es.e punto de vista. ¿Qué bien obtenía al comprender la actitud de Pedro? Eso señalaba la inutilidad de sentir por él otra cosa que no fuera amistad. Respiró profundo, y dejó salir el aire contenido con un suspiro.
Después de una pausa, Pedro añadió:
—Algo me dice que Dick Francis no será escuchado bien hoy. ¿Qué te parece si mejor dormimos una siesta?
Paula se controló, decidida a concentrarse en ser la amiga que él necesitaba.
—¡En definitiva, no! —aseguró —. A las cinco ya habremos llegado a la página cien. Mañana terminaremos. Ahora... volveré a empezar...
Una Esperanza: Capítulo 14
—Bueno, entonces, te veré en la playa alrededor de las tres, ¿De acuerdo?
Sin esperar respuesta, Paula se volvió y subió con rapidez por los escalones.
Poco antes de las tres, Paula bajó a la playa. Pedro ya se encontraba sentado en la arena, y al acercarse, ella notó que se aplicaba loción protectora del sol en los brazos. Sintió la necesidad loca de acercarse a él, de colocar las manos sobre sus anteojos y preguntarle ¿Quién es? Sabía que lo haría reír. No obstante, no se atrevió a tocarlo, y decidió que sería mejor mantener las manos alejadas.
¡Qué diferente fue la situación en el verano anterior, en esa misma playa con Pablo, quien fue todo manos y la sedujo con su encanto sofisticado, dejando muy en claro sus intenciones. Estuvo enamorada en secreto de él durante algún tiempo. Ese fue uno de los motivos por los que acompañaba a su tío a menudo a las exposiciones en su galería. Pablo nunca la notó, hasta que se encontró solo en su casa de la playa, el verano anterior, después de que su última chica se fue. Estaba con el tío Juan en su casa de la playa. La idea que su tío tenía respecto a unas vacaciones, era leer y dormir mucho, por lo que la dejaba sola. Fue ingenua y tonta al no comprender hasta mucho después, que no fue honorable que él intentara seducir a la joven sobrina de un amigo. Ahora consideraba que tuvo suerte al escapar de Pablo.
Deslizó la mirada sobre el hermoso y semidesnudo cuerpo de Pedro, al tiempo que se dejó caer en la arena, a su lado. El instinto le dijo que él no se mofaría de su virginidad como lo hizo Pablo. Se entristecía al pensar que Pedro creía que era disoluta en ese aspecto.
—¡Ah! —exclamó Pedro. Una amplia sonrisa apareció en su rostro al volverlo hacia ella—. Regresó Florence Nightingale. ¿Qué espléndido libro trajiste para leerme? ¿Harold Robbins? ¿Jackie Collins? —su insinuación resultaba clara, pensaba que una joven moderna como ella sólo leería libros cuyos personajes reflejaran valores modernos.
Paula se sintió herida. El no tenía derecho para juzgarla con tanta dureza, ni tampoco para burlarse. Decidió que si Hugh continuaba actuando así, encontraría la edición de pasta dura entre sus perfectos dientes.
—Lo lamento — habló con dulzura—. Ya leí todas las obras de Harold Robbins y Jackie Collins al menos tres veces... hasta marqué las partes jugosas para volver a ellas.
—Touché —murmuró Pedro—. De acuerdo, ¿Qué trajiste?
—HighStakes.
—¿High Stakes? ¿Quién lo escribió? —quiso saber Pedro.
—Dick Francis.
—No he leído ninguna novela suya —comentó él.
—Tampoco yo —era el autor favorito de su tío, por lo que supuso que a un hombre le gustaría ese libro. Pedro empezó a untar loción en sus piernas, y a darles masaje. Paula apartó la mirada—. ¿Empiezo?
—En un segundo —respondió Pedro y untó loción sobre sus hombros—. ¿Ya te pusiste tu filtro solar?
—Sí —siempre se lo aplicaba desnuda, si planeaba ponerse el bikini, y no tenía objeto no ponérselo ahora.
Paula fijó la mirada en la diminuta prenda roja, y lo hizo con cierta ironía. Al menos, Matías no podía acusarla de vestirse para seducir a un hombre ciego. Con toda liberación no se perfumó, pues tenía la sensación de que él notaría cualquier maniobra sugestiva que hiciera. Esto parecía ridículo, si se tomaba en cuenta la actitud de Pedro hacia ella. A pesar de su irritación, la devoción protectora de Matías hacia Pedro la conmovía, pues hablaba de una naturaleza cariñosa debajo del exterior rudo.
—¡Toma! —Pedro extendió la mano, tenía el tubo en la palma—. Poneme un poco de loción en la espalda. No puedo hacerlo bien.
Sorprendida, Paula miró el tubo un momento, antes de tomarlo.
—¿Qué hacías antes que llegara? —preguntó Paula.
—Contorsiones.
—¡Vaya! —exclamó Paula.
Puso loción en la palma de su mano, y después, en la espalda de Pedro.
—¡Hey! ¡Está fría! —protestó Pedro—. Pudiste calentarla un poco en tu mano.
—¡Oh, cielos! ¡Qué niño! —dejó de untarle la loción con movimientos rudos, y lo hizo deslizando la mano con más suavidad.
Con los movimientos lentos, fue consciente de la piel suave, sin vello, como satén... como un satén sedoso, fresco y sensual... Paula tragó saliva, y trató de que sus dedos no permanecieran sobre los músculos más de lo necesario. Añadió con voz ahogada por la emoción:
—Creo que te puse demasiada crema, la piel no la absorberá.
—Continúa con lo que haces —pidió Pedro y suspiró—. Se siente maravilloso.
En contra de todos los dictados de su conciencia y sentido común, Paula se arrodilló detrás de él, y continuó untando la loción con movimientos acariciantes, hasta que los nervios en su estómago le produjeron sensaciones más turbadoras. No podía engañarse, se estaba excitando. Sabía que eso sucedería si lo tocaba, lo supo desde el primer momento, cuando vio su belleza desnuda. Sintió la garganta seca, mientras continuaba el masaje. Los dedos le temblaban, y sentía una ansiedad en el cuerpo.
Sin esperar respuesta, Paula se volvió y subió con rapidez por los escalones.
Poco antes de las tres, Paula bajó a la playa. Pedro ya se encontraba sentado en la arena, y al acercarse, ella notó que se aplicaba loción protectora del sol en los brazos. Sintió la necesidad loca de acercarse a él, de colocar las manos sobre sus anteojos y preguntarle ¿Quién es? Sabía que lo haría reír. No obstante, no se atrevió a tocarlo, y decidió que sería mejor mantener las manos alejadas.
¡Qué diferente fue la situación en el verano anterior, en esa misma playa con Pablo, quien fue todo manos y la sedujo con su encanto sofisticado, dejando muy en claro sus intenciones. Estuvo enamorada en secreto de él durante algún tiempo. Ese fue uno de los motivos por los que acompañaba a su tío a menudo a las exposiciones en su galería. Pablo nunca la notó, hasta que se encontró solo en su casa de la playa, el verano anterior, después de que su última chica se fue. Estaba con el tío Juan en su casa de la playa. La idea que su tío tenía respecto a unas vacaciones, era leer y dormir mucho, por lo que la dejaba sola. Fue ingenua y tonta al no comprender hasta mucho después, que no fue honorable que él intentara seducir a la joven sobrina de un amigo. Ahora consideraba que tuvo suerte al escapar de Pablo.
Deslizó la mirada sobre el hermoso y semidesnudo cuerpo de Pedro, al tiempo que se dejó caer en la arena, a su lado. El instinto le dijo que él no se mofaría de su virginidad como lo hizo Pablo. Se entristecía al pensar que Pedro creía que era disoluta en ese aspecto.
—¡Ah! —exclamó Pedro. Una amplia sonrisa apareció en su rostro al volverlo hacia ella—. Regresó Florence Nightingale. ¿Qué espléndido libro trajiste para leerme? ¿Harold Robbins? ¿Jackie Collins? —su insinuación resultaba clara, pensaba que una joven moderna como ella sólo leería libros cuyos personajes reflejaran valores modernos.
Paula se sintió herida. El no tenía derecho para juzgarla con tanta dureza, ni tampoco para burlarse. Decidió que si Hugh continuaba actuando así, encontraría la edición de pasta dura entre sus perfectos dientes.
—Lo lamento — habló con dulzura—. Ya leí todas las obras de Harold Robbins y Jackie Collins al menos tres veces... hasta marqué las partes jugosas para volver a ellas.
—Touché —murmuró Pedro—. De acuerdo, ¿Qué trajiste?
—HighStakes.
—¿High Stakes? ¿Quién lo escribió? —quiso saber Pedro.
—Dick Francis.
—No he leído ninguna novela suya —comentó él.
—Tampoco yo —era el autor favorito de su tío, por lo que supuso que a un hombre le gustaría ese libro. Pedro empezó a untar loción en sus piernas, y a darles masaje. Paula apartó la mirada—. ¿Empiezo?
—En un segundo —respondió Pedro y untó loción sobre sus hombros—. ¿Ya te pusiste tu filtro solar?
—Sí —siempre se lo aplicaba desnuda, si planeaba ponerse el bikini, y no tenía objeto no ponérselo ahora.
Paula fijó la mirada en la diminuta prenda roja, y lo hizo con cierta ironía. Al menos, Matías no podía acusarla de vestirse para seducir a un hombre ciego. Con toda liberación no se perfumó, pues tenía la sensación de que él notaría cualquier maniobra sugestiva que hiciera. Esto parecía ridículo, si se tomaba en cuenta la actitud de Pedro hacia ella. A pesar de su irritación, la devoción protectora de Matías hacia Pedro la conmovía, pues hablaba de una naturaleza cariñosa debajo del exterior rudo.
—¡Toma! —Pedro extendió la mano, tenía el tubo en la palma—. Poneme un poco de loción en la espalda. No puedo hacerlo bien.
Sorprendida, Paula miró el tubo un momento, antes de tomarlo.
—¿Qué hacías antes que llegara? —preguntó Paula.
—Contorsiones.
—¡Vaya! —exclamó Paula.
Puso loción en la palma de su mano, y después, en la espalda de Pedro.
—¡Hey! ¡Está fría! —protestó Pedro—. Pudiste calentarla un poco en tu mano.
—¡Oh, cielos! ¡Qué niño! —dejó de untarle la loción con movimientos rudos, y lo hizo deslizando la mano con más suavidad.
Con los movimientos lentos, fue consciente de la piel suave, sin vello, como satén... como un satén sedoso, fresco y sensual... Paula tragó saliva, y trató de que sus dedos no permanecieran sobre los músculos más de lo necesario. Añadió con voz ahogada por la emoción:
—Creo que te puse demasiada crema, la piel no la absorberá.
—Continúa con lo que haces —pidió Pedro y suspiró—. Se siente maravilloso.
En contra de todos los dictados de su conciencia y sentido común, Paula se arrodilló detrás de él, y continuó untando la loción con movimientos acariciantes, hasta que los nervios en su estómago le produjeron sensaciones más turbadoras. No podía engañarse, se estaba excitando. Sabía que eso sucedería si lo tocaba, lo supo desde el primer momento, cuando vio su belleza desnuda. Sintió la garganta seca, mientras continuaba el masaje. Los dedos le temblaban, y sentía una ansiedad en el cuerpo.
Una Esperanza: Capítulo 13
La historia que le contó Pedro respecto a Matías resultó conmovedora. El pobre hombre tuvo una infancia terrible. Padres borrachos y abusivos, palizas constantes, asistencia a la escuela interrumpida. No recibió amor.
A los catorce años, Matías huyó de casa, y como era de constitución fuerte, pudo conseguir empleo como trabajador en una construcción. Cuando tuvo la edad suficiente para obtener licencia para conducir, se dedicó al transporte en camiones, de un estado a otro. A los veinticinco años, ahorró lo suficiente para comprar su propio vehículo. Eso en sí resultó remunerado, mas su necesidad de tener familia propia era grande. Contrajo matrimonio con una hermosa camarera rubia, y empezó a trabajar más, para proporcionar una bonita casa a su esposa y futuros hijos. No le importaron las largas horas que tuvo que trabajar, puesto que tenía una meta… un propósito en la vida. Su nueva esposa no fue muy paciente para conseguir las buenas cosas de la vida. Le presentó a su marido un amigo, quien tenía ideas acerca de cómo enriquecerse con rapidez. No de muy buena gana, estuvo de acuerdo en tomar parte en un robo a la mansión vacía de un millonario y fue atrapado. Tan pronto estuvo en la cárcel, su esposa inició los trámites del divorcio. Desesperado, intentó un escape frustrado, lo cual aumentó su sentencia, y no hizo nada para detener el inevitable divorcio.
Pedro lo conoció a diez años después, cuando un capellán del Ejército de Salvación le pidió que diera clases de arte en la prisión. Matías sorprendió a los guardias al inscribirse en las clases de escultura. Sin embargo, lo único que hizo durante seis meses, fue sentarse en la parte posterior del salón, con los brazos cruzados, sin pronunciar jamás una palabra. Al fin, un día se acercó a Pedro para decirle:
—Me gustaría hacer algo... con ese material —señaló un pedazo de mármol que llevó Pedro.
Le tomó mucho tiempo, mas la escultura sencilla de un perro, fue la mejor obra que logró un estudiante de Pedro. Su amistad nació junto con su relación de trabajo, y la promesa de Pedro de proporcionarle empleo y habitación ayudó a que lo soltaran antes de terminar su sentencia.
El accidente automovilístico de Pedro sucedió un par de días antes que Matías saliera de la prisión. Apenas salió de la cárcel, fue a visitarlo al hospital, y se negó a alejarse del lado de la cama del enfermo. Cuando necesitó que alguien lo cuidara durante los largos meses de recuperación, él fue la alternativa natural.
—Por supuesto que le pago —comentó Pedro—aunque estoy seguro que lo haría por nada —Paula estuvo de acuerdo, pues Matías lo adoraba como a un héroe. Ella comprendía el sentimiento, era evidente que Pedro fue la primera persona que en verdad le extendió la mano—. Tengo la sensación de que a pesar de sus gruñidos, le agradas, Paula.
Paula rió al escucharlo.
—No lo creo.
—No estoy de acuerdo contigo. Cuando a él no le agrada alguien, es muy expresivo con las palabras. Las cosas que dijo acerca de Virginia te harían estremecer.
—¿Virginia? —preguntó April.
—Mi prometida —explicó Pedro y rió, aunque su risa no resultó un sonido alegre—.Palabra equivocada... mi ex prometida.
Llegaron junto a los escalones de la casa de Paula, y cuando Pedro extendió la mano para asir la barandilla, ella notó que cerraba los dedos con fuerza sobre la madera, hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Esperó un momento antes de darle una explicación.
—No hay motivo para que no lo sepas. Virginia conducía cuando ocurrió el accidente. Chocó con un coche en la intersección. No resultó lastimada, excepto por algunos golpes menores. Entiendo que estuvo junto a mi cama un par de días. Yo estaba en un estado de semi inconsciencia, por lo que no recuerdo. Cuando los médicos le dijeran que estaba ciego, se quitó el anillo y se fue. No la he visto desde entonces.
Al fin soltó la barandilla. Respiró profundo y expandió su ancho pecho, antes de añadir:
—Creo que mi experiencia ha reforzado la actitud de Mati hacia las mujeres. Estoy seguro de que después de unos días, él y tú se llevarán muy bien, Paula. A él le agrada la gente auténtica, y siento que a pesar de tu impetuosidad juvenil, eres genuina... muy genuina — su mano derecha encontró la barbilla de ella y la levantó. En seguida se inclinó para rozar su frente con un beso ligero y muy platónico—. Gracias por sacarme de mi coraza y por ofrecerme tu amistad cuando la necesité.
Paula intentó hablar, pero no pudo, ya que el nudo que sentía en la garganta amenazaba con convertirse en lágrimas. Pedro deslizó la mano por su cuello y la apoyó en el hombro, y sin dejar de fruncir el ceño preguntó:
—¿Sucede algo?
Paula se aclaró la garganta antes de responder.
—No. ¿Debería suceder algo?
—Supongo que no —Pedro continuaba con el ceño fruncido.
A los catorce años, Matías huyó de casa, y como era de constitución fuerte, pudo conseguir empleo como trabajador en una construcción. Cuando tuvo la edad suficiente para obtener licencia para conducir, se dedicó al transporte en camiones, de un estado a otro. A los veinticinco años, ahorró lo suficiente para comprar su propio vehículo. Eso en sí resultó remunerado, mas su necesidad de tener familia propia era grande. Contrajo matrimonio con una hermosa camarera rubia, y empezó a trabajar más, para proporcionar una bonita casa a su esposa y futuros hijos. No le importaron las largas horas que tuvo que trabajar, puesto que tenía una meta… un propósito en la vida. Su nueva esposa no fue muy paciente para conseguir las buenas cosas de la vida. Le presentó a su marido un amigo, quien tenía ideas acerca de cómo enriquecerse con rapidez. No de muy buena gana, estuvo de acuerdo en tomar parte en un robo a la mansión vacía de un millonario y fue atrapado. Tan pronto estuvo en la cárcel, su esposa inició los trámites del divorcio. Desesperado, intentó un escape frustrado, lo cual aumentó su sentencia, y no hizo nada para detener el inevitable divorcio.
Pedro lo conoció a diez años después, cuando un capellán del Ejército de Salvación le pidió que diera clases de arte en la prisión. Matías sorprendió a los guardias al inscribirse en las clases de escultura. Sin embargo, lo único que hizo durante seis meses, fue sentarse en la parte posterior del salón, con los brazos cruzados, sin pronunciar jamás una palabra. Al fin, un día se acercó a Pedro para decirle:
—Me gustaría hacer algo... con ese material —señaló un pedazo de mármol que llevó Pedro.
Le tomó mucho tiempo, mas la escultura sencilla de un perro, fue la mejor obra que logró un estudiante de Pedro. Su amistad nació junto con su relación de trabajo, y la promesa de Pedro de proporcionarle empleo y habitación ayudó a que lo soltaran antes de terminar su sentencia.
El accidente automovilístico de Pedro sucedió un par de días antes que Matías saliera de la prisión. Apenas salió de la cárcel, fue a visitarlo al hospital, y se negó a alejarse del lado de la cama del enfermo. Cuando necesitó que alguien lo cuidara durante los largos meses de recuperación, él fue la alternativa natural.
—Por supuesto que le pago —comentó Pedro—aunque estoy seguro que lo haría por nada —Paula estuvo de acuerdo, pues Matías lo adoraba como a un héroe. Ella comprendía el sentimiento, era evidente que Pedro fue la primera persona que en verdad le extendió la mano—. Tengo la sensación de que a pesar de sus gruñidos, le agradas, Paula.
Paula rió al escucharlo.
—No lo creo.
—No estoy de acuerdo contigo. Cuando a él no le agrada alguien, es muy expresivo con las palabras. Las cosas que dijo acerca de Virginia te harían estremecer.
—¿Virginia? —preguntó April.
—Mi prometida —explicó Pedro y rió, aunque su risa no resultó un sonido alegre—.Palabra equivocada... mi ex prometida.
Llegaron junto a los escalones de la casa de Paula, y cuando Pedro extendió la mano para asir la barandilla, ella notó que cerraba los dedos con fuerza sobre la madera, hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Esperó un momento antes de darle una explicación.
—No hay motivo para que no lo sepas. Virginia conducía cuando ocurrió el accidente. Chocó con un coche en la intersección. No resultó lastimada, excepto por algunos golpes menores. Entiendo que estuvo junto a mi cama un par de días. Yo estaba en un estado de semi inconsciencia, por lo que no recuerdo. Cuando los médicos le dijeran que estaba ciego, se quitó el anillo y se fue. No la he visto desde entonces.
Al fin soltó la barandilla. Respiró profundo y expandió su ancho pecho, antes de añadir:
—Creo que mi experiencia ha reforzado la actitud de Mati hacia las mujeres. Estoy seguro de que después de unos días, él y tú se llevarán muy bien, Paula. A él le agrada la gente auténtica, y siento que a pesar de tu impetuosidad juvenil, eres genuina... muy genuina — su mano derecha encontró la barbilla de ella y la levantó. En seguida se inclinó para rozar su frente con un beso ligero y muy platónico—. Gracias por sacarme de mi coraza y por ofrecerme tu amistad cuando la necesité.
Paula intentó hablar, pero no pudo, ya que el nudo que sentía en la garganta amenazaba con convertirse en lágrimas. Pedro deslizó la mano por su cuello y la apoyó en el hombro, y sin dejar de fruncir el ceño preguntó:
—¿Sucede algo?
Paula se aclaró la garganta antes de responder.
—No. ¿Debería suceder algo?
—Supongo que no —Pedro continuaba con el ceño fruncido.
martes, 18 de julio de 2017
Una Esperanza: Capítulo 12
El hombre emitió otro gruñido, sin dejar de trabajar en la cocina. Paula gimió en silencio. Dos semanas..... dos largas semanas de una tortura masoquista, al estar cerca de ese hombre tan sensual, que la trataba como una chiquilla mimada... y al fondo, su secuaz, observando cada movimiento que ella hacía.
—No podría estar dos semanas sin saber lo que les sucedió a tus ojos —aseguró Paula con desafío.
Pedro rió.
—Es justo. Tuve un accidente automovilístico. Fue un choque en una intersección... El parabrisas de mi—auto se estrelló, y algunas de las astillas penetraron en mis córneas, y derramaron el humor vitreo... la sustancia gelatinosa que tenemos en el interior del globo del ojo.
Paula agradeció que Hugn no pudiera ver la expresión de pesar en su rostro.
—¿Cómo arreglarán eso? —quiso saber Paula.
Pedro encogió los hombros.
—El cirujano coloca una sonda y extrae el líquido gelatinoso dañado. Después, por la misma sonda, introduce una solución de sal y productos químicos, la cual compensa el líquido perdido... ¡Y listo! Visión restaurada al instante.
Paula se impresionó por la operación; sin embargo, sabía que era imperativo que demostrara seguridad respecto a dicha operación.
—¿No es maravilloso todo lo que puede hacer la medicina estos días?—preguntó Paula.
Pedro estuvo de acuerdo, y de manera inesperada, se quitó los anteojos oscuros y frotó sus ojos. Paula no pudo evitar mirarlo. Después de lo que él comentó, esperaba ver algún daño o cicatríz, mas no era así. Sus ojos eran hermosos, no azules por completo, sino más bien grises, con el borde azul oscuro. Alrededor de éstos podían verse algunas líneas, y parecía más viejo sin los anteojos.
—¿No deberías dejártelos puestos? —inquirió Matías—. Sabes lo que dijo el médico. Cualquier luz intensa es mala para tí.
Pedro gimió; sin embargo, volvió a ponerse los anteojos. Paula se bajó del taburete.
—Debo irme —anunció—. Tengo planes para leer al menos cuatro novelas mientras estoy aquí, sin mencionar que quiero adquirir un bronceado. Gracias por el té, Matías, y a tí, Pedro, por prestarme tu toalla—se quitó la toalla de sus hombros y la dejó sobre la barra.
—¿Qué tal si me lees en alguna ocasión, Paula? —preguntó Pedro, cuando ella se volvió para partir.
Paula se quedó muy quieta.
—Oh... por supuesto... si lo deseas. ¿Qué?
—Cualquier cosa que tengas estará bien —manifestó Pedro.
Paula pensó en las novelas que llevaba, todas ellas éxitos románticos, no la clase de libros para leerle a Pedro en voz alta.
—Veré que libros tiene el tío Juan—indicó Paula.
—Bien. ¿Cuándo?
Antes de responder, Paula se mordió el labio. ¿Cómo podía negarse?
—Podría regresar después de las tres —informó —. No me gusta estar en el sol cuando el día está cálido. Podríamos sentarnos en la arena mientras te leo.
—¡Bien! Es una gran chica, ¿No es así, Mati? —Matías gruñó de nuevo. Resultaba sorprendente la cantidad de gruñidos, que emitía el hombre. Este en definitiva parecía decir: "Esperemos para ver"—. Caminaré contigo hasta tu casa —ofreció Pedro y se puso de pie.
—Oh... no tienes que hacerlo —comentó Paula.
—Lo sé —resultaba claro que estaba decidido a acompañarla. Paula aspiró profundo antes de seguirlo. Pensó que todo estaría bien, mientras no quisiera tomarle la mano. Tan, pronto como estuvieron en la playa, Pedro volvió a hablar—. Quería darte una explicación sobre Matías. Sé que parece rudo, pero hay motivos para su comportamiento, Paula, los cuales me gustaría que conocieras.
Paula no se atrevió a decirle que preferiría no conocerlos, que de pronto deseaba huir de Pedro y de todo lo que estuviera asociado con él, y correr lo más rápido posible. Lo recorrió con la mirada, y su corazón se contrajo, pues sabía que se quedaría. Permanecería a su lado y escucharía, le leería y permitiría que la naturaleza siguiera su curso cruel e inevitable.
—No podría estar dos semanas sin saber lo que les sucedió a tus ojos —aseguró Paula con desafío.
Pedro rió.
—Es justo. Tuve un accidente automovilístico. Fue un choque en una intersección... El parabrisas de mi—auto se estrelló, y algunas de las astillas penetraron en mis córneas, y derramaron el humor vitreo... la sustancia gelatinosa que tenemos en el interior del globo del ojo.
Paula agradeció que Hugn no pudiera ver la expresión de pesar en su rostro.
—¿Cómo arreglarán eso? —quiso saber Paula.
Pedro encogió los hombros.
—El cirujano coloca una sonda y extrae el líquido gelatinoso dañado. Después, por la misma sonda, introduce una solución de sal y productos químicos, la cual compensa el líquido perdido... ¡Y listo! Visión restaurada al instante.
Paula se impresionó por la operación; sin embargo, sabía que era imperativo que demostrara seguridad respecto a dicha operación.
—¿No es maravilloso todo lo que puede hacer la medicina estos días?—preguntó Paula.
Pedro estuvo de acuerdo, y de manera inesperada, se quitó los anteojos oscuros y frotó sus ojos. Paula no pudo evitar mirarlo. Después de lo que él comentó, esperaba ver algún daño o cicatríz, mas no era así. Sus ojos eran hermosos, no azules por completo, sino más bien grises, con el borde azul oscuro. Alrededor de éstos podían verse algunas líneas, y parecía más viejo sin los anteojos.
—¿No deberías dejártelos puestos? —inquirió Matías—. Sabes lo que dijo el médico. Cualquier luz intensa es mala para tí.
Pedro gimió; sin embargo, volvió a ponerse los anteojos. Paula se bajó del taburete.
—Debo irme —anunció—. Tengo planes para leer al menos cuatro novelas mientras estoy aquí, sin mencionar que quiero adquirir un bronceado. Gracias por el té, Matías, y a tí, Pedro, por prestarme tu toalla—se quitó la toalla de sus hombros y la dejó sobre la barra.
—¿Qué tal si me lees en alguna ocasión, Paula? —preguntó Pedro, cuando ella se volvió para partir.
Paula se quedó muy quieta.
—Oh... por supuesto... si lo deseas. ¿Qué?
—Cualquier cosa que tengas estará bien —manifestó Pedro.
Paula pensó en las novelas que llevaba, todas ellas éxitos románticos, no la clase de libros para leerle a Pedro en voz alta.
—Veré que libros tiene el tío Juan—indicó Paula.
—Bien. ¿Cuándo?
Antes de responder, Paula se mordió el labio. ¿Cómo podía negarse?
—Podría regresar después de las tres —informó —. No me gusta estar en el sol cuando el día está cálido. Podríamos sentarnos en la arena mientras te leo.
—¡Bien! Es una gran chica, ¿No es así, Mati? —Matías gruñó de nuevo. Resultaba sorprendente la cantidad de gruñidos, que emitía el hombre. Este en definitiva parecía decir: "Esperemos para ver"—. Caminaré contigo hasta tu casa —ofreció Pedro y se puso de pie.
—Oh... no tienes que hacerlo —comentó Paula.
—Lo sé —resultaba claro que estaba decidido a acompañarla. Paula aspiró profundo antes de seguirlo. Pensó que todo estaría bien, mientras no quisiera tomarle la mano. Tan, pronto como estuvieron en la playa, Pedro volvió a hablar—. Quería darte una explicación sobre Matías. Sé que parece rudo, pero hay motivos para su comportamiento, Paula, los cuales me gustaría que conocieras.
Paula no se atrevió a decirle que preferiría no conocerlos, que de pronto deseaba huir de Pedro y de todo lo que estuviera asociado con él, y correr lo más rápido posible. Lo recorrió con la mirada, y su corazón se contrajo, pues sabía que se quedaría. Permanecería a su lado y escucharía, le leería y permitiría que la naturaleza siguiera su curso cruel e inevitable.
Una Esperanza: Capítulo 11
—Paula piensa que soy un viejo quisquilloso —le dijo Pedro a Matías, sin dejar de reír.
Matías le dirigió a Paula una mirada sospechosa que la hizo estremecer.
—Es hora de tu masaje —anunció Matías.
—De acuerdo —respondió Pedro y se puso de pie. Paula lo imitó, pues sabía que el vigilante la corría—. Oh, Mati, ella es Paula Chaves, la sobrina de Juan Richards, el dueño de la otra casa de la playa.
—Señorita Chaves—saludó Matías con frialdad.
—April, te presento a Matías Chambers, compañero escultor, conductor de camiones, enfermero, instructor de gimnasia, chofer, y mi mejor compañero.
Paula se sorprendió al escuchar las palabras de Pedro y ver el brillo de afecto en los ojos de Matías. Ese brillo desapareció al mirarla de nuevo a ella.
—Olvidaste mencionar que soy un ex convicto.
—No lo olvidé, Mati—la boca de Pedro formó una línea delgada—, eso ya terminó.
—Me gusta ventilar todo —insistió Matías—, para que la gente no se sorprenda después. ¿Quieres saber por qué estuve allí, jovencita?
—Mati... —lo previno Pedro.
—No me importa saberlo —comentó Paula— si no te importa decírmelo.
—Por robo de mayor cuantía —explicó Matías—. Después, escapé de la custodia legal. Pasé once años en prisión.
Hubo un silencio. Paula mantuvo la mirada fija, y sintió lástima por ese hombre brusco con mirada dura.
—Como dijo Pedro, Matías... ya pagaste tu deuda con la sociedad... —extendió la mano— y el que sea amigo de él, es amigo mío.
La expresión de Matías fue de sorpresa y le estrechó la mano.
—Sí. Algunas personas no lo ven de esa manera —informó. Le soltó la mano y se alejó—. El té está listo, si deseas un poco, jovencita —añadió por encima del hombro.
Pedro extendió una mano y encontró el hombro de Paula. Se inclinó más hacia ella.
—Eso fue encantador, Paula... muy dulce. Créeme, no hay ningún mal en Mati.
Paula ya no pensaba en Matías, pues toda su mente se concentraba, en el toque de la mano de Pedro, y en el murmullo tibio que sentía sobre su cabello. Antes de volver a hablar, Pedro apartó al fin los dedos del hombro de ella.
—Vamos... jovencita. Ayúdame a encontrar mi loción bronceadora. Está por aquí.
—¡Vaya! —exclamó Paula, aliviada porque él se apartó—. Pensé que no deseabas un trato especial. Te has desenvuelto bastante bien solo, y ahora no puedes encontrar un tubo pequeño.
—Eso fue antes de tener a una mujer cerca —señaló Pedro—. Mati me hace valerme por sí mismo. ¿La encontraste? Bien. Toma mi mano y llévame a casa.
El conducirlo hasta la casa resultó una gran experiencia, en particular, cuando Pedro insistió en tener un soporte más firme al subir los escalones, labrados en el farallón. Dijo que todavía estaban húmedos, por lo que colocó un brazo alrededor de la cintura de Paula, y el costado de su seno rozó las costillas de él. De inmediato, una sensación de calor invadió el cuerpo de la joven, y se apartó de él tan pronto como llegaron a la terraza. La intensidad de su respuesta ante un contacto accidental resultó turbadora.
Matías les abrió la puerta y condujo a Pedro hasta un taburete, frente a la barra del desayunador. La casa de Pablo era muy diferente a la de su tío, que era de madera. La casa era amplia y lujosa, fabricada de concreto y cristal, con muebles de piel y todas las comodidades modernas. Paula quedó muy impresionada el año anterior, cuando Pablo la invitó a pasar a su casa. Ahora, la veía como lo que era, una construcción costosa, sin personalidad, la cual reflejaba el gusto de un hombre dispendioso y sin personalidad. Matías llevó dos tazas de té, y Pedro le preguntó a ella:
—¿Quieres una galleta?
—No, gracias.
—Siéntate junto a mí —sugirió Pedro y dió golpecitos al taburete adjunto al suyo—. Hablame más de tí. Primero que nada, ¿Por qué vives con tu tío? ¿En donde está tu familia?
—Viven en Nyngan.
—¡Ah, una chica del campo! Tú vienes del campo, ¿No es así, Mati? —preguntó Pedro. Matías respondió con un gruñido—. ¿Este es tu último año en la universidad? ¿Qué harás cuando termines tus estudios?
Antes de responder, Paula dió un sorbo al té.
—Me espera un empleo en el Herald, como aprendíz de periodista en la sección de negocios.
—Eso es bastante serio para una joven como tú —opinó Pedro.
Una vez más, su tono burlón irritó a Paula.
—No lo creo.
—¡No tienes que engreírte! —sugirió Pedro.
—Entonces, no me hables de esa manera. Hablas como mi padre.
—Bueno, casi tengo la edad suficiente como para ser tu padre. Dinos, Paula, ¿Cuánto tiempo te quedarás aquí?
—Dos semanas.
—Es el mismo tiempo que me queda, antes de tener que regresar a Sydney para mi operación —explicó Pedro—. Creo que nos podríamos quedar aquí dos semanas, ¿No lo crees, Mati?
Matías le dirigió a Paula una mirada sospechosa que la hizo estremecer.
—Es hora de tu masaje —anunció Matías.
—De acuerdo —respondió Pedro y se puso de pie. Paula lo imitó, pues sabía que el vigilante la corría—. Oh, Mati, ella es Paula Chaves, la sobrina de Juan Richards, el dueño de la otra casa de la playa.
—Señorita Chaves—saludó Matías con frialdad.
—April, te presento a Matías Chambers, compañero escultor, conductor de camiones, enfermero, instructor de gimnasia, chofer, y mi mejor compañero.
Paula se sorprendió al escuchar las palabras de Pedro y ver el brillo de afecto en los ojos de Matías. Ese brillo desapareció al mirarla de nuevo a ella.
—Olvidaste mencionar que soy un ex convicto.
—No lo olvidé, Mati—la boca de Pedro formó una línea delgada—, eso ya terminó.
—Me gusta ventilar todo —insistió Matías—, para que la gente no se sorprenda después. ¿Quieres saber por qué estuve allí, jovencita?
—Mati... —lo previno Pedro.
—No me importa saberlo —comentó Paula— si no te importa decírmelo.
—Por robo de mayor cuantía —explicó Matías—. Después, escapé de la custodia legal. Pasé once años en prisión.
Hubo un silencio. Paula mantuvo la mirada fija, y sintió lástima por ese hombre brusco con mirada dura.
—Como dijo Pedro, Matías... ya pagaste tu deuda con la sociedad... —extendió la mano— y el que sea amigo de él, es amigo mío.
La expresión de Matías fue de sorpresa y le estrechó la mano.
—Sí. Algunas personas no lo ven de esa manera —informó. Le soltó la mano y se alejó—. El té está listo, si deseas un poco, jovencita —añadió por encima del hombro.
Pedro extendió una mano y encontró el hombro de Paula. Se inclinó más hacia ella.
—Eso fue encantador, Paula... muy dulce. Créeme, no hay ningún mal en Mati.
Paula ya no pensaba en Matías, pues toda su mente se concentraba, en el toque de la mano de Pedro, y en el murmullo tibio que sentía sobre su cabello. Antes de volver a hablar, Pedro apartó al fin los dedos del hombro de ella.
—Vamos... jovencita. Ayúdame a encontrar mi loción bronceadora. Está por aquí.
—¡Vaya! —exclamó Paula, aliviada porque él se apartó—. Pensé que no deseabas un trato especial. Te has desenvuelto bastante bien solo, y ahora no puedes encontrar un tubo pequeño.
—Eso fue antes de tener a una mujer cerca —señaló Pedro—. Mati me hace valerme por sí mismo. ¿La encontraste? Bien. Toma mi mano y llévame a casa.
El conducirlo hasta la casa resultó una gran experiencia, en particular, cuando Pedro insistió en tener un soporte más firme al subir los escalones, labrados en el farallón. Dijo que todavía estaban húmedos, por lo que colocó un brazo alrededor de la cintura de Paula, y el costado de su seno rozó las costillas de él. De inmediato, una sensación de calor invadió el cuerpo de la joven, y se apartó de él tan pronto como llegaron a la terraza. La intensidad de su respuesta ante un contacto accidental resultó turbadora.
Matías les abrió la puerta y condujo a Pedro hasta un taburete, frente a la barra del desayunador. La casa de Pablo era muy diferente a la de su tío, que era de madera. La casa era amplia y lujosa, fabricada de concreto y cristal, con muebles de piel y todas las comodidades modernas. Paula quedó muy impresionada el año anterior, cuando Pablo la invitó a pasar a su casa. Ahora, la veía como lo que era, una construcción costosa, sin personalidad, la cual reflejaba el gusto de un hombre dispendioso y sin personalidad. Matías llevó dos tazas de té, y Pedro le preguntó a ella:
—¿Quieres una galleta?
—No, gracias.
—Siéntate junto a mí —sugirió Pedro y dió golpecitos al taburete adjunto al suyo—. Hablame más de tí. Primero que nada, ¿Por qué vives con tu tío? ¿En donde está tu familia?
—Viven en Nyngan.
—¡Ah, una chica del campo! Tú vienes del campo, ¿No es así, Mati? —preguntó Pedro. Matías respondió con un gruñido—. ¿Este es tu último año en la universidad? ¿Qué harás cuando termines tus estudios?
Antes de responder, Paula dió un sorbo al té.
—Me espera un empleo en el Herald, como aprendíz de periodista en la sección de negocios.
—Eso es bastante serio para una joven como tú —opinó Pedro.
Una vez más, su tono burlón irritó a Paula.
—No lo creo.
—¡No tienes que engreírte! —sugirió Pedro.
—Entonces, no me hables de esa manera. Hablas como mi padre.
—Bueno, casi tengo la edad suficiente como para ser tu padre. Dinos, Paula, ¿Cuánto tiempo te quedarás aquí?
—Dos semanas.
—Es el mismo tiempo que me queda, antes de tener que regresar a Sydney para mi operación —explicó Pedro—. Creo que nos podríamos quedar aquí dos semanas, ¿No lo crees, Mati?
Una Esperanza: Capítulo 10
—Que eres inteligente, además de ser hermosa.
Paula agradeció que no pudiera ver su rubor.
—No me llamaría hermosa —opinó Paula—. Pensé que sólo podías ver la silueta de forma vaga.
—Matías tiene una visión perfecta —explicó Pedro y rió—. Dice que eres una hermosura.
—Pienso que es un exagerado —comentó la chica.
—Pudiera ser, Pau. Pudiera ser... —volvió la cabeza hacia ella—. Él piensa que tal vez yo te gusto.
—¿Me gustas? —repitió Paula y sintió un nudo en la garganta.
—Sí. En apariencia, resulto atractivo a las damas, ahora que tengo buenos músculos y piel bronceada, sin mencionar mi cabello veteado por el sol —habló con ironía, y en su boca apareció una mueca—. Tal vez de haber tenido todo lo anterior hace unos meses, mi querida prometida no habría desaparecido con tanta rapidez después del accidente.
Paula luchó por controlar sus emociones. Sintió pesar al enterarse de que estuvo comprometido. Sin embargo, ¿acaso no sabía que habría alguna mujer en su vida? Aunque la relación con esa mujer terminó en apariencia, resultaba obvio que no sucedió lo mismo con los sentimientos de él. Como guardó silencio, él insistió.
—¿Y bien, Paula? ¿Tiene razón Mati? ¿Mi atractivo recién adquirido resulta de interés para tus ojos adolescentes?
Era la segunda ocasión que Pedro se refería a la edad. Resultaba claro que cualquier joven que acabara de cumplir los veinte años, para él tenía la cabeza vacía y no podía pensar con sensatez. Paula comprendió que aunque él no estuviera ciego y dolido por terminar su compromiso, tal actitud arruinaría cualquier esperanza de una relación entre ellos. Esto último le dolió más de lo que esperaba, y su orgullo herido la hizo responder con petulancia.
—No tienes que preocuparte por mí sobre eso, Pedro—rió—. Si algo hay en la universidad, son hombres guapos y superficiales. En lo único que piensan es en el sexo. Resulta aburrido después de un tiempo. Por eso vine a este lugar, para alejarme de esa clase de vida por un tiempo.
Durante varios segundos, Pedro guardó silencio. April sabía que debido a su ansiedad de parecer sofisticada y poco afectada, se excedió, y sonó corrió la chica inmadura que él pensaba que era. De inmediato lo lamentó, mas el daño estaba hecho. Cuando volvió a hablar, su voz tenía un tono irónico.
—Parece que nada cambió desde mis días en la universidad. En aquellos días, el juego favorito eran las camas musicales.
—No todos son así —murmuró Paula irritada.
—¿No? Me atrevería a decir que hay muy pocas excepciones. No pienso que tú seas esa excepción, mi querida Paula. No pareces pertenecer al tipo escrupuloso y propio.
—Hay una gran diferencia entre ser escrupuloso y propio, y ser promiscuo — indicó Paula, indignada.
—¿La hay? Dudo que suceda en esta época. Supongo que no se puede poner una cabeza vieja sobre unos hombros jóvenes.
—¿Quieres dejar de hablar como Matusalén? —pidió Paula—. No puedes tener más de veintisiete o veintiocho años.
—¡Vaya, vaya! —exclamó Pedro—. Debo felicitar a Mati por su programa de ejercicios. Tengo treinta y cuatro años.
Paula quedó muy impresionada. Eso significaba que Pedro era sólo un año menor que Pablo. ¿Por qué siempre se sentía atraída hacia los hombres mayores?
—No pareces tan viejo —aseguró.
—¿No lo crees? Vamos... Salí de la preparatoria a los dieciocho años, pasé tres en la Universidad de Sydney, cuatro en Londres, uno en Nueva York, otros dos en Italia, después, necesité seis años de trabajo arduo para estar listo para una exposición. ¿Qué tan buena eras en matemáticas?
—Es la segunda materia en la que estoy mejor —manifestó Paula. Le enfadaba que Pedro insistiera en hacer más grande de lo que era la diferencia en edad—. Treinta y cuatro, ¿Eh? —habló con exasperación—. Dentro de veintiséis años, obtendrás tu pensión. ¡Como vuela el tiempo!
En esta ocasión, la risa de Pedro fue genuina.
—¿Soy una lata? ¿Puedo poner como excusa la tensión mental?—preguntó.
—Sí, pero no lo creeré. ¡Pienso que estás celoso!
—¿Celoso? —parecía muy sorprendido.
—¡Sí, celoso! Has perdido el arte de divertirte, y no te gusta que los demás se diviertan.
—¿Y el meterse a la cama con Diego, Ramiro y Matías es divertido?—inquirió Pedro—. ¿Te has detenido a pensar en las consecuencias?
—¡Oh, eres un viejo quisquilloso! —declaró Paula, frustrada por haber sido mal interpretada.
—¿Un viejo quisquilloso
—Sí, un viejo quisquilloso —insistió Paula. Pedro empezó a reír con ganas—. ¿Cuál es el chiste?
Paula levantó la cabeza al ver que Matías se acercaba a ellos, y que con su cuerpo enorme tapaba el sol. Sintió un escalofrío.
Paula agradeció que no pudiera ver su rubor.
—No me llamaría hermosa —opinó Paula—. Pensé que sólo podías ver la silueta de forma vaga.
—Matías tiene una visión perfecta —explicó Pedro y rió—. Dice que eres una hermosura.
—Pienso que es un exagerado —comentó la chica.
—Pudiera ser, Pau. Pudiera ser... —volvió la cabeza hacia ella—. Él piensa que tal vez yo te gusto.
—¿Me gustas? —repitió Paula y sintió un nudo en la garganta.
—Sí. En apariencia, resulto atractivo a las damas, ahora que tengo buenos músculos y piel bronceada, sin mencionar mi cabello veteado por el sol —habló con ironía, y en su boca apareció una mueca—. Tal vez de haber tenido todo lo anterior hace unos meses, mi querida prometida no habría desaparecido con tanta rapidez después del accidente.
Paula luchó por controlar sus emociones. Sintió pesar al enterarse de que estuvo comprometido. Sin embargo, ¿acaso no sabía que habría alguna mujer en su vida? Aunque la relación con esa mujer terminó en apariencia, resultaba obvio que no sucedió lo mismo con los sentimientos de él. Como guardó silencio, él insistió.
—¿Y bien, Paula? ¿Tiene razón Mati? ¿Mi atractivo recién adquirido resulta de interés para tus ojos adolescentes?
Era la segunda ocasión que Pedro se refería a la edad. Resultaba claro que cualquier joven que acabara de cumplir los veinte años, para él tenía la cabeza vacía y no podía pensar con sensatez. Paula comprendió que aunque él no estuviera ciego y dolido por terminar su compromiso, tal actitud arruinaría cualquier esperanza de una relación entre ellos. Esto último le dolió más de lo que esperaba, y su orgullo herido la hizo responder con petulancia.
—No tienes que preocuparte por mí sobre eso, Pedro—rió—. Si algo hay en la universidad, son hombres guapos y superficiales. En lo único que piensan es en el sexo. Resulta aburrido después de un tiempo. Por eso vine a este lugar, para alejarme de esa clase de vida por un tiempo.
Durante varios segundos, Pedro guardó silencio. April sabía que debido a su ansiedad de parecer sofisticada y poco afectada, se excedió, y sonó corrió la chica inmadura que él pensaba que era. De inmediato lo lamentó, mas el daño estaba hecho. Cuando volvió a hablar, su voz tenía un tono irónico.
—Parece que nada cambió desde mis días en la universidad. En aquellos días, el juego favorito eran las camas musicales.
—No todos son así —murmuró Paula irritada.
—¿No? Me atrevería a decir que hay muy pocas excepciones. No pienso que tú seas esa excepción, mi querida Paula. No pareces pertenecer al tipo escrupuloso y propio.
—Hay una gran diferencia entre ser escrupuloso y propio, y ser promiscuo — indicó Paula, indignada.
—¿La hay? Dudo que suceda en esta época. Supongo que no se puede poner una cabeza vieja sobre unos hombros jóvenes.
—¿Quieres dejar de hablar como Matusalén? —pidió Paula—. No puedes tener más de veintisiete o veintiocho años.
—¡Vaya, vaya! —exclamó Pedro—. Debo felicitar a Mati por su programa de ejercicios. Tengo treinta y cuatro años.
Paula quedó muy impresionada. Eso significaba que Pedro era sólo un año menor que Pablo. ¿Por qué siempre se sentía atraída hacia los hombres mayores?
—No pareces tan viejo —aseguró.
—¿No lo crees? Vamos... Salí de la preparatoria a los dieciocho años, pasé tres en la Universidad de Sydney, cuatro en Londres, uno en Nueva York, otros dos en Italia, después, necesité seis años de trabajo arduo para estar listo para una exposición. ¿Qué tan buena eras en matemáticas?
—Es la segunda materia en la que estoy mejor —manifestó Paula. Le enfadaba que Pedro insistiera en hacer más grande de lo que era la diferencia en edad—. Treinta y cuatro, ¿Eh? —habló con exasperación—. Dentro de veintiséis años, obtendrás tu pensión. ¡Como vuela el tiempo!
En esta ocasión, la risa de Pedro fue genuina.
—¿Soy una lata? ¿Puedo poner como excusa la tensión mental?—preguntó.
—Sí, pero no lo creeré. ¡Pienso que estás celoso!
—¿Celoso? —parecía muy sorprendido.
—¡Sí, celoso! Has perdido el arte de divertirte, y no te gusta que los demás se diviertan.
—¿Y el meterse a la cama con Diego, Ramiro y Matías es divertido?—inquirió Pedro—. ¿Te has detenido a pensar en las consecuencias?
—¡Oh, eres un viejo quisquilloso! —declaró Paula, frustrada por haber sido mal interpretada.
—¿Un viejo quisquilloso
—Sí, un viejo quisquilloso —insistió Paula. Pedro empezó a reír con ganas—. ¿Cuál es el chiste?
Paula levantó la cabeza al ver que Matías se acercaba a ellos, y que con su cuerpo enorme tapaba el sol. Sintió un escalofrío.
Una Esperanza: Capítulo 9
—¡Mido casi un metro sesenta y dos! —exclamó.
Pedro sonrió.
—¿A quién crees que engañas, cariño? Soy escultor. Te siento.
Paula se ruborizó al recordar las manos de él sobre su cabello.
—De acuerdo, sólo mido un metro cincuenta y siete. ¡Tú eres un gigante!
Al escucharla, Pedro soltó una carcajada.
—Medir un metro ochenta y uno no es ser un gigante —le aseguró Pedro—. Me agrada ver que mi ceguera no hace que me des un trato especial. Debí saber que sería así contigo —volvió a reír—. Paula, creo que eres buena para mí. Me diviertes. No he reído mucho últimamente.
—¿Quieres alquilarme como bufón? —preguntó Paula.
—¿Eres costosa?
—Mucho—declaró Paula.
—Demasiado malo. Esperaba que donaras tu tiempo como un gesto caritativo. Tendré que contar mis centavos, ahora que no puedo... —la sonrisa desapareció, y en su rostro se extendió una expresión triste—. ¿Qué estoy haciendo? Hago bromas estúpidas, cuando sé que tal vez nunca vuelva a ver... —se dejó caer en la arena. Tomó la misma postura que antes, con las rodillas dobladas y los brazos alrededor de las espinillas. Ya no parecía relajado, sino dominado por la angustia y la ira—. ¡Vete! Por el momento no soy buena compañía para nadie.
Paula ansió abrazarlo, decirle que todo saldría bien, pero sabía que él odiaría que lo hiciera, y que lo vería como una señal de lástima.
—Eres un gruñón, Pedro—opinó, con intolerancia fingida—. No me asustas. Tengo dos hermanos que hacen que tu mal humor parezca un juego de niños —se sentó en la arena, a su lado—. No tengo intención de irme hasta que averigüe con exactitud lo que les sucede a tus ojos. Hablé con el tío Juan por teléfono, y me dijo que habías sufrido un accidente, y que una operación podía devolverte la vista, mas eso es todo lo que sé.
—Y como eres una mujer típica, quieres conocer todos los detalles —la acusó Pedro.
—Por supuesto —rió.
—No me gusta hablar de ello —la informó Pedro.
—¿No puedes decirme al menos cuándo será la operación, y dónde?
—¿Por qué quieres saberlo? —preguntó Pedro con sospecha.
Paula encogió los hombros, antes de recordar que él no podía ver el gesto.
—¿No te gustaría recibir visitas? —inquirió Paula.
—No en particular.
—Creo que de cualquier manera iré —señaló Paula.
Notó que se sorprendía.
—¿Por qué querrías hacer eso? Apenas nos conocemos.
Paula guardó silencio. Por supuesto que él tenía razón. Desde su punto de vista, eran sólo conocidos. Él no podía saber que la dominaba una oleada de sentimientos hacia él, demasiado fuertes para negarse. El estar sentada a su lado era una experiencia agradable. Podía observarlo, permitir que sus ojos recorrieron el encantador cuerpo masculino, sin temor a ser sorprendida. Hubo un silencio, antes que Pedro, preguntara:
—¿Cuántos años tienes? ¿Diecisiete, dieciocho? Matías dijo que eras joven.
A menudo, la gente creía que ella tenía dieciséis años, y Paula sabía que se debía a su estatura. Por fortuna, sus senos estaban bien desarrollados.
—Tengo veinte años —anunció con voz firme.
—Veinte —repitió Pedro y sacudió la cabeza, como si al tener veinte años todavía fuera una niña.
—A los veinte años no se es tan joven —se defendió Paula—. Pronto cumpliré los veintiuno —al ver que él no hacía ningún comentario, preguntó—: ¿Y bien? ¿Cuántos años tienes tú?
—Soy viejo... muy viejo.
—No pareces viejo.
—Hay dos clases de vejez. De la que hablo se encuentra aquí, —señaló su cabeza— ... y aquí —señaló el corazón. De pronto pareció muy desolado. Paula se conmovió—. Dime más acerca de tí.
Paula se acomodó en la arena y suspiró. Preferiría hablar acerca de él, pues todavía no le decía nada sobre su ceguera, ni su edad.
—¿Qué quieres saber?
—El color de tu cabello.
—Negro—respondió Paula.
—¿Ojos?
—Azules.
—¿Trabajo?
—Soy estudiante de la universidad, en Sydney. Estudio el último año de economía.
—Inteligente también —Pedro silbó.
—¿Qué quieres decir con eso?
Pedro sonrió.
—¿A quién crees que engañas, cariño? Soy escultor. Te siento.
Paula se ruborizó al recordar las manos de él sobre su cabello.
—De acuerdo, sólo mido un metro cincuenta y siete. ¡Tú eres un gigante!
Al escucharla, Pedro soltó una carcajada.
—Medir un metro ochenta y uno no es ser un gigante —le aseguró Pedro—. Me agrada ver que mi ceguera no hace que me des un trato especial. Debí saber que sería así contigo —volvió a reír—. Paula, creo que eres buena para mí. Me diviertes. No he reído mucho últimamente.
—¿Quieres alquilarme como bufón? —preguntó Paula.
—¿Eres costosa?
—Mucho—declaró Paula.
—Demasiado malo. Esperaba que donaras tu tiempo como un gesto caritativo. Tendré que contar mis centavos, ahora que no puedo... —la sonrisa desapareció, y en su rostro se extendió una expresión triste—. ¿Qué estoy haciendo? Hago bromas estúpidas, cuando sé que tal vez nunca vuelva a ver... —se dejó caer en la arena. Tomó la misma postura que antes, con las rodillas dobladas y los brazos alrededor de las espinillas. Ya no parecía relajado, sino dominado por la angustia y la ira—. ¡Vete! Por el momento no soy buena compañía para nadie.
Paula ansió abrazarlo, decirle que todo saldría bien, pero sabía que él odiaría que lo hiciera, y que lo vería como una señal de lástima.
—Eres un gruñón, Pedro—opinó, con intolerancia fingida—. No me asustas. Tengo dos hermanos que hacen que tu mal humor parezca un juego de niños —se sentó en la arena, a su lado—. No tengo intención de irme hasta que averigüe con exactitud lo que les sucede a tus ojos. Hablé con el tío Juan por teléfono, y me dijo que habías sufrido un accidente, y que una operación podía devolverte la vista, mas eso es todo lo que sé.
—Y como eres una mujer típica, quieres conocer todos los detalles —la acusó Pedro.
—Por supuesto —rió.
—No me gusta hablar de ello —la informó Pedro.
—¿No puedes decirme al menos cuándo será la operación, y dónde?
—¿Por qué quieres saberlo? —preguntó Pedro con sospecha.
Paula encogió los hombros, antes de recordar que él no podía ver el gesto.
—¿No te gustaría recibir visitas? —inquirió Paula.
—No en particular.
—Creo que de cualquier manera iré —señaló Paula.
Notó que se sorprendía.
—¿Por qué querrías hacer eso? Apenas nos conocemos.
Paula guardó silencio. Por supuesto que él tenía razón. Desde su punto de vista, eran sólo conocidos. Él no podía saber que la dominaba una oleada de sentimientos hacia él, demasiado fuertes para negarse. El estar sentada a su lado era una experiencia agradable. Podía observarlo, permitir que sus ojos recorrieron el encantador cuerpo masculino, sin temor a ser sorprendida. Hubo un silencio, antes que Pedro, preguntara:
—¿Cuántos años tienes? ¿Diecisiete, dieciocho? Matías dijo que eras joven.
A menudo, la gente creía que ella tenía dieciséis años, y Paula sabía que se debía a su estatura. Por fortuna, sus senos estaban bien desarrollados.
—Tengo veinte años —anunció con voz firme.
—Veinte —repitió Pedro y sacudió la cabeza, como si al tener veinte años todavía fuera una niña.
—A los veinte años no se es tan joven —se defendió Paula—. Pronto cumpliré los veintiuno —al ver que él no hacía ningún comentario, preguntó—: ¿Y bien? ¿Cuántos años tienes tú?
—Soy viejo... muy viejo.
—No pareces viejo.
—Hay dos clases de vejez. De la que hablo se encuentra aquí, —señaló su cabeza— ... y aquí —señaló el corazón. De pronto pareció muy desolado. Paula se conmovió—. Dime más acerca de tí.
Paula se acomodó en la arena y suspiró. Preferiría hablar acerca de él, pues todavía no le decía nada sobre su ceguera, ni su edad.
—¿Qué quieres saber?
—El color de tu cabello.
—Negro—respondió Paula.
—¿Ojos?
—Azules.
—¿Trabajo?
—Soy estudiante de la universidad, en Sydney. Estudio el último año de economía.
—Inteligente también —Pedro silbó.
—¿Qué quieres decir con eso?
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