Paula intentó recordar si había experimentado aquella sensación con Diego. No lo creía, aunque la química debía haber sido fuerte para que ella hubiera aceptado acostarse con él; un momento importante para una chica que había jurado no dormir con un hombre hasta que estuviera prometida. Había sido muy cuidadosa con su virtud sin darse cuenta de lo fácil que era no sentirse tentada cuando la carne no pedía a gritos un hombre.
Por supuesto, se decía a sí misma que Diego y ella estaban locamente enamorados el uno del otro. Pero era una excusa, una justificación. La verdad era que se había quedado enganchada al placer adictivo de sus besos y a la promesa de más placer. A veces la preocupaba pensar que habría pasado si hubiera dormido con él. Quizá se parecía más a su madre de lo que había creído. Quizá sólo necesitaba un determinado tipo de hombre para despertar en ella a la chica «alegre». Quizá todos los hombres con traje de chaqueta la encendían y despertaban en ella un monstruo de lascivia. Era un pensamiento preocupante, dado que estaba a punto de aterrizar en una ciudad en la que había miles de hombres así. ¿Volvería la cabeza en cada esquina? ¿Sería la esclava de todos ellos? Sólo cuando salieron del avión, aquel miedo desapareció. El aeropuerto estaba lleno de hombres con traje de chaqueta, todos ellos con el móvil pegado a la oreja y la mano al maletín de piel. Varios de ellos la miraron, pero ninguno de ellos la atraía. No sentía nada parecido a lo que sentía estando cerca de Pedro. Casi suspiró aliviada. Mejor ser la esclava de una pasión desordenada que sentirse atraída por cada hombre guapo y elegante que pasara a su lado.
—¿Te sientes mejor ahora con los pies en el suelo? —preguntó Pedro.
Paula dejó escapar el aire que había estado conteniendo.
—Mucho mejor, gracias —contestó, dispuesta a disfrutar de la ciudad con la que siempre había soñado.
—No juzgues Sidney por la zona que hay alrededor del aeropuerto —le advirtió Pedro cuando tomaban un taxi—. Es una zona industrial espantosa. Siempre están tirando edificios y haciendo bloques nuevos. Pero ese es el progreso. Sidney es una ciudad joven, en continuo cambio. Eso es lo que me gusta de ella. Pero a veces es demasiado ruidosa incluso para mí.
—A mí no me importa el ruido —dijo Paula—. Pero no me imaginaba que hubiera tantos coches.
De repente, en la distancia, Paula vió los que debían ser los rascacielos más altos de la ciudad. Un montón de altísimos edificios agrupados, con una altura increíble.Era espectacular. Aquello era lo que había estado esperando y su corazón latía acelerado mientras se acercaban y ella tenía que levantar los ojos cada vez más. Cuando el taxi entró en un túnel, suspiró desilusionada.
—Desgraciadamente esta calle pasa por debajo del puente —explicó Pedro—. Si te apetece, un día iremos paseando y, si quieres, subiremos a un barco.
—¡Me encantaría! —exclamó ella, un poco sin aliento. Pero es que la dejaba sin aliento ir sentada tan cerca de él, con sus muslos rozándose.
—A mí me encantará llevarte —sonrió él, con sinceridad—. Me gusta enseñar Sidney a los visitantes y creo que me encantaría especialmente enseñártela a tí.
—¿Por qué a mí especialmente?
—Porque me recuerdas a mí mismo cuando llegué. A mí también me pareció una ciudad grandiosa.
En ese momento salían del túnel y Paula se dió la vuelta para admirar el puente, con sus enormes pilares y la espectacular forma de percha. El tamaño de aquel puente era abrumador para una chica del páramo.
—Es increíble, ¿Verdad?
—Sí. No querría vivir en ningún otro sitio. Ya verás la vista que tiene mi departamento.
—Tengo la impresión de que tu apartamento no es un sitio con un pequeño balcón.
—Pues no —rió él.
—¿Qué es, un palacio?
—Es un dúplex muy grande.
Un dúplex para un playboy, pensó Paulla. Al que, ocasionalmente, llevaría alguna mascota para su diversión. La idea debería haberla disgustado, pero se sentía llena de envidia. ¿Qué no daría ella por ser esa mascota, aunque sólo fuera una noche?
martes, 30 de mayo de 2017
Peligrosa Atracción: Capítulo 19
—¡Mira! Puedo ver Sidney desde aquí. ¡Dios mío, es enorme! No he visto tantos tejados en toda mi vida. ¡Ni tantas piscinas! Ah, y el mar. Y la playa. Nunca he estado en la playa… ¡El agua es tan azul! ¡Mira, Pedro, el puerto!
La emoción de Paula le recordó su propia emoción la primera vez que había visto Sidney, aunque no había sido desde el cielo, sino desde un camión que lo había recogida cuando hacía auto stop en Queensland. Estaba sucio y cansado, pero se había sentido cautivado por la ciudad. Desde la parte trasera del camión, había visto la playa y se había quedado sin habla. Pero lo que más le había emocionado había sido el puerto. Las semillas de la ambición habían aparecido en ese momento. Un día, se había prometido a sí mismo, sería suficientemente rico como para comprar una casa en el puerto. Había tardado casi diez años, pero por fin había conseguido su meta.
—Ésa es la bahía Botany —le explicó él, asomándose a la ventanilla del avión—. El puerto de Sidney está más al norte. Pero no te preocupes, lo verás todos los días desde mi balcón.
Paula volvió la cabeza y sus caras se rozaron. Pedro la miró a los ojos; aquellos enormes ojos violetas. Debería haberse echado hacia atrás, pero no lo hizo. Se quedó donde estaba, sorprendido por un intenso deseo de besarla, de saborear algo de ese placer infantil que le había alegrado la vida desde que salieron del aeropuerto de Broken Hill y ella le confesó que nunca antes había subido en avión. Todo parecía emocionarla. Los asientos en primera clase, el despegue, el champan, la comida. Y, después, su destino. De repente, deseaba saborear con ella el placer del descubrimiento y disfrutar de la experiencia. Observar su alegría no era suficiente. Quería sentirla con ella. Y quizá lo habría hecho si la azafata no hubiera aparecido a su lado en ese momento para pedirles que se abrocharan los cinturones.
Salvado de aquel momento de locura, Pedro suspiró, agitado. Pero seguía sintiéndose turbado por las emociones que Paula despertaba. Besarla habría arruinado su misión. Las chicas no agradecían que alguien las besara así como así. Y, desde luego, no las chicas como Paula. Ella habría pensado que era un cerdo como ese tal Diego y se hubiera vuelto a Broken Hill en el siguiente avión. Respiró profundamente. Había estado cerca. Demasiado cerca. Era la primera vez que se portaba de forma tan absurda con una mujer. Y se recordó a sí mismo que no habría una azafata que lo rescatase cuando estuvieran solos en su casa. Lo único que tendría entonces serían el sentido común y su propio control, que parecía haber perdido unos segundos atrás. Nada que una noche con Romina no pudiera solucionar, pensó entonces cínicamente. «Llámala en cuanto llegues a casa y pídele que vaya esta misma noche».
Sacudió la cabeza. No, no aquella noche. Sería una grosería dejar sola a Paula el primer día de su estancia en Sidney. Debería llevarla a cenar a algún sitio bonito y enseñarle la ciudad. En público no había peligro de que ocurriera nada. Reservaría mesa en el Quay, uno de sus restaurantes favoritos. Siendo miércoles, no estaría lleno de gente y con un poco de suerte conseguirían una buena mesa. Romina tendría que esperar hasta el viernes por la noche. Además, ella prefería los fines de semana. Un día de diario estaría demasiado cansada para lo que él tenía en mente. Demasiado cansada. Mirando a la chica que estaba causando sus problemas, se sorprendió al ver que se sujetaba al asiento con expresión aterrorizada. La verdad era que el avión estaba descendiendo de forma un tanto brusca. No era una experiencia muy agradable para alguien que no había volado nunca. Las alas parecían estar más cerca del agua de lo que lo estaban en realidad. «Pobrecita», pensó. Parecía realmente asustada. Y muy joven. Muy, muy joven, se recordó a sí mismo. Recordando la promesa que le había hecho a Arturo, puso su mano sobre la de ella para confortarla. Sus ojos violetas se volvieron hacia él, llenos de miedo.
—No te preocupes. No va a pasar nada.
Y él estaba seguro de que sería así. Paula casi soltó una carcajada. Pedro no tenía ni idea. Si fuera así, no estaría haciendo lo que estaba haciendo. Él pensaba que tenía miedo por el aterrizaje. Pero no era eso. Había sido el roce de sus caras. Y peor cuando él tocó su mano, los dedos del hombre apretando los suyos en un gesto cariñoso. Oh, cielos… Ella había estado relativamente cómoda durante todo el vuelo, ignorando el culpable placer que sentía al estar con Pedro y aparentando que no era su compañía lo que la emocionaba sino todo lo demás.
—Aterrizaremos sin problemas —añadió él, dándole un golpecito en la mano antes de apartarla.
Pero el recuerdo del roce perduraba no sólo en su mano sino en todo su cuerpo.
La emoción de Paula le recordó su propia emoción la primera vez que había visto Sidney, aunque no había sido desde el cielo, sino desde un camión que lo había recogida cuando hacía auto stop en Queensland. Estaba sucio y cansado, pero se había sentido cautivado por la ciudad. Desde la parte trasera del camión, había visto la playa y se había quedado sin habla. Pero lo que más le había emocionado había sido el puerto. Las semillas de la ambición habían aparecido en ese momento. Un día, se había prometido a sí mismo, sería suficientemente rico como para comprar una casa en el puerto. Había tardado casi diez años, pero por fin había conseguido su meta.
—Ésa es la bahía Botany —le explicó él, asomándose a la ventanilla del avión—. El puerto de Sidney está más al norte. Pero no te preocupes, lo verás todos los días desde mi balcón.
Paula volvió la cabeza y sus caras se rozaron. Pedro la miró a los ojos; aquellos enormes ojos violetas. Debería haberse echado hacia atrás, pero no lo hizo. Se quedó donde estaba, sorprendido por un intenso deseo de besarla, de saborear algo de ese placer infantil que le había alegrado la vida desde que salieron del aeropuerto de Broken Hill y ella le confesó que nunca antes había subido en avión. Todo parecía emocionarla. Los asientos en primera clase, el despegue, el champan, la comida. Y, después, su destino. De repente, deseaba saborear con ella el placer del descubrimiento y disfrutar de la experiencia. Observar su alegría no era suficiente. Quería sentirla con ella. Y quizá lo habría hecho si la azafata no hubiera aparecido a su lado en ese momento para pedirles que se abrocharan los cinturones.
Salvado de aquel momento de locura, Pedro suspiró, agitado. Pero seguía sintiéndose turbado por las emociones que Paula despertaba. Besarla habría arruinado su misión. Las chicas no agradecían que alguien las besara así como así. Y, desde luego, no las chicas como Paula. Ella habría pensado que era un cerdo como ese tal Diego y se hubiera vuelto a Broken Hill en el siguiente avión. Respiró profundamente. Había estado cerca. Demasiado cerca. Era la primera vez que se portaba de forma tan absurda con una mujer. Y se recordó a sí mismo que no habría una azafata que lo rescatase cuando estuvieran solos en su casa. Lo único que tendría entonces serían el sentido común y su propio control, que parecía haber perdido unos segundos atrás. Nada que una noche con Romina no pudiera solucionar, pensó entonces cínicamente. «Llámala en cuanto llegues a casa y pídele que vaya esta misma noche».
Sacudió la cabeza. No, no aquella noche. Sería una grosería dejar sola a Paula el primer día de su estancia en Sidney. Debería llevarla a cenar a algún sitio bonito y enseñarle la ciudad. En público no había peligro de que ocurriera nada. Reservaría mesa en el Quay, uno de sus restaurantes favoritos. Siendo miércoles, no estaría lleno de gente y con un poco de suerte conseguirían una buena mesa. Romina tendría que esperar hasta el viernes por la noche. Además, ella prefería los fines de semana. Un día de diario estaría demasiado cansada para lo que él tenía en mente. Demasiado cansada. Mirando a la chica que estaba causando sus problemas, se sorprendió al ver que se sujetaba al asiento con expresión aterrorizada. La verdad era que el avión estaba descendiendo de forma un tanto brusca. No era una experiencia muy agradable para alguien que no había volado nunca. Las alas parecían estar más cerca del agua de lo que lo estaban en realidad. «Pobrecita», pensó. Parecía realmente asustada. Y muy joven. Muy, muy joven, se recordó a sí mismo. Recordando la promesa que le había hecho a Arturo, puso su mano sobre la de ella para confortarla. Sus ojos violetas se volvieron hacia él, llenos de miedo.
—No te preocupes. No va a pasar nada.
Y él estaba seguro de que sería así. Paula casi soltó una carcajada. Pedro no tenía ni idea. Si fuera así, no estaría haciendo lo que estaba haciendo. Él pensaba que tenía miedo por el aterrizaje. Pero no era eso. Había sido el roce de sus caras. Y peor cuando él tocó su mano, los dedos del hombre apretando los suyos en un gesto cariñoso. Oh, cielos… Ella había estado relativamente cómoda durante todo el vuelo, ignorando el culpable placer que sentía al estar con Pedro y aparentando que no era su compañía lo que la emocionaba sino todo lo demás.
—Aterrizaremos sin problemas —añadió él, dándole un golpecito en la mano antes de apartarla.
Pero el recuerdo del roce perduraba no sólo en su mano sino en todo su cuerpo.
Peligrosa Atracción: Capítulo 18
Pero Pedro nunca le había contado a nadie los detalles de aquellos terribles años y no pensaba contárselos a Paula. No se ganaba nada recordando el pasado. Era demasiado emotivo, demasiado… femenino. ¿Para qué valía hablar del pasado? Lo que importaba era el presente. Y el futuro. Ella le había preguntado por su tía y era de eso de lo que debían hablar.
—El pasado es el pasado —dijo bruscamente— No tiene sentido darle vueltas. Me has preguntado por tu tía y por qué tu padre pensaba que era mala. Quizá era porque se ganaba la vida vendiendo ropa interior. Francamente, algunas de las piezas de Femme Fatale son muy atrevidas. Pero me temo que lo decía porque tu tía era lesbiana.
Paula lo miró con expresión incrédula.
—¡Lesbiana!
—La mujer que murió con ella en el accidente no era sólo su directora de marketing, sino su novia. Marina le había dejado todo a esa mujer, pero como también murió, su herencia ha pasado a tí.
—¡Es asombroso! No sé qué decir. ¿La gente de la empresa conocía su relación?
—Casi todo el mundo. Marina no disimulaba su orientación sexual. ¿Por qué?¿Tienes algún problema con que fuera lesbiana?
—No. Pero me sorprende. Espero que el personal de Femme Fatale no piense que yo también lo soy.
—Lo dudo —sonrió Pedro—. No conmigo a tu lado.
Paula tragó saliva ante la idea de tener a Harry a su lado todos los días. ¿Cómo iba a soportarlo?
—¿Quieres decir que… van a pensar que somos amantes?
—Probablemente. ¿Te molestaría?
—Si no te molesta a tí… Pero, ¿Qué va a pensar Romina?
—Romina no pensará nada.
Paula estaba atónita.
—¿Deja que te acuestes con otras mujeres?
—Ella no me «deja» hacer nada —contestó él—. Yo hago lo que me parece.
Paula no sabía qué decir o pensar. Arturo le había dicho que Pedro era un mujeriego y tenía razón. Era un playboy de la peor clase; su única redención que, al menos, era sincero. El no tenía que mentirles a las mujeres para llevárselas a la cama. No le hacía falta. Simplemente tomaba lo que quería cuando lo quería. Lo cual debería haberlo hecho menos atractivo a sus ojos. Pero no era así. En absoluto. Si acaso, lo encontraba aún más fascinante. Ni siquiera podía acusarlo de ser frívolo porque no lo era. Era un hombre complejo, con un pasado misterioso. Usando su intuición femenina, imaginó que no había recibido demasiado amor durante su infancia. Pero eso no lo excusaba de usar a las mujeres para saciar sus deseos carnales sin importarle los sentimientos que ellas pudieran tener.
—Naturalmente, le diré a Romina que no hay nada entre nosotros —añadió Pedro con firmeza.
—¿Y te va a creer?
—Por supuesto. Ya te he dicho que yo no miento a las mujeres. Y ellas lo saben.
—¿Ellas?
Pedro sonrió.
—Ha habido unas cuantas. Lo admito.
—Pero de una en una —le recordó Paula, burlona.
—Pareces escéptica.
—No. Sólo estoy intentando entenderte.
—No trates de entenderme, Paula—rió él—. Un mes es muy poco tiempo. Sólo haz lo que yo te diga y, con un poco de suerte, saldrás de todo esto con más dinero del que hubieras soñado nunca. Incluso podrás comprar el hotel que dirigías en Broken Hill.
—El pasado es el pasado —dijo bruscamente— No tiene sentido darle vueltas. Me has preguntado por tu tía y por qué tu padre pensaba que era mala. Quizá era porque se ganaba la vida vendiendo ropa interior. Francamente, algunas de las piezas de Femme Fatale son muy atrevidas. Pero me temo que lo decía porque tu tía era lesbiana.
Paula lo miró con expresión incrédula.
—¡Lesbiana!
—La mujer que murió con ella en el accidente no era sólo su directora de marketing, sino su novia. Marina le había dejado todo a esa mujer, pero como también murió, su herencia ha pasado a tí.
—¡Es asombroso! No sé qué decir. ¿La gente de la empresa conocía su relación?
—Casi todo el mundo. Marina no disimulaba su orientación sexual. ¿Por qué?¿Tienes algún problema con que fuera lesbiana?
—No. Pero me sorprende. Espero que el personal de Femme Fatale no piense que yo también lo soy.
—Lo dudo —sonrió Pedro—. No conmigo a tu lado.
Paula tragó saliva ante la idea de tener a Harry a su lado todos los días. ¿Cómo iba a soportarlo?
—¿Quieres decir que… van a pensar que somos amantes?
—Probablemente. ¿Te molestaría?
—Si no te molesta a tí… Pero, ¿Qué va a pensar Romina?
—Romina no pensará nada.
Paula estaba atónita.
—¿Deja que te acuestes con otras mujeres?
—Ella no me «deja» hacer nada —contestó él—. Yo hago lo que me parece.
Paula no sabía qué decir o pensar. Arturo le había dicho que Pedro era un mujeriego y tenía razón. Era un playboy de la peor clase; su única redención que, al menos, era sincero. El no tenía que mentirles a las mujeres para llevárselas a la cama. No le hacía falta. Simplemente tomaba lo que quería cuando lo quería. Lo cual debería haberlo hecho menos atractivo a sus ojos. Pero no era así. En absoluto. Si acaso, lo encontraba aún más fascinante. Ni siquiera podía acusarlo de ser frívolo porque no lo era. Era un hombre complejo, con un pasado misterioso. Usando su intuición femenina, imaginó que no había recibido demasiado amor durante su infancia. Pero eso no lo excusaba de usar a las mujeres para saciar sus deseos carnales sin importarle los sentimientos que ellas pudieran tener.
—Naturalmente, le diré a Romina que no hay nada entre nosotros —añadió Pedro con firmeza.
—¿Y te va a creer?
—Por supuesto. Ya te he dicho que yo no miento a las mujeres. Y ellas lo saben.
—¿Ellas?
Pedro sonrió.
—Ha habido unas cuantas. Lo admito.
—Pero de una en una —le recordó Paula, burlona.
—Pareces escéptica.
—No. Sólo estoy intentando entenderte.
—No trates de entenderme, Paula—rió él—. Un mes es muy poco tiempo. Sólo haz lo que yo te diga y, con un poco de suerte, saldrás de todo esto con más dinero del que hubieras soñado nunca. Incluso podrás comprar el hotel que dirigías en Broken Hill.
Peligrosa Atracción: Capítulo 17
En ese momento, ella lo miró con una expresión indescifrable.
—Háblame de mi tía. Quiero saber por qué mi padre decía que era mala.
El cambio de tema había sido una desesperada táctica por parte de Paula. Aunque sentía curiosidad por su tía, lo había hecho más para olvidarse de aquel hombre y su decadente estilo de vida. No podía soportar las visiones que aparecían en su mente, ni la punzada de celos que sentía al imaginarlo en la cama con su novia mientras ella dormía sola en su habitación, deseándolo más de lo que había deseado a Diego. No tenía duda de que aquel hombre tan seguro de sí mismo, dueño de su propia vida, sería el amo también en la cama. Cuando Pedro le había preguntado si tenía necesidades o algo que quisiera, había tenido que hacer un esfuerzo para no gritar: ¡A tí! Pero desear a Pedro Alfonso era una tonta fantasía femenina que se negaba a seguir alimentando. Por eso le había preguntado sobre su tía.
—No estoy seguro de por qué tu padre decía que Marina era mala —dijo Pedro, aliviado de que la conversación se hubiera apartado de sí mismo—. ¿Era un hombre religioso?
—No que yo sepa.
—¿Cuál era su actitud hacia el sexo?
—Nunca hablamos de eso.
—Háblame de tu madre —dijo Pedro, tomando otro cigarrillo.
—¿Qué? Ah, pues no hay mucho que decir. O, más bien, no sé mucho sobre ella. Murió cuando yo tenía dieciocho meses, así que no la recuerdo. Y tampoco tengo fotos suyas. Mi padre casi nunca hablaba de ella y fue Arturo el que me contó algunas cosas. Como podrás suponer, yo sentía curiosidad.
Y Pedro también, tanta que volvió a guardar el cigarrillo en el paquete, sin encenderlo.
—¿Qué te contó Arturo sobre ella?
—Nada agradable. Era una cualquiera, pura y simplemente. Una chica que fue a Coober Pedy a hacer fortuna como lo han hecho durante siglos las chicas «divertidas». Se iba a la cama con los mineros que ganaban más dinero. Cuando mi padre llegó a la ciudad y encontró una buena veta, mi madre se quedó con él durante un tiempo. Cuando la veta se agotó, se marchó con otro hombre —explicó ella—. Después de eso, mi padre desapareció y cuando volvió un par de años después seenteró de que tenía una hija. Yo. Según Arturo, mi padre supo enseguida que yo era su hija porque era la viva imagen de mi tía.
—¿Cómo consiguió tu custodia?
—Cuando me encontró, mi madre acababa de morir. De una mordedura de serpiente, ¿puedes creértelo? Bueno, el caso es que mi madre había tenido suficiente sentido común como para poner el nombre de mi padre en el certificado de nacimiento y así pudo conseguir la custodia. Mi padre era inglés. Por eso hablo con este acento tan curioso.
—Lo sé. Estaba en el informe del detective.
—Él era un buen padre, a su manera. Aunque la verdad es que nunca tuvimos una casa de verdad. Íbamos de un sitio a otro.
—¿Y cómo terminaste en el bar de Arturo?
—Fuimos a Drybed Creek cuando yo tenía ocho años. Entonces era un pueblo rico por las minas de plata y cobre. Nos quedamos allí durante un tiempo y mi padre se hizo amigo de Arturo. Bueno, mi padre siempre se hacía amigo del dueño de los bares porque bebía mucho —explico Paula—. Arturo se encariñó conmigo e insistió en que tenía que recibir una educación y, por fin, mi padre decidió quedarse en Drybed Creek durante un tiempo. Cuidaba de mí cada vez que él se iba a alguna parte.
—Una infancia poco habitual —murmuró Pedro—. No creo que a los servicios sociales les hiciera mucha gracia.
—La verdad es que todo el pueblo se preocupaba por mí, no sólo Arnie. Y los sitios pequeños no son como las grandes ciudades. Aquí no hay peligro para los niños.
—¿Seguro? Yo conozco a un niño al que no le fue nada bien en un maldito sitio tan pequeño como Drybed Creek.
Pedro lamentó aquellas amargas palabras nada más pronunciarlas. No quería hablar de él.
—¿Tú eres de un pueblo? No lo puedo creer.
—Viví en un sitio diminuto en Queensland de los ocho a los dieciséis años — admitió el, con desgana—. Mi madre murió cuando yo tenía cinco años y mi padre había desaparecido para entonces. Me llevaron a un orfanato hasta que mis tíos decidieron hacerse cargo de mí.
—¿No te gustaba vivir con ellos?
—Digamos que hubiera preferido vivir en el orfanato, con todo lo malo que era.
—Qué triste. La verdad es que yo tuve una infancia estupenda. No entiendo por qué no te gustaba vivir en un pueblo. ¿Qué era lo que no te gustaba?
Pedro tuvo que contenerse, porque la tentación de contárselo todo era demasiado grande. Quizá porque Paula parecía genuinamente interesada.
—Háblame de mi tía. Quiero saber por qué mi padre decía que era mala.
El cambio de tema había sido una desesperada táctica por parte de Paula. Aunque sentía curiosidad por su tía, lo había hecho más para olvidarse de aquel hombre y su decadente estilo de vida. No podía soportar las visiones que aparecían en su mente, ni la punzada de celos que sentía al imaginarlo en la cama con su novia mientras ella dormía sola en su habitación, deseándolo más de lo que había deseado a Diego. No tenía duda de que aquel hombre tan seguro de sí mismo, dueño de su propia vida, sería el amo también en la cama. Cuando Pedro le había preguntado si tenía necesidades o algo que quisiera, había tenido que hacer un esfuerzo para no gritar: ¡A tí! Pero desear a Pedro Alfonso era una tonta fantasía femenina que se negaba a seguir alimentando. Por eso le había preguntado sobre su tía.
—No estoy seguro de por qué tu padre decía que Marina era mala —dijo Pedro, aliviado de que la conversación se hubiera apartado de sí mismo—. ¿Era un hombre religioso?
—No que yo sepa.
—¿Cuál era su actitud hacia el sexo?
—Nunca hablamos de eso.
—Háblame de tu madre —dijo Pedro, tomando otro cigarrillo.
—¿Qué? Ah, pues no hay mucho que decir. O, más bien, no sé mucho sobre ella. Murió cuando yo tenía dieciocho meses, así que no la recuerdo. Y tampoco tengo fotos suyas. Mi padre casi nunca hablaba de ella y fue Arturo el que me contó algunas cosas. Como podrás suponer, yo sentía curiosidad.
Y Pedro también, tanta que volvió a guardar el cigarrillo en el paquete, sin encenderlo.
—¿Qué te contó Arturo sobre ella?
—Nada agradable. Era una cualquiera, pura y simplemente. Una chica que fue a Coober Pedy a hacer fortuna como lo han hecho durante siglos las chicas «divertidas». Se iba a la cama con los mineros que ganaban más dinero. Cuando mi padre llegó a la ciudad y encontró una buena veta, mi madre se quedó con él durante un tiempo. Cuando la veta se agotó, se marchó con otro hombre —explicó ella—. Después de eso, mi padre desapareció y cuando volvió un par de años después seenteró de que tenía una hija. Yo. Según Arturo, mi padre supo enseguida que yo era su hija porque era la viva imagen de mi tía.
—¿Cómo consiguió tu custodia?
—Cuando me encontró, mi madre acababa de morir. De una mordedura de serpiente, ¿puedes creértelo? Bueno, el caso es que mi madre había tenido suficiente sentido común como para poner el nombre de mi padre en el certificado de nacimiento y así pudo conseguir la custodia. Mi padre era inglés. Por eso hablo con este acento tan curioso.
—Lo sé. Estaba en el informe del detective.
—Él era un buen padre, a su manera. Aunque la verdad es que nunca tuvimos una casa de verdad. Íbamos de un sitio a otro.
—¿Y cómo terminaste en el bar de Arturo?
—Fuimos a Drybed Creek cuando yo tenía ocho años. Entonces era un pueblo rico por las minas de plata y cobre. Nos quedamos allí durante un tiempo y mi padre se hizo amigo de Arturo. Bueno, mi padre siempre se hacía amigo del dueño de los bares porque bebía mucho —explico Paula—. Arturo se encariñó conmigo e insistió en que tenía que recibir una educación y, por fin, mi padre decidió quedarse en Drybed Creek durante un tiempo. Cuidaba de mí cada vez que él se iba a alguna parte.
—Una infancia poco habitual —murmuró Pedro—. No creo que a los servicios sociales les hiciera mucha gracia.
—La verdad es que todo el pueblo se preocupaba por mí, no sólo Arnie. Y los sitios pequeños no son como las grandes ciudades. Aquí no hay peligro para los niños.
—¿Seguro? Yo conozco a un niño al que no le fue nada bien en un maldito sitio tan pequeño como Drybed Creek.
Pedro lamentó aquellas amargas palabras nada más pronunciarlas. No quería hablar de él.
—¿Tú eres de un pueblo? No lo puedo creer.
—Viví en un sitio diminuto en Queensland de los ocho a los dieciséis años — admitió el, con desgana—. Mi madre murió cuando yo tenía cinco años y mi padre había desaparecido para entonces. Me llevaron a un orfanato hasta que mis tíos decidieron hacerse cargo de mí.
—¿No te gustaba vivir con ellos?
—Digamos que hubiera preferido vivir en el orfanato, con todo lo malo que era.
—Qué triste. La verdad es que yo tuve una infancia estupenda. No entiendo por qué no te gustaba vivir en un pueblo. ¿Qué era lo que no te gustaba?
Pedro tuvo que contenerse, porque la tentación de contárselo todo era demasiado grande. Quizá porque Paula parecía genuinamente interesada.
sábado, 27 de mayo de 2017
Peligrosa Atracción: Capítulo 16
De modo que ya no era virgen. No estaría tan amargada si no se hubiera acostado con ese Diego. Y más de una vez.
—No todos los hombres son así —dijo suavemente.
—No puedo saberlo —replicó ella—. Sólo he estado con uno.
—¿Cuántos años tenía?
—No lo sé. Nunca se lo pregunté, pero debía tener más o menos tu edad. ¿Cuántos años tienes tú?
—Treinta y cinco.
—Pareces más joven.
—Gracias.
—Veo que el tabaco aún no ha hecho estragos —sonrió ella, burlona.
—Ni la comida basura, ni el alcohol, ni las malas mujeres.
—¿Malas mujeres? —repitió ella, atónita.
Sí, pensó Pedro. Aquella chica había sido una inocente hasta que conoció al monstruo. Tendría que tener cuidado para no asustarla. Pero tampoco podía pretender ser lo que no era.
—La verdad es que no hay tantas últimamente. Y siempre de una en una. Pero prefiero decirte cuáles son mis vicios antes de que empecemos a vivir juntos. El hecho es que una… amiga mía a veces se queda a dormir en casa. Espero que eso no sea un problema. Naturalmente, seré discreto y todas mis actividades tendrán lugar en el dormitorio —explicó.
Paula apartó la mirada, incómoda.
—Quiero que esto quede entendido desde el principio. No pienso cambiar mis hábitos de vida sólo porque tú estés en mi casa.
—No espero que lo hagas —dijo ella, tensa.
—Me alegro. Y ahora que hemos aclarado eso, ¿Quieres contarme algo sobre tí misma? —preguntó. Paula no dijo nada—. Puedes pedirme cualquier cosa que necesites o que quieras especialmente. Arturo me ha dicho que te gusta comer de forma sana y le dije que cenaríamos fuera casi todas las noches…
—¿Los dos solos? —lo interrumpió ella.
—¿Es un problema?
—No, es que… bueno, ¿Y tu novia?
—Romina y yo no vivimos juntos. No solemos vernos más que una vez a la semana, casi siempre el sábado. Y sobre lo de tu pasión por la comida sana… te aseguro que en cualquier restaurante de Sidney pueden preparar la comida como a tí te guste. Pero si prefieres quedarte en casa, solo tienes que decirlo. Iremos a comprar comida porque yo no cocino y no tengo muchas cosas en la nevera.
—¿No cocinas nada?
—Nada.
—¿Y tu novia?
Pedro sonrió.
—Romina no sabe cocinar. Es una ejecutiva y apenas, tiene tiempo para comer. Imagínate para cocinar.
Al mencionar el trabajo de Romina, Pedro recordó que ella era una excepción en su elección normal de novia. Sólo se había sentido tentado de salir con una mujer tan inteligente cuando se dió cuenta de que estaba casada con su trabajo. Pero no le gustaban las vibraciones que estaba recibiendo de Romina últimamente, ni los comentarios irónicos sobre el poco tiempo que pasaban juntos. Llevaba algún tiempo insinuando que fueran a pasar un fin de semana a alguna parte… Nunca había pasado un fin de semana entero con una mujer. Eso siempre ponía ideas equivocadas en sus cabezas. Incluso en las más tontas.
—¿Y el desayuno? —preguntó Paula, mirándolo con sorpresa.
—No desayuno en casa. Los días de diario, tomo un café y un donut en mi despacho y los fines de semana suelo levantarme tan tarde que me voy directamente a comer.
—¿Comes fuera todos los días?
—Sí. Durante la semana, suelen ser comidas de trabajo, aunque algún que otro día, si estoy muy ocupado, pido comida por teléfono.
—¿Y también cenas fuera?
—Sí.
—Pues debes gastarte muchísimo dinero.
—Supongo que sí. Pero puedo permitírmelo —dijo él.
Pedro tenía aversión a cualquier trabajo casero, probablemente porque había tenido que hacerlos todos cuando era un niño. Su tía era una perezosa que lo obligaba a hacer lo que debería haber hecho ella, desde cocinar a hacer la colada. Había sido un esclavo sin paga desde los ocho hasta los dieciséis años. Pero no había vuelto a levantar un dedo desde entonces. Una mujer iba todas las semanas y limpiaba la casa, además de planchar y llevar su ropa al tinte. De las ventanas se encargaba un servicio de limpieza y dos veces al año una empresa dejaba la moqueta aterciopelada.
—Debes de ser muy rico —murmuró Paula.
—Lo soy.
La modestia no era uno de los puntos fuertes de Pedro. Paula se quedó en silencio y él se preguntó qué estaría pensando. Probablemente que era un arrogante y un egoísta por vivir de esa forma. Si lo era, se lo había merecido, pensaba él. Había trabajado como una mula durante años y se había arriesgado como pocos hombres. Estaba sencillamente disfrutando del fruto de sus esfuerzos y le daba igual que alguien lo despreciara por ello. Pero, por alguna razón, se sentía picado por su silencio.
—No todos los hombres son así —dijo suavemente.
—No puedo saberlo —replicó ella—. Sólo he estado con uno.
—¿Cuántos años tenía?
—No lo sé. Nunca se lo pregunté, pero debía tener más o menos tu edad. ¿Cuántos años tienes tú?
—Treinta y cinco.
—Pareces más joven.
—Gracias.
—Veo que el tabaco aún no ha hecho estragos —sonrió ella, burlona.
—Ni la comida basura, ni el alcohol, ni las malas mujeres.
—¿Malas mujeres? —repitió ella, atónita.
Sí, pensó Pedro. Aquella chica había sido una inocente hasta que conoció al monstruo. Tendría que tener cuidado para no asustarla. Pero tampoco podía pretender ser lo que no era.
—La verdad es que no hay tantas últimamente. Y siempre de una en una. Pero prefiero decirte cuáles son mis vicios antes de que empecemos a vivir juntos. El hecho es que una… amiga mía a veces se queda a dormir en casa. Espero que eso no sea un problema. Naturalmente, seré discreto y todas mis actividades tendrán lugar en el dormitorio —explicó.
Paula apartó la mirada, incómoda.
—Quiero que esto quede entendido desde el principio. No pienso cambiar mis hábitos de vida sólo porque tú estés en mi casa.
—No espero que lo hagas —dijo ella, tensa.
—Me alegro. Y ahora que hemos aclarado eso, ¿Quieres contarme algo sobre tí misma? —preguntó. Paula no dijo nada—. Puedes pedirme cualquier cosa que necesites o que quieras especialmente. Arturo me ha dicho que te gusta comer de forma sana y le dije que cenaríamos fuera casi todas las noches…
—¿Los dos solos? —lo interrumpió ella.
—¿Es un problema?
—No, es que… bueno, ¿Y tu novia?
—Romina y yo no vivimos juntos. No solemos vernos más que una vez a la semana, casi siempre el sábado. Y sobre lo de tu pasión por la comida sana… te aseguro que en cualquier restaurante de Sidney pueden preparar la comida como a tí te guste. Pero si prefieres quedarte en casa, solo tienes que decirlo. Iremos a comprar comida porque yo no cocino y no tengo muchas cosas en la nevera.
—¿No cocinas nada?
—Nada.
—¿Y tu novia?
Pedro sonrió.
—Romina no sabe cocinar. Es una ejecutiva y apenas, tiene tiempo para comer. Imagínate para cocinar.
Al mencionar el trabajo de Romina, Pedro recordó que ella era una excepción en su elección normal de novia. Sólo se había sentido tentado de salir con una mujer tan inteligente cuando se dió cuenta de que estaba casada con su trabajo. Pero no le gustaban las vibraciones que estaba recibiendo de Romina últimamente, ni los comentarios irónicos sobre el poco tiempo que pasaban juntos. Llevaba algún tiempo insinuando que fueran a pasar un fin de semana a alguna parte… Nunca había pasado un fin de semana entero con una mujer. Eso siempre ponía ideas equivocadas en sus cabezas. Incluso en las más tontas.
—¿Y el desayuno? —preguntó Paula, mirándolo con sorpresa.
—No desayuno en casa. Los días de diario, tomo un café y un donut en mi despacho y los fines de semana suelo levantarme tan tarde que me voy directamente a comer.
—¿Comes fuera todos los días?
—Sí. Durante la semana, suelen ser comidas de trabajo, aunque algún que otro día, si estoy muy ocupado, pido comida por teléfono.
—¿Y también cenas fuera?
—Sí.
—Pues debes gastarte muchísimo dinero.
—Supongo que sí. Pero puedo permitírmelo —dijo él.
Pedro tenía aversión a cualquier trabajo casero, probablemente porque había tenido que hacerlos todos cuando era un niño. Su tía era una perezosa que lo obligaba a hacer lo que debería haber hecho ella, desde cocinar a hacer la colada. Había sido un esclavo sin paga desde los ocho hasta los dieciséis años. Pero no había vuelto a levantar un dedo desde entonces. Una mujer iba todas las semanas y limpiaba la casa, además de planchar y llevar su ropa al tinte. De las ventanas se encargaba un servicio de limpieza y dos veces al año una empresa dejaba la moqueta aterciopelada.
—Debes de ser muy rico —murmuró Paula.
—Lo soy.
La modestia no era uno de los puntos fuertes de Pedro. Paula se quedó en silencio y él se preguntó qué estaría pensando. Probablemente que era un arrogante y un egoísta por vivir de esa forma. Si lo era, se lo había merecido, pensaba él. Había trabajado como una mula durante años y se había arriesgado como pocos hombres. Estaba sencillamente disfrutando del fruto de sus esfuerzos y le daba igual que alguien lo despreciara por ello. Pero, por alguna razón, se sentía picado por su silencio.
Peligrosa Atracción: Capítulo 15
—Siento haber sido grosera. La verdad es que me recuerdas a una persona… alguien a quien no quiero recordar.
Pedro la miró y sus ojos se encontraron. Paula hizo todo lo posible por recobrar la tranquilidad, pero los ojos del hombre eran increíbles, llenos de belleza e inteligencia… podría haberlos mirado para siempre.
—¿Un ex novio?
—Supongo que podríamos llamarlo así.
Pedro volvió a mirar la carretera y el corazón de Paula volvió a latir de forma casi normal. Él apagó el cigarrillo. Afortunadamente. Aunque a ella no le molestaba el humo en un bar, en un sitio cerrado la ahogaba.
—¿Me parezco a él? —preguntó Pedro, mirándola de soslayo.
—En realidad, no —contestó Paula. Diego tenía el pelo negro y fríos ojos azules que le habían parecido preciosos hasta descubrir que detrás de ellos había un corazón de hielo—. Pero era un hombre guapo. Como tú. Y vestía muy bien. Y también era de Sidney.
—Ya entiendo… ¿Un vendedor?
—No. Un experto en informática.
—¿Y qué hacía un experto en informática en Drybed Creek? —preguntó él, sorprendido.
—No lo conocí en Drybed Creek, sino en Broken Hill.
—¿Cuándo?
—Hace unos meses.
—¿Y qué hacías en Broken Hill? ¿Estabas de compras?
—No, trabajando.
—¿Trabajando? Creí que trabajas en el bar de Arturo.
—Sólo estoy allí desde hace un mes. Arturo se puso enfermo y volví para cuidar de él —explicó Paula—. Pero quiero volver a Broken Hill. Vivo allí desde que dejé de estudiar.
—¿Trabajas como camarera?
—No. Sólo trabajo de camarera en el bar de Arturo.
—¿Y qué hacías en Broken Hill?
—Dirigía un pequeño hotel.
—¿Dirigías un hotel? —repitió Pedro, sorprendido.
—Sí. ¿Te extraña? —preguntó ella, un poco irritada por la aparente sorpresa del hombre.
—Me habían dicho que eras camarera.
—Siento desilusionarte.
—No estoy desilusionado, estoy impresionado. Supongo que a ese novio tuyo lo conocerías en el hotel.
—Sí. Solía dormir allí —dijo ella. Durante tres semanas, exactamente.
—¿Y la relación era seria?
—Yo creí que sí.
—¿Qué ocurrió?
—Una noche hubo un incendio en el hotel que destrozó una de las plantas. Salió en televisión y su querida esposa llamó para ver si Diego se encontraba bien.
—Ah.
—Sí. Ah —repitió ella con tristeza.
—¿Y qué hiciste?
—Le dije que se buscara otro hotel y otra tonta a la que contar mentiras.
—¿Y?
—Se marchó —contesto ella.
Aunque no lo había hecho inmediatamente. Diego había insistido en que la amaba a ella, que no le había dicho que estaba casado porque entonces no habría querido saber nada de él… Y tenía toda la razón.
Pobre chica, pensaba Pedro, observando de soslayo cómo retorcía el pañuelo entre las manos. Lo irritaba que los hombres engañasen a chicas como Paula para acostarse con ellas. Era algo bajo e innecesario. Había muchas mujeres liberadas que podrían darles lo que quisieran sin ataduras y, desde luego, sin mentiras. Pero algunos hombres se sentían atraídos por chicas inocentes que no podían mantener relaciones sexuales sin amor y sin algún tipo de compromiso. De modo que esos monstruos les contaban a sus presas que estaban enamorados y les prometían el mundo. Jugaban con sus emociones sólo para llevarlas a la cama. ¿Por qué? ¿Porque tenían un fetiche con las vírgenes? ¿Porque eran unos bastardos a los que les gustaba destrozar la virtud de una cría? ¿O porque eran pésimos amantes y solo podían hacerlo con chicas inexpertas que no tuvieran a nadie con quien compararlos? ¿Quién lo sabía? Él no, desde luego. Pero despreciaba aquel tipo de hombre. Y había descubierto que Paula era virgen hasta que conoció a aquel seductor de tres al cuarto.
Pedro la miró y sus ojos se encontraron. Paula hizo todo lo posible por recobrar la tranquilidad, pero los ojos del hombre eran increíbles, llenos de belleza e inteligencia… podría haberlos mirado para siempre.
—¿Un ex novio?
—Supongo que podríamos llamarlo así.
Pedro volvió a mirar la carretera y el corazón de Paula volvió a latir de forma casi normal. Él apagó el cigarrillo. Afortunadamente. Aunque a ella no le molestaba el humo en un bar, en un sitio cerrado la ahogaba.
—¿Me parezco a él? —preguntó Pedro, mirándola de soslayo.
—En realidad, no —contestó Paula. Diego tenía el pelo negro y fríos ojos azules que le habían parecido preciosos hasta descubrir que detrás de ellos había un corazón de hielo—. Pero era un hombre guapo. Como tú. Y vestía muy bien. Y también era de Sidney.
—Ya entiendo… ¿Un vendedor?
—No. Un experto en informática.
—¿Y qué hacía un experto en informática en Drybed Creek? —preguntó él, sorprendido.
—No lo conocí en Drybed Creek, sino en Broken Hill.
—¿Cuándo?
—Hace unos meses.
—¿Y qué hacías en Broken Hill? ¿Estabas de compras?
—No, trabajando.
—¿Trabajando? Creí que trabajas en el bar de Arturo.
—Sólo estoy allí desde hace un mes. Arturo se puso enfermo y volví para cuidar de él —explicó Paula—. Pero quiero volver a Broken Hill. Vivo allí desde que dejé de estudiar.
—¿Trabajas como camarera?
—No. Sólo trabajo de camarera en el bar de Arturo.
—¿Y qué hacías en Broken Hill?
—Dirigía un pequeño hotel.
—¿Dirigías un hotel? —repitió Pedro, sorprendido.
—Sí. ¿Te extraña? —preguntó ella, un poco irritada por la aparente sorpresa del hombre.
—Me habían dicho que eras camarera.
—Siento desilusionarte.
—No estoy desilusionado, estoy impresionado. Supongo que a ese novio tuyo lo conocerías en el hotel.
—Sí. Solía dormir allí —dijo ella. Durante tres semanas, exactamente.
—¿Y la relación era seria?
—Yo creí que sí.
—¿Qué ocurrió?
—Una noche hubo un incendio en el hotel que destrozó una de las plantas. Salió en televisión y su querida esposa llamó para ver si Diego se encontraba bien.
—Ah.
—Sí. Ah —repitió ella con tristeza.
—¿Y qué hiciste?
—Le dije que se buscara otro hotel y otra tonta a la que contar mentiras.
—¿Y?
—Se marchó —contesto ella.
Aunque no lo había hecho inmediatamente. Diego había insistido en que la amaba a ella, que no le había dicho que estaba casado porque entonces no habría querido saber nada de él… Y tenía toda la razón.
Pobre chica, pensaba Pedro, observando de soslayo cómo retorcía el pañuelo entre las manos. Lo irritaba que los hombres engañasen a chicas como Paula para acostarse con ellas. Era algo bajo e innecesario. Había muchas mujeres liberadas que podrían darles lo que quisieran sin ataduras y, desde luego, sin mentiras. Pero algunos hombres se sentían atraídos por chicas inocentes que no podían mantener relaciones sexuales sin amor y sin algún tipo de compromiso. De modo que esos monstruos les contaban a sus presas que estaban enamorados y les prometían el mundo. Jugaban con sus emociones sólo para llevarlas a la cama. ¿Por qué? ¿Porque tenían un fetiche con las vírgenes? ¿Porque eran unos bastardos a los que les gustaba destrozar la virtud de una cría? ¿O porque eran pésimos amantes y solo podían hacerlo con chicas inexpertas que no tuvieran a nadie con quien compararlos? ¿Quién lo sabía? Él no, desde luego. Pero despreciaba aquel tipo de hombre. Y había descubierto que Paula era virgen hasta que conoció a aquel seductor de tres al cuarto.
Peligrosa Atracción: Capítulo 14
Ella lo miró, sorprendida.
—Pero yo no te he visto fumar.
—Me fumé un cigarrillo en la terraza antes de irme a la cama. Pero fumo con moderación y en contadas ocasiones. Como cuando voy conduciendo —explicó él. O cuando estaba muy agitado. Y siempre después de hacer el amor. Pero eso no lo dijo.
—¿Por qué? —preguntó Paula, perpleja.
—Me relaja.
No por primera vez, Pedro se preguntó por qué tenía que fumar después de hacer el amor si se suponía que el sexo era el acto más relajante de todos. No tenía ni idea de por qué el sexo no lo relajaba, pero así era. Harry sacó un cigarrillo y lo encendió, decidido a no cambiar sus hábitos por nadie.
—No te importa, ¿Verdad?
Paula se encogió de hombros.
—¿Por qué iba a importarme? Estoy acostumbrada al humo del bar. Veo a mucha gente cometiendo un suicidio lento todos los días y me da igual. Sólo me molesta que fume Arturo. Es duro ver a una persona que quieres haciendo algo que lo está matando poco a poco. Pero tú puedes hacer lo que te parezca.
Pedro sonrió.
—Dime una cosa, Paula. ¿Qué es lo que tanto te disgusta de mí?
—No te entiendo.
—Vamos, no lo niegues. Te disgusté desde que me viste entrar en el bar.
Paula se puso colorada. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que Pedro había visto a una mujer ruborizarse que se quedo desarmado durante unos segundos. Tenía que recordar que no estaba tratando con una endurecida chica de Sidney, sino con una dulce chica de pueblo que no parecía en absoluto una típica camarera.
—No voy a ofenderme, no te preocupes —siguió Pedro suavemente—. Pero quiero que me digas la verdad.
¡La verdad! La verdad era lo último que su orgullo le permitiría contarle. Aquel hombre estaba acostumbrado a tener mujeres a sus pies que le perdonarían todo, incluso su desgraciado hábito de fumar. Se sintió avergonzada. No se había parado a pensar que sus esfuerzos por controlar sus hormonas pudieran hacerlo creer que la disgustaba. Pero se daba cuenta de que su actitud del día anterior le debía haber parecido grosera, sobre todo a la hora de cenar. Pero estaba tan atractivo con aquellos vaqueros que había tenido que alejarse para que él no notara su agitación. Por la mañana había intentado portarse de la forma más natural posible, pero obviamente había fracasado. ¿Qué esperaba, bajando a desayunar con el traje de Armani y una camisa abierta, sin corbata? La mezcla de sofisticación y naturalidad era tan potentemente atractiva que a ella le temblaban las manos. ¿Cómo iba a desayunar con él en ese estado? Murmurando una excusa, había salido volando hacia su habitación, donde se había cambiado de ropa varias veces antes de decidirse. Al final se había pintado los labios de un color que no pegaba nada con el jersey, pero era demasiado tarde para cambiarse de nuevo. La atracción sexual era una cosa espantosa.
—Háblame, Paula—insistió tratando de entender el objeto de su tormento. Pero ella simplemente no sabía qué decir—. Mira, tenemos que estar juntos durante un mes. Si no podemos comunicarnos, quizá lo mejor es que de la vuelta y te deje en tu casa.
—No es que no me gustes —consiguió decir ella, asustada.
Aunque no le gustaba la idea de dejar sólo a Arturo, estaba deseando ir a Sidney. Y la oportunidad de reflotar la empresa de su tía era demasiado tentadora. Aunque le daba miedo, era emocionante. Casi tan emocionante como pasar un mes viviendo y trabajando con Pedro Alfonso.
—Entonces, ¿Cuál es el problema? —preguntó él—. ¿Por qué me has estado evitando? ¿Y por qué a veces me miras como si fuera un mensajero del infierno en lugar de alguien que ha traído buenas noticias?
Paula sabía que tenía que darle una explicación lógica para su comportamiento o parecería una tonta, que era justamente lo que había estado intentando evitar. Había sido tan tonta con Diego… Una tonta confiada y enamorada. Lo había hecho mal desde el principio, llevando su corazón en la mano y colocándose en la posición de víctima perfecta para el adúltero sin conciencia que había resultado ser. Aunque destrozada por sus mentiras, ella se había sentido aún más desolada cuando lo que creía auténtico amor por él había muerto al saber que era un hipócrita. Había sido una buena lección darse cuenta de que no estaba realmente enamorada, sino sufriendo de un ataque agudo de lujuria. Aquella vez, confrontada por un sentimiento parecido, había adoptado la actitud contraria; alejarse y mantener una fachada fría para protegerse a sí misma de la vergüenza. Una precaución ridícula, en realidad. Pedro había dejado claro que el único interés que tenía en ella era profesional.
—¿Me lo vas a decir? —insistió él.
Paula decidió que, como Diego era el culpable de su reacción ante el atractivo de Pedro, él mismo podía ser la excusa para su menos que amistosa actitud.
—Pero yo no te he visto fumar.
—Me fumé un cigarrillo en la terraza antes de irme a la cama. Pero fumo con moderación y en contadas ocasiones. Como cuando voy conduciendo —explicó él. O cuando estaba muy agitado. Y siempre después de hacer el amor. Pero eso no lo dijo.
—¿Por qué? —preguntó Paula, perpleja.
—Me relaja.
No por primera vez, Pedro se preguntó por qué tenía que fumar después de hacer el amor si se suponía que el sexo era el acto más relajante de todos. No tenía ni idea de por qué el sexo no lo relajaba, pero así era. Harry sacó un cigarrillo y lo encendió, decidido a no cambiar sus hábitos por nadie.
—No te importa, ¿Verdad?
Paula se encogió de hombros.
—¿Por qué iba a importarme? Estoy acostumbrada al humo del bar. Veo a mucha gente cometiendo un suicidio lento todos los días y me da igual. Sólo me molesta que fume Arturo. Es duro ver a una persona que quieres haciendo algo que lo está matando poco a poco. Pero tú puedes hacer lo que te parezca.
Pedro sonrió.
—Dime una cosa, Paula. ¿Qué es lo que tanto te disgusta de mí?
—No te entiendo.
—Vamos, no lo niegues. Te disgusté desde que me viste entrar en el bar.
Paula se puso colorada. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que Pedro había visto a una mujer ruborizarse que se quedo desarmado durante unos segundos. Tenía que recordar que no estaba tratando con una endurecida chica de Sidney, sino con una dulce chica de pueblo que no parecía en absoluto una típica camarera.
—No voy a ofenderme, no te preocupes —siguió Pedro suavemente—. Pero quiero que me digas la verdad.
¡La verdad! La verdad era lo último que su orgullo le permitiría contarle. Aquel hombre estaba acostumbrado a tener mujeres a sus pies que le perdonarían todo, incluso su desgraciado hábito de fumar. Se sintió avergonzada. No se había parado a pensar que sus esfuerzos por controlar sus hormonas pudieran hacerlo creer que la disgustaba. Pero se daba cuenta de que su actitud del día anterior le debía haber parecido grosera, sobre todo a la hora de cenar. Pero estaba tan atractivo con aquellos vaqueros que había tenido que alejarse para que él no notara su agitación. Por la mañana había intentado portarse de la forma más natural posible, pero obviamente había fracasado. ¿Qué esperaba, bajando a desayunar con el traje de Armani y una camisa abierta, sin corbata? La mezcla de sofisticación y naturalidad era tan potentemente atractiva que a ella le temblaban las manos. ¿Cómo iba a desayunar con él en ese estado? Murmurando una excusa, había salido volando hacia su habitación, donde se había cambiado de ropa varias veces antes de decidirse. Al final se había pintado los labios de un color que no pegaba nada con el jersey, pero era demasiado tarde para cambiarse de nuevo. La atracción sexual era una cosa espantosa.
—Háblame, Paula—insistió tratando de entender el objeto de su tormento. Pero ella simplemente no sabía qué decir—. Mira, tenemos que estar juntos durante un mes. Si no podemos comunicarnos, quizá lo mejor es que de la vuelta y te deje en tu casa.
—No es que no me gustes —consiguió decir ella, asustada.
Aunque no le gustaba la idea de dejar sólo a Arturo, estaba deseando ir a Sidney. Y la oportunidad de reflotar la empresa de su tía era demasiado tentadora. Aunque le daba miedo, era emocionante. Casi tan emocionante como pasar un mes viviendo y trabajando con Pedro Alfonso.
—Entonces, ¿Cuál es el problema? —preguntó él—. ¿Por qué me has estado evitando? ¿Y por qué a veces me miras como si fuera un mensajero del infierno en lugar de alguien que ha traído buenas noticias?
Paula sabía que tenía que darle una explicación lógica para su comportamiento o parecería una tonta, que era justamente lo que había estado intentando evitar. Había sido tan tonta con Diego… Una tonta confiada y enamorada. Lo había hecho mal desde el principio, llevando su corazón en la mano y colocándose en la posición de víctima perfecta para el adúltero sin conciencia que había resultado ser. Aunque destrozada por sus mentiras, ella se había sentido aún más desolada cuando lo que creía auténtico amor por él había muerto al saber que era un hipócrita. Había sido una buena lección darse cuenta de que no estaba realmente enamorada, sino sufriendo de un ataque agudo de lujuria. Aquella vez, confrontada por un sentimiento parecido, había adoptado la actitud contraria; alejarse y mantener una fachada fría para protegerse a sí misma de la vergüenza. Una precaución ridícula, en realidad. Pedro había dejado claro que el único interés que tenía en ella era profesional.
—¿Me lo vas a decir? —insistió él.
Paula decidió que, como Diego era el culpable de su reacción ante el atractivo de Pedro, él mismo podía ser la excusa para su menos que amistosa actitud.
Peligrosa Atracción: Capítulo 13
Pedro no podía creer el numerito que Paula y Arturo montaron a la mañana siguiente para despedirse. Cualquiera habría pensado que la chica se marchaba para siempre. Abrazos y más abrazos, acompañados por recomendaciones de última hora y consejos de todo tipo. Por parte de los dos.
Arturo parecía estar pensándose dos veces si debía dejarla marcharse a Sidney en la dudosa compañía de Pedro.
—Cuidarás de ella, ¿Verdad? —le preguntó por enésima vez cuando Paula entró en el hotel para buscar algo que había olvidado.
—Te he dado mi palabra —le recordó Pedro aunque, para ser sincero, la «niña» de Arturo lo había sorprendido mucho aquella mañana.
Los vaqueros y el jersey del día anterior habían desaparecido, siendo reemplazados por unos estrechos pantalones negros, botines negros de tacón y un suave jersey malva que se pegaba a sus curvas de forma turbadora. Si la chica llevaba sujetador, sus pezones habían encontrado la forma de marcarse. Había tenido que hacer un esfuerzo para apartar la mirada de las provocativas protuberancias. Él no era un fetichista de los pechos femeninos, pero unos pezones erectos siempre llamaban la atención de su libido, como probaba la repentina tensión en su entrepierna.
Preocupado porque Paula hubiera pasado de ser «fácilmente resistible» a «no tan resistible», Pedro había levantado la mirada hacia la parte de ella que le resultaba menos atractiva. Su pelo. Desgraciadamente, ella se había puesto una cinta negra para tapar las raíces, dándole una idea de lo atractiva que podía estar con el pelo de ese color. También se había puesto un poco de maquillaje y, aunque era una mejora sobre el día anterior, afortunadamente él había encontrado faltas. La máscara de pestañas era demasiado espesa y el color de labios no pegaba nada con el jersey. Aunque seguía teniendo potencial para convertirse en una chica muy guapa.
Pedro olvidó inmediatamente los pezones y se concentró en planear los detalles del cambio de imagen. Cuando imaginó el resultado final, volvió a sentirse entusiasmado. Cuando terminase con ella, Paula tomaría Femme Fatale a saco. ¡Esas acciones iban a subir como la espuma! Pero no pensaba usar el vestuario de su tía. Quería verla con ropa que él hubiera elegido para ella. Un pensamiento que se reafirmó cuando la vió con un horrible bolso de tela al hombro. Si estaba tan guapa llevando ropa de mala calidad, ¿cómo estaría con ropa de diseño elegida precisamente por él, el maestro de los cambios de imagen? Iba a costarle dinero, pero el dinero no era importante. Lo importante era el reto. Además de ver la expresión de Hernán cuando consiguiera aquella misión imposible. ¡Esa botella de Grange Hermitage era prácticamente suya!
—¿Preparada? —sonrió Pedro.
La respuesta de Paula fue mirarlo con los ojos humedecidos antes de volver a abrazar Arturo de nuevo. Pedro controlaba su irritación con dificultad, estudiando el horizonte hasta que termino la despedida. Sólo entonces la tomó del brazo para ayudarla a subir al Jeep. Y, galantemente, resistió la tentación de comerse con los ojos su bien formado trasero. Sin embargo, nada pudo impedir que en su mente se formaran imágenes que habrían horrorizado a Arturo. Obviamente, necesitaba pasar una noche con Romina. No se consideraba a sí mismo un hombre exageradamente interesado en el sexo. Podía estar semanas sin hacer el amor cuando tenía mucho trabajo. Pero cuando tenía necesidad, sólo una sesión maratoniana lo dejaba saciado. Un suspiro de alivio escapó de sus labios cuando, por fin, pudo cerrar la puerta del Jeep.
—Te llamaré en cuanto lleguemos a Sidney —le prometió a Arturo.
—De acuerdo. Y otra cosa, Pedro…
—La cuidaré, te lo prometo —suspiró él—. Y tú ten cuidado con esa Delia — añadió en voz baja.
Arturo sonrió.
—No hay ninguna posibilidad de que me atrape, te lo aseguro. Soy un solterón recalcitrante.
—Famosas últimas palabras —murmuró Pedro, subiendo al Jeep.
Paula lo miró, con los ojos húmedos.
—¿Decías algo?
—Estaba hablando solo. ¿Preparada?
—Sí —contestó ella, arrugando un pañuelo entre las manos.
—No te preocupes por Arturo, Paula. Sabe cuidar de sí mismo.
—Sacará el whisky y los puros antes de cinco minutos —murmuró ella.
—Bueno, al fin y al cabo es un hombre adulto.
Diciendo adiós por la ventanilla, Pedro pisó el acelerador.
—Pero es malo para su salud —insistió su pasajera—. Especialmente fumar.
—Yo también fumo.
Arturo parecía estar pensándose dos veces si debía dejarla marcharse a Sidney en la dudosa compañía de Pedro.
—Cuidarás de ella, ¿Verdad? —le preguntó por enésima vez cuando Paula entró en el hotel para buscar algo que había olvidado.
—Te he dado mi palabra —le recordó Pedro aunque, para ser sincero, la «niña» de Arturo lo había sorprendido mucho aquella mañana.
Los vaqueros y el jersey del día anterior habían desaparecido, siendo reemplazados por unos estrechos pantalones negros, botines negros de tacón y un suave jersey malva que se pegaba a sus curvas de forma turbadora. Si la chica llevaba sujetador, sus pezones habían encontrado la forma de marcarse. Había tenido que hacer un esfuerzo para apartar la mirada de las provocativas protuberancias. Él no era un fetichista de los pechos femeninos, pero unos pezones erectos siempre llamaban la atención de su libido, como probaba la repentina tensión en su entrepierna.
Preocupado porque Paula hubiera pasado de ser «fácilmente resistible» a «no tan resistible», Pedro había levantado la mirada hacia la parte de ella que le resultaba menos atractiva. Su pelo. Desgraciadamente, ella se había puesto una cinta negra para tapar las raíces, dándole una idea de lo atractiva que podía estar con el pelo de ese color. También se había puesto un poco de maquillaje y, aunque era una mejora sobre el día anterior, afortunadamente él había encontrado faltas. La máscara de pestañas era demasiado espesa y el color de labios no pegaba nada con el jersey. Aunque seguía teniendo potencial para convertirse en una chica muy guapa.
Pedro olvidó inmediatamente los pezones y se concentró en planear los detalles del cambio de imagen. Cuando imaginó el resultado final, volvió a sentirse entusiasmado. Cuando terminase con ella, Paula tomaría Femme Fatale a saco. ¡Esas acciones iban a subir como la espuma! Pero no pensaba usar el vestuario de su tía. Quería verla con ropa que él hubiera elegido para ella. Un pensamiento que se reafirmó cuando la vió con un horrible bolso de tela al hombro. Si estaba tan guapa llevando ropa de mala calidad, ¿cómo estaría con ropa de diseño elegida precisamente por él, el maestro de los cambios de imagen? Iba a costarle dinero, pero el dinero no era importante. Lo importante era el reto. Además de ver la expresión de Hernán cuando consiguiera aquella misión imposible. ¡Esa botella de Grange Hermitage era prácticamente suya!
—¿Preparada? —sonrió Pedro.
La respuesta de Paula fue mirarlo con los ojos humedecidos antes de volver a abrazar Arturo de nuevo. Pedro controlaba su irritación con dificultad, estudiando el horizonte hasta que termino la despedida. Sólo entonces la tomó del brazo para ayudarla a subir al Jeep. Y, galantemente, resistió la tentación de comerse con los ojos su bien formado trasero. Sin embargo, nada pudo impedir que en su mente se formaran imágenes que habrían horrorizado a Arturo. Obviamente, necesitaba pasar una noche con Romina. No se consideraba a sí mismo un hombre exageradamente interesado en el sexo. Podía estar semanas sin hacer el amor cuando tenía mucho trabajo. Pero cuando tenía necesidad, sólo una sesión maratoniana lo dejaba saciado. Un suspiro de alivio escapó de sus labios cuando, por fin, pudo cerrar la puerta del Jeep.
—Te llamaré en cuanto lleguemos a Sidney —le prometió a Arturo.
—De acuerdo. Y otra cosa, Pedro…
—La cuidaré, te lo prometo —suspiró él—. Y tú ten cuidado con esa Delia — añadió en voz baja.
Arturo sonrió.
—No hay ninguna posibilidad de que me atrape, te lo aseguro. Soy un solterón recalcitrante.
—Famosas últimas palabras —murmuró Pedro, subiendo al Jeep.
Paula lo miró, con los ojos húmedos.
—¿Decías algo?
—Estaba hablando solo. ¿Preparada?
—Sí —contestó ella, arrugando un pañuelo entre las manos.
—No te preocupes por Arturo, Paula. Sabe cuidar de sí mismo.
—Sacará el whisky y los puros antes de cinco minutos —murmuró ella.
—Bueno, al fin y al cabo es un hombre adulto.
Diciendo adiós por la ventanilla, Pedro pisó el acelerador.
—Pero es malo para su salud —insistió su pasajera—. Especialmente fumar.
—Yo también fumo.
jueves, 25 de mayo de 2017
Peligrosa Atracción: Capítulo 12
El cordero estaba delicioso, pero la cocinera parecía haberse esfumado. Pedro pensó que a Paula no le gustaba su traje de Armani y había bajado a cenar vestido con vaqueros y un jersey gris. Pero tampoco así encontró aprobación si su fría mirada era una señal. Le había servido una cerveza y después lo había ignorado hasta las ocho. Una vez sentados a la mesa de la cocina, ella había colocado frente a él un plato de cordero al curry y se había excusado. Había pensado animarla un poco con halagos sobre sus dotes culinarias, fueran ciertas o no, y cuando el cordero resultó delicioso le molestó no poder halagarla sinceramente.
—Eres un hombre de suerte si cenas así todas las noches —le dijo a Arturo.
—Pau es una cocinera estupenda, pero ¿Sabes una cosa? Estoy deseando tomarme una buena hamburguesa con patatas fritas para variar. Me alegro de que ahora vayas a ser tú el que coma su comida sana todos los días.
Pedro se quedó sorprendido.
—Ni se me ocurriría pedirle a Paula que cocinase para mí mientras esté en Sidney. Tendrá suficientes cosas que hacer allí como para estar cocinando. Comeremos y cenaremos fuera de casa. Y cuando no lo hagamos, sencillamente meteremos algo en el microondas.
Arturo sonrió.
—No comerás comida de microondas con Paula. No a menos que quieras una charla sobre lo mala que la grasa es para las venas.
—Querrás decir las arterias —corrigió Pedro. Pero él no iba a permitir que una mujer le dijera lo que tenía que comer.
—Lo que sea. Pero no digas que no te he avisado. Ah, por cierto, tú no fumas, ¿Verdad?
—Algún cigarrillo que otro.
—¿Y beber?
—Paula acaba de servirme una cerveza. ¿No le gustan los hombres que beben?
—Su padre no sabía parar.
—Yo tomo una cerveza después de trabajar y suelo cenar con vino.
Arturo sonrió de nuevo.
—Pues que tengas suerte, amigo.
—Parece que no es fácil vivir con Paula.
—Dímelo a mí —gruñó el hombre.
—Tengo la impresión de que estás deseando quedarte solo.
—No me interpretes mal. Pau es un cielo y la quiero a muerte, pero está llegando a esa edad en que las mujeres necesitan un marido y unos hijos que cuidar.
—¡Pues a mí no me mires! Yo no voy a salvarte.
—Ya lo sé, Pedro. Pero, ¿Quién sabe? Quizá conozca a algún hombre en Sidney.
—Creí que querías que volviera como se había ido —dijo Pedro—. Decídete, Arturo. Buscar un marido en un sitio como Sidney tiene un precio, y no me refiero a la dote. Allí los hombres no compran sin probar la mercancía. Pero no te preocupes, cuando tenga su herencia asegurada, le lloverán propuestas de matrimonio.
Y como, pensó cínicamente. Él mismo había sido objetivo de muchas mujeres en busca de seguridad económica. ¡Lo que algunas de ellas harían para que un hombre rico les pusiera un anillo en el dedo haría que a una chica decente se le helara la sangre en las venas!
—¡Yo no quiero un vividor para Paula! —protestó Arturo—. Quiero un hombre que la ame de verdad.
Pedro estaba empezando a creer que aquella camarera de veintitrés años podía ser virgen de verdad; sobre todo si estaba buscando un príncipe azul que no fumara, no bebiera y cuidase de su colesterol. Pero tal príncipe, si existía, seguramente tampoco tendría interés en el sexo.
—¿Estás seguro de que a Paula le gustan los hombres?
Arturo parpadeó, sorprendido por la pregunta.
—Sí, claro, estoy seguro.
—¿Muy seguro?
—Muy seguro.
—Pues yo no le gusto.
—¿Por qué dices eso?
—Porque lo sé.
—Y no estás acostumbrado a eso, ¿Verdad?
—Sinceramente, no —confesó Pedro.
—No te lo tomes como algo personal. Paula no es una chica como las demás. Y ahora cena, o volverá y nos dará la charla por dejar que el cordero se enfríe.
Pedro siguió comiendo mientras se preguntaba qué iba a hacer con Paula Chaves durante un mes. Desde luego, no iba a permitir que le dijera lo que tenía que hacer. Sería ella quien hiciera lo que él le dijera, cuando él le dijera. Y tampoco pensaba soportar que lo tratase como si fuera un niño. Él tenía treinta y cinco años y no necesitaba una madre. Lo que necesitaba era una heredera obediente que interpretase bien su papel. Desgraciadamente, por lo que estaba oyendo y viendo, Paula no era precisamente una mujer manejable, sino una chica testaruda y decidida. Y lo peor, o no le gustaban los hombres o había tenido una mala experiencia con uno y quería vengarse de todos los demás. Como Arturo insistía en que sí le gustaban los hombres, decidió que el problema debía ser un desengaño amoroso. Pero, ¿Cómo iba a atravesar su barrera de recelo? De nuevo, su decisión fue esperar hasta que estuvieran solos. Entonces haría lo que mejor se le daba hacer. Hablar. A todas las mujeres les gusta hablar. Especialmente de sí mismas. Solía hacer preguntas y aparentaba estar muy interesado en las respuestas. Siempre lo asombraba que, después de cinco minutos, las mujeres le estuvieran contando la historia de su vida. No tenía duda de que, cuando estuvieran a solas, se enteraría de muchas cosas sobre Paula Chaves. Arturo creía conocer bien a aquella chica, pero él sabía que los padres nunca lo saben todo. Nunca saben cuáles son los sueños y los verdaderos problemas de sus retoños. Por otro lado, era un experto en descubrir secretos. Y entonces… entonces tendría armas para conseguir lo que deseaba. La total cooperación de Paula. Una sonrisa de satisfacción iluminó su cara mientras tragaba el último pedazo de cordero. La tendría comiendo de su mano antes de aterrizar en el aeropuerto de Sidney o no se llamaba Pedro Alfonso.
—Eres un hombre de suerte si cenas así todas las noches —le dijo a Arturo.
—Pau es una cocinera estupenda, pero ¿Sabes una cosa? Estoy deseando tomarme una buena hamburguesa con patatas fritas para variar. Me alegro de que ahora vayas a ser tú el que coma su comida sana todos los días.
Pedro se quedó sorprendido.
—Ni se me ocurriría pedirle a Paula que cocinase para mí mientras esté en Sidney. Tendrá suficientes cosas que hacer allí como para estar cocinando. Comeremos y cenaremos fuera de casa. Y cuando no lo hagamos, sencillamente meteremos algo en el microondas.
Arturo sonrió.
—No comerás comida de microondas con Paula. No a menos que quieras una charla sobre lo mala que la grasa es para las venas.
—Querrás decir las arterias —corrigió Pedro. Pero él no iba a permitir que una mujer le dijera lo que tenía que comer.
—Lo que sea. Pero no digas que no te he avisado. Ah, por cierto, tú no fumas, ¿Verdad?
—Algún cigarrillo que otro.
—¿Y beber?
—Paula acaba de servirme una cerveza. ¿No le gustan los hombres que beben?
—Su padre no sabía parar.
—Yo tomo una cerveza después de trabajar y suelo cenar con vino.
Arturo sonrió de nuevo.
—Pues que tengas suerte, amigo.
—Parece que no es fácil vivir con Paula.
—Dímelo a mí —gruñó el hombre.
—Tengo la impresión de que estás deseando quedarte solo.
—No me interpretes mal. Pau es un cielo y la quiero a muerte, pero está llegando a esa edad en que las mujeres necesitan un marido y unos hijos que cuidar.
—¡Pues a mí no me mires! Yo no voy a salvarte.
—Ya lo sé, Pedro. Pero, ¿Quién sabe? Quizá conozca a algún hombre en Sidney.
—Creí que querías que volviera como se había ido —dijo Pedro—. Decídete, Arturo. Buscar un marido en un sitio como Sidney tiene un precio, y no me refiero a la dote. Allí los hombres no compran sin probar la mercancía. Pero no te preocupes, cuando tenga su herencia asegurada, le lloverán propuestas de matrimonio.
Y como, pensó cínicamente. Él mismo había sido objetivo de muchas mujeres en busca de seguridad económica. ¡Lo que algunas de ellas harían para que un hombre rico les pusiera un anillo en el dedo haría que a una chica decente se le helara la sangre en las venas!
—¡Yo no quiero un vividor para Paula! —protestó Arturo—. Quiero un hombre que la ame de verdad.
Pedro estaba empezando a creer que aquella camarera de veintitrés años podía ser virgen de verdad; sobre todo si estaba buscando un príncipe azul que no fumara, no bebiera y cuidase de su colesterol. Pero tal príncipe, si existía, seguramente tampoco tendría interés en el sexo.
—¿Estás seguro de que a Paula le gustan los hombres?
Arturo parpadeó, sorprendido por la pregunta.
—Sí, claro, estoy seguro.
—¿Muy seguro?
—Muy seguro.
—Pues yo no le gusto.
—¿Por qué dices eso?
—Porque lo sé.
—Y no estás acostumbrado a eso, ¿Verdad?
—Sinceramente, no —confesó Pedro.
—No te lo tomes como algo personal. Paula no es una chica como las demás. Y ahora cena, o volverá y nos dará la charla por dejar que el cordero se enfríe.
Pedro siguió comiendo mientras se preguntaba qué iba a hacer con Paula Chaves durante un mes. Desde luego, no iba a permitir que le dijera lo que tenía que hacer. Sería ella quien hiciera lo que él le dijera, cuando él le dijera. Y tampoco pensaba soportar que lo tratase como si fuera un niño. Él tenía treinta y cinco años y no necesitaba una madre. Lo que necesitaba era una heredera obediente que interpretase bien su papel. Desgraciadamente, por lo que estaba oyendo y viendo, Paula no era precisamente una mujer manejable, sino una chica testaruda y decidida. Y lo peor, o no le gustaban los hombres o había tenido una mala experiencia con uno y quería vengarse de todos los demás. Como Arturo insistía en que sí le gustaban los hombres, decidió que el problema debía ser un desengaño amoroso. Pero, ¿Cómo iba a atravesar su barrera de recelo? De nuevo, su decisión fue esperar hasta que estuvieran solos. Entonces haría lo que mejor se le daba hacer. Hablar. A todas las mujeres les gusta hablar. Especialmente de sí mismas. Solía hacer preguntas y aparentaba estar muy interesado en las respuestas. Siempre lo asombraba que, después de cinco minutos, las mujeres le estuvieran contando la historia de su vida. No tenía duda de que, cuando estuvieran a solas, se enteraría de muchas cosas sobre Paula Chaves. Arturo creía conocer bien a aquella chica, pero él sabía que los padres nunca lo saben todo. Nunca saben cuáles son los sueños y los verdaderos problemas de sus retoños. Por otro lado, era un experto en descubrir secretos. Y entonces… entonces tendría armas para conseguir lo que deseaba. La total cooperación de Paula. Una sonrisa de satisfacción iluminó su cara mientras tragaba el último pedazo de cordero. La tendría comiendo de su mano antes de aterrizar en el aeropuerto de Sidney o no se llamaba Pedro Alfonso.
Peligrosa Atracción: Capítulo 11
La habitación no olía demasiado a pintura. Quizá porque era grande y la puerta de la terraza estaba abierta. La cama era sólida, los suelos de madera pulidos y las paredes pintadas de azul pálido. Había una mesilla a cada lado de la cama y un armario de tres puertas. No había cuadros en las paredes, pero a Pedro le daba igual. Lo único importante era la cama. Parecía antigua y cómoda, con cuatro almohadones y un edredón de flores azules. Llevaba despierto desde las seis de la mañana y, de repente, se sentía agotado. Y sólo eran las cinco de la tarde. No recordaba la última vez que había necesitado echarse una siesta. Quizá había sido la cerveza en su estómago vacío. O la subida de adrenalina tras el éxito de su misión.
—Has hecho un buen trabajo en esta habitación —felicitó a Paula, mientras colocaba la bolsa de viaje sobre una silla.
—Gracias —dijo ella—. Hay un cuarto de baño a cada lado del pasillo. Si usas el de la derecha, no tendrás que compartirlo con nadie. Voy por toallas limpias.
—Gracias.
Cuando Paula salió de la habitación, Pedro se quedó mirándola. ¿Por qué le caía mal a aquella chica? ¿Sería algo que había dicho o hecho? Estaba claro que, desde el principio, lo miraba con recelo. Se prometió a sí mismo conocer la razón. Pero no aquel día. No quería arriesgarse a que ella cambiara de opinión antes de llegar a Sidney. Con un suspiro, se quitó la chaqueta, la colgó en el respaldo de la silla y salió a la terraza. La mayoría de los hoteles en aquella zona estaban diseñados de la misma forma; edificios de ladrillo con dos plantas, cada una de ellas rodeada de una terraza de madera. Se quitó la corbata mientras observaba la vista del pequeño pueblo. El sol estaba empezando a ponerse, tiñendo el paisaje de un tono dorado que iba poco a poco convirtiéndose en siena. Tenía que admitir que si el páramo australiano tenía algo hermoso era el atardecer. Y los cielos limpios por la noche. Negros como la boca de un lobo y cuajados de estrellas como jamás podrían verse en una gran ciudad. Pero los espectaculares atardeceres y los gloriosos cielos nocturnos no valían de nada cuando uno estaba solo y… Se apoyó en la barandilla de hierro y dejó que la belleza del atardecer lo llenara.
—He dejado las toallas sobre la cama.
Cuando se volvió, vió a Paula en la habitación, al lado de la puerta de la terraza, como si quisiera dejar claro que no pensaba acercarse. Eso lo irritó, pero no pensaba demostrarlo.
—Gracias. Creo que me ducharé y me pondré algo más cómodo.
—Muy bien —murmuró ella, con sequedad—. Por cierto, suelo servir la cena a las ocho. Si te gusta el cordero, puedes cenar con nosotros. Si no, tendrás que ir al garaje. Es el único sitio en el que se sirven comidas, aunque yo no te lo recomendaría.
—Me encanta el cordero. Gracias.
—De nada.
Paula se dió la vuelta y Pedro volvió a preguntarse qué le pasaba a aquella chica con él. Ella prácticamente salió corriendo por el pasillo y se metió en su habitación. Una vez dentro, apoyó la frente sobre la puerta. Había pensado que podía controlarse delante de aquel hombre, que los latidos de su corazón no eran más que una cuestión hormonal, debida al atractivo de Pedro Alfonso. Pero las cosas no eran tan sencillas. Él ni siquiera tenía que sonreír o tocarla para que se pusiera de los nervios. Sólo tenía que estar cerca de sus traicioneros ojos y su más traicionera mente. No… no estaba siendo sincera del todo. Ni siquiera tenía que estar en su presencia para que su corazón latiera como loco y su mente se llenara de turbadores pensamientos eróticos. ¿Qué pasaría cuando hiciera su cama?
Mientras estiraba las sábanas, no había podido dejar de pensar en él, tumbado allí, desnudo. Pedro parecía el tipo de hombre que dormiría desnudo. Había tenido que hacer un esfuerzo para no ponerse como un tomate cuando entraron juntos en la habitación y, para más angustia, cuando volvió con las toallas se lo encontró inclinado sobre la barandilla de la terraza. Gimió al recordarlo. No había ninguna esperanza de que sus anchos hombros fueran cosa de la chaqueta de Armani o de que sus piernas fueran demasiado delgadas. En aquella posición, había podido comprobar que tenía el estómago plano, las caderas estrechas y las nalgas apretadas. Se lo había comido con los ojos durante unos segundos antes de anunciar que había llevado las toallas, indignada consigo misma,¿Y qué había hecho él? Se le había ocurrido decir que iba a darse una ducha. Naturalmente, la imaginación de ella había empezado a volar de nuevo, creando imágenes de él desnudo, pero aquella vez bajo una cascada de agua corriendo por su hermoso cuerpo masculino… Por eso había tenido que salir prácticamente corriendo de la habitación. Pero no podía esconderse para siempre. Tenía que volver al bar o Arturo subiría a preguntar si se encontraba bien.
—Este comportamiento es simplemente inaceptable, Paula—se dijo a sí misma, paseando por la habitación—. Sólo es un hombre. Sidney está llena de hombres como él, con ojos prometedores y una carrera profesional sólida. Cuando llegues allí, te darás cuenta de que Pedro Alfonso no es especial y dejará de afectarte. Hasta entonces, evítalo todo lo posible. No lo mires, no hables con él. Y, sobre todo, ¡deja de pensar en él! Mantente ocupada. Muy, muy ocupada. Después de todo, tienes muchas cosas que hacer. Muchas cosas para evitar que esta mente pecadora siga imaginando cosas.
Dejó de pasear y abrió la puerta, decidida. Y consiguió concentrarse en otras cosas… hasta que aquel hombre bajó a cenar poco antes de las ocho.
—Has hecho un buen trabajo en esta habitación —felicitó a Paula, mientras colocaba la bolsa de viaje sobre una silla.
—Gracias —dijo ella—. Hay un cuarto de baño a cada lado del pasillo. Si usas el de la derecha, no tendrás que compartirlo con nadie. Voy por toallas limpias.
—Gracias.
Cuando Paula salió de la habitación, Pedro se quedó mirándola. ¿Por qué le caía mal a aquella chica? ¿Sería algo que había dicho o hecho? Estaba claro que, desde el principio, lo miraba con recelo. Se prometió a sí mismo conocer la razón. Pero no aquel día. No quería arriesgarse a que ella cambiara de opinión antes de llegar a Sidney. Con un suspiro, se quitó la chaqueta, la colgó en el respaldo de la silla y salió a la terraza. La mayoría de los hoteles en aquella zona estaban diseñados de la misma forma; edificios de ladrillo con dos plantas, cada una de ellas rodeada de una terraza de madera. Se quitó la corbata mientras observaba la vista del pequeño pueblo. El sol estaba empezando a ponerse, tiñendo el paisaje de un tono dorado que iba poco a poco convirtiéndose en siena. Tenía que admitir que si el páramo australiano tenía algo hermoso era el atardecer. Y los cielos limpios por la noche. Negros como la boca de un lobo y cuajados de estrellas como jamás podrían verse en una gran ciudad. Pero los espectaculares atardeceres y los gloriosos cielos nocturnos no valían de nada cuando uno estaba solo y… Se apoyó en la barandilla de hierro y dejó que la belleza del atardecer lo llenara.
—He dejado las toallas sobre la cama.
Cuando se volvió, vió a Paula en la habitación, al lado de la puerta de la terraza, como si quisiera dejar claro que no pensaba acercarse. Eso lo irritó, pero no pensaba demostrarlo.
—Gracias. Creo que me ducharé y me pondré algo más cómodo.
—Muy bien —murmuró ella, con sequedad—. Por cierto, suelo servir la cena a las ocho. Si te gusta el cordero, puedes cenar con nosotros. Si no, tendrás que ir al garaje. Es el único sitio en el que se sirven comidas, aunque yo no te lo recomendaría.
—Me encanta el cordero. Gracias.
—De nada.
Paula se dió la vuelta y Pedro volvió a preguntarse qué le pasaba a aquella chica con él. Ella prácticamente salió corriendo por el pasillo y se metió en su habitación. Una vez dentro, apoyó la frente sobre la puerta. Había pensado que podía controlarse delante de aquel hombre, que los latidos de su corazón no eran más que una cuestión hormonal, debida al atractivo de Pedro Alfonso. Pero las cosas no eran tan sencillas. Él ni siquiera tenía que sonreír o tocarla para que se pusiera de los nervios. Sólo tenía que estar cerca de sus traicioneros ojos y su más traicionera mente. No… no estaba siendo sincera del todo. Ni siquiera tenía que estar en su presencia para que su corazón latiera como loco y su mente se llenara de turbadores pensamientos eróticos. ¿Qué pasaría cuando hiciera su cama?
Mientras estiraba las sábanas, no había podido dejar de pensar en él, tumbado allí, desnudo. Pedro parecía el tipo de hombre que dormiría desnudo. Había tenido que hacer un esfuerzo para no ponerse como un tomate cuando entraron juntos en la habitación y, para más angustia, cuando volvió con las toallas se lo encontró inclinado sobre la barandilla de la terraza. Gimió al recordarlo. No había ninguna esperanza de que sus anchos hombros fueran cosa de la chaqueta de Armani o de que sus piernas fueran demasiado delgadas. En aquella posición, había podido comprobar que tenía el estómago plano, las caderas estrechas y las nalgas apretadas. Se lo había comido con los ojos durante unos segundos antes de anunciar que había llevado las toallas, indignada consigo misma,¿Y qué había hecho él? Se le había ocurrido decir que iba a darse una ducha. Naturalmente, la imaginación de ella había empezado a volar de nuevo, creando imágenes de él desnudo, pero aquella vez bajo una cascada de agua corriendo por su hermoso cuerpo masculino… Por eso había tenido que salir prácticamente corriendo de la habitación. Pero no podía esconderse para siempre. Tenía que volver al bar o Arturo subiría a preguntar si se encontraba bien.
—Este comportamiento es simplemente inaceptable, Paula—se dijo a sí misma, paseando por la habitación—. Sólo es un hombre. Sidney está llena de hombres como él, con ojos prometedores y una carrera profesional sólida. Cuando llegues allí, te darás cuenta de que Pedro Alfonso no es especial y dejará de afectarte. Hasta entonces, evítalo todo lo posible. No lo mires, no hables con él. Y, sobre todo, ¡deja de pensar en él! Mantente ocupada. Muy, muy ocupada. Después de todo, tienes muchas cosas que hacer. Muchas cosas para evitar que esta mente pecadora siga imaginando cosas.
Dejó de pasear y abrió la puerta, decidida. Y consiguió concentrarse en otras cosas… hasta que aquel hombre bajó a cenar poco antes de las ocho.
Peligrosa Atracción: Capítulo 10
—Es un tío guapo, ¿Verdad? —preguntó el hombre, como sin darle importancia.
Pero Paula conocía a Arturo demasiado bien como para dejarse engañar. Él había mirado por ella y su virtud como una gallina desde la muerte de su padre. Y había hecho un buen trabajo. Aunque había sido fácil cuando sus hormonas estaban dormidas y no encontraba nada interesante en el sexo opuesto. Hasta que apareció Diego…
Paula suspiró.
—Dí lo que tengas que decir, Arturo.
—Ten cuidado en Sidney, cariño, Pedro es un buen tipo, pero es un hombre. Aunque no el hombre para tí.
—¿No? —preguntó ella, poniéndose las manos en las caderas—. ¿Y por qué no? Él es soltero, yo soy soltera y éste es un país libre.
—Sí, pero él es el tipo de soltero que quiere seguir soltero. Y tú no.
El corazón de Paula dió un pequeño salto.
—¿Y por qué sabes que quiere seguir soltero?
—Porque me lo ha dicho él.
Paula frunció el ceño, preguntándose por qué un hombre tan sensible como Pedro habría tomado una decisión como aquella. Estaba claro que adoraba a los hijos de su amigo Hernán. ¿Por qué no quería tener hijos y una esposa que lo amase? ¿Y un hogar al que volver cada noche, con un perro y un jardín, no un apartamento por mucho que estuviera frente al edificio de la Opera de Sidney?
—Es un soltero recalcitrante, cariño —siguió Arturo—. Y un poco mujeriego, me parece a mí. Así que insisto, ten cuidado con él.
Paula suspiró de nuevo.
—Te preocupas tontamente, Arturo. Pedro es muy atractivo, pero no pienso hacer el tonto con él. Te lo prometo.
—Me alegro, porque tiene novia.
El corazón de Paula se encogió un poco ante aquella noticia. Pero escondió bien su desilusión. Si Diego le había enseñado algo era a no llevar el corazón en la mano.
—Entonces, no tendré que preocuparme porque me persiga de habitación en habitación, ¿No es eso? —intentó bromear.
—Un hombre como Pedro no tiene que perseguir a las mujeres, cariño. Son ellas las que se echan en sus brazos.
—Arturo, ¿Me has visto alguna vez echarme en los brazos de un hombre? — preguntó Paula.
Afortunadamente, Arturo no sabía nada sobre su aventura con Diego. Se sentía demasiado avergonzada como para contárselo. Lo único que Diego había necesitado fueron un par de cenas y unos halagos y ella había ido con él a su habitación sin hacerse más preguntas. Si no hubiera sido por la alarma de incendios… Temblaba al pensar lo cerca que había estado de hacer el amor con aquel canalla.
—Sí. Tú eres una chica muy sensata —dijo Arturo.
—Entonces, deja de preocuparte. Y cállate que está en la puerta.
Pero Paula conocía a Arturo demasiado bien como para dejarse engañar. Él había mirado por ella y su virtud como una gallina desde la muerte de su padre. Y había hecho un buen trabajo. Aunque había sido fácil cuando sus hormonas estaban dormidas y no encontraba nada interesante en el sexo opuesto. Hasta que apareció Diego…
Paula suspiró.
—Dí lo que tengas que decir, Arturo.
—Ten cuidado en Sidney, cariño, Pedro es un buen tipo, pero es un hombre. Aunque no el hombre para tí.
—¿No? —preguntó ella, poniéndose las manos en las caderas—. ¿Y por qué no? Él es soltero, yo soy soltera y éste es un país libre.
—Sí, pero él es el tipo de soltero que quiere seguir soltero. Y tú no.
El corazón de Paula dió un pequeño salto.
—¿Y por qué sabes que quiere seguir soltero?
—Porque me lo ha dicho él.
Paula frunció el ceño, preguntándose por qué un hombre tan sensible como Pedro habría tomado una decisión como aquella. Estaba claro que adoraba a los hijos de su amigo Hernán. ¿Por qué no quería tener hijos y una esposa que lo amase? ¿Y un hogar al que volver cada noche, con un perro y un jardín, no un apartamento por mucho que estuviera frente al edificio de la Opera de Sidney?
—Es un soltero recalcitrante, cariño —siguió Arturo—. Y un poco mujeriego, me parece a mí. Así que insisto, ten cuidado con él.
Paula suspiró de nuevo.
—Te preocupas tontamente, Arturo. Pedro es muy atractivo, pero no pienso hacer el tonto con él. Te lo prometo.
—Me alegro, porque tiene novia.
El corazón de Paula se encogió un poco ante aquella noticia. Pero escondió bien su desilusión. Si Diego le había enseñado algo era a no llevar el corazón en la mano.
—Entonces, no tendré que preocuparme porque me persiga de habitación en habitación, ¿No es eso? —intentó bromear.
—Un hombre como Pedro no tiene que perseguir a las mujeres, cariño. Son ellas las que se echan en sus brazos.
—Arturo, ¿Me has visto alguna vez echarme en los brazos de un hombre? — preguntó Paula.
Afortunadamente, Arturo no sabía nada sobre su aventura con Diego. Se sentía demasiado avergonzada como para contárselo. Lo único que Diego había necesitado fueron un par de cenas y unos halagos y ella había ido con él a su habitación sin hacerse más preguntas. Si no hubiera sido por la alarma de incendios… Temblaba al pensar lo cerca que había estado de hacer el amor con aquel canalla.
—Sí. Tú eres una chica muy sensata —dijo Arturo.
—Entonces, deja de preocuparte. Y cállate que está en la puerta.
Peligrosa Atracción: Capítulo 9
—La verdad es que yo pensaba invitar a Paula a quedarse en mi departamento —dijo Pedro—. Después de todo, he sido yo quien le ha pedido que venga a Sidney. No quiero que tenga que hacer ningún gasto y yo tengo un departamento muy grande frente al puerto. Tendrá su propia habitación y su propio cuarto de baño. Si estás preocupado por su seguridad, te prometo que yo mismo la acompañaré personalmente a todas partes. No la perderé de vista.
Arturo sonrió, irónico.
—Eso suena muy bien, Pedro. Pero, ¿Quién va a protegerla de tí?
—¿Qué? —preguntó él, sorprendido.
—Ya me has oído.
—No sé qué quieres decir.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó Arturo.
—Treinta y cinco. ¿Por qué?
—No estás casado, ¿Verdad?
—No. No es lo mío.
—¿Eres gay?
Pedro sonrió.
—No, que yo sepa.
—¿Tienes novia?
Pedro sonrió de nuevo. Él siempre tenía alguna novia.
—Claro. —Ah, me alegro. Pero tienes que darme tu palabra de que mi niña va a volver a Drybed Creek como se marchó.
Pedro se quedó atónito. ¿Tenía aspecto de violador?, se preguntaba. Desde luego, él no se habría elegido a sí mismo como acompañante de su propia hija. Pero Arturo no debería preocuparse. Él no encontraba a Paula irresistible. Incluso aunque su aventura con Romina estuviera a punto de terminar, había montanas de mujeres hermosas y elegantes que estarían deseando ocupar el sitio de Romina. No tenía necesidad de seducir a Paula Chaves, camarera de un sitio perdido en medio de ninguna parte.
—Tienes mi palabra —dijo con firmeza.
—Vamos a firmar esto con un apretón de manos.
—Desde luego.
Y lo hicieron.
—¿Tu palabra de qué?
El objeto de la discusión se materializó frente a ellos en ese momento, sobresaltándolos a los dos. Harry sonrió y Arnie tuvo que esconder el vaso de whisky.
—Le he prometido a Arturo cuidar de tí en Sidney. Te quedarás en mi departamento.
—¿Tienes sitio para mí?
En el dúplex de Pedro cabría un equipo entero de fútbol, pero pensó que sería mejor no decírselo por el momento. Más para aliviar la preocupación de Arturo que por reticencia a impresionar a su «niña». Aunque nada en él parecía impresionarla, excepto su deseo de ayudar a Hernán. Y esa mirada de admiración no había durado mucho. Unos segundos después de mirarlo con algo parecido a la simpatía, ella había apartado la mano como si estuviera apretando un gusano repugnante. Aunque a él le daba igual. Su ego podría soportarlo. Aunque le gustaría saber qué clase de hombre atraía a Paula Chaves. Si le atraía alguno. Quizá Arturo estaba tan seguro de su virtud porque ella odiaba a los hombres, como había hecho su tía.
—Pedro dice que tiene una habitación de invitados —dijo Arturo.
—¿Vives en una casa? —preguntó Paula.
—No, en un departamento. En Kirribilli, sobre el puerto al norte de Sidney.
—Suena bien.
—Es muy bonito. Desde el balcón se ve el puente de Harbour y el edificio de la Opera.
—Pau siempre ha querido ir a la ópera, ¿Verdad, cariño?
Cuando ella lanzó una mirada de advertencia sobre Arturo, Pedro pensó que quizá Paula siempre había querido ir a la ópera, pero no necesariamente con él.
—Veré si puedo hacer algo —se ofreció él amablemente, antes de bajarse del taburete—. Si la habitación está preparada, iré por mi bolsa de viaje.
—Está tan preparada como puede estarlo —dijo ella, burlona.
Pedro tomó su maletín y salió del bar, sin darse cuenta de que Paula lo seguía con la mirada y que Arturo la miraba a ella con expresión pensativa.
Arturo sonrió, irónico.
—Eso suena muy bien, Pedro. Pero, ¿Quién va a protegerla de tí?
—¿Qué? —preguntó él, sorprendido.
—Ya me has oído.
—No sé qué quieres decir.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó Arturo.
—Treinta y cinco. ¿Por qué?
—No estás casado, ¿Verdad?
—No. No es lo mío.
—¿Eres gay?
Pedro sonrió.
—No, que yo sepa.
—¿Tienes novia?
Pedro sonrió de nuevo. Él siempre tenía alguna novia.
—Claro. —Ah, me alegro. Pero tienes que darme tu palabra de que mi niña va a volver a Drybed Creek como se marchó.
Pedro se quedó atónito. ¿Tenía aspecto de violador?, se preguntaba. Desde luego, él no se habría elegido a sí mismo como acompañante de su propia hija. Pero Arturo no debería preocuparse. Él no encontraba a Paula irresistible. Incluso aunque su aventura con Romina estuviera a punto de terminar, había montanas de mujeres hermosas y elegantes que estarían deseando ocupar el sitio de Romina. No tenía necesidad de seducir a Paula Chaves, camarera de un sitio perdido en medio de ninguna parte.
—Tienes mi palabra —dijo con firmeza.
—Vamos a firmar esto con un apretón de manos.
—Desde luego.
Y lo hicieron.
—¿Tu palabra de qué?
El objeto de la discusión se materializó frente a ellos en ese momento, sobresaltándolos a los dos. Harry sonrió y Arnie tuvo que esconder el vaso de whisky.
—Le he prometido a Arturo cuidar de tí en Sidney. Te quedarás en mi departamento.
—¿Tienes sitio para mí?
En el dúplex de Pedro cabría un equipo entero de fútbol, pero pensó que sería mejor no decírselo por el momento. Más para aliviar la preocupación de Arturo que por reticencia a impresionar a su «niña». Aunque nada en él parecía impresionarla, excepto su deseo de ayudar a Hernán. Y esa mirada de admiración no había durado mucho. Unos segundos después de mirarlo con algo parecido a la simpatía, ella había apartado la mano como si estuviera apretando un gusano repugnante. Aunque a él le daba igual. Su ego podría soportarlo. Aunque le gustaría saber qué clase de hombre atraía a Paula Chaves. Si le atraía alguno. Quizá Arturo estaba tan seguro de su virtud porque ella odiaba a los hombres, como había hecho su tía.
—Pedro dice que tiene una habitación de invitados —dijo Arturo.
—¿Vives en una casa? —preguntó Paula.
—No, en un departamento. En Kirribilli, sobre el puerto al norte de Sidney.
—Suena bien.
—Es muy bonito. Desde el balcón se ve el puente de Harbour y el edificio de la Opera.
—Pau siempre ha querido ir a la ópera, ¿Verdad, cariño?
Cuando ella lanzó una mirada de advertencia sobre Arturo, Pedro pensó que quizá Paula siempre había querido ir a la ópera, pero no necesariamente con él.
—Veré si puedo hacer algo —se ofreció él amablemente, antes de bajarse del taburete—. Si la habitación está preparada, iré por mi bolsa de viaje.
—Está tan preparada como puede estarlo —dijo ella, burlona.
Pedro tomó su maletín y salió del bar, sin darse cuenta de que Paula lo seguía con la mirada y que Arturo la miraba a ella con expresión pensativa.
martes, 23 de mayo de 2017
Peligrosa Atracción: Capítulo 8
Paula miró primero la boca sonriente y después la mano que apretaba la suya, con dedos largos y uñas cortas y cuidadas. No tenía por qué sentir miedo, se decía. Que su corazón hubiera dado un vuelco y su estómago se hubiera hecho un nudo sólo quería decir que lo encontraba atractivo. ¿No había aprendido que esos síntomas eran una cuestión de hormonas femeninas? No significaba que estuviera volviendo a enamorarse. Sólo estaba actuando como una chica normal. Tenía que acostumbrarse. Pero era difícil acostumbrarse a eso después de veintitrés años de no sentir ni la más remota atracción física por los chicos. Y especialmente difícil y cuando el único hombre que había conseguido descongelarla también había sido un hombre de negocios de Sidney. Encontraba irritante ser tan vulnerable a cierto tipo de hombre. No le hacía gracia saber que se sentía atraída por cualquier tipo con traje de chaqueta y maletín que se cruzara en su camino. Sabía cuándo le gustaba a un hombre. Podía leer los signos. Había un brillo en sus ojos, un tono de coqueteo en su voz, un anhelo de halagarla hasta la muerte. A Diego le había gustado mucho. A Pedro Alfonso no le gustaba nada. «¡Así que no hagas el idiota con él, como hiciste con Diego!» Reuniendo fuerzas, apartó la mano y lo miró con lo que ella esperaba fuera frialdad.
—Aún no es momento para dar las gracias. Puede que, después de echarme un vistazo, las empleadas de Femme Fatale empiecen a abandonar sus puestos como locas.
—¿Después de echarte un vistazo a tí? —rió Arturo—. ¡Pero si eres la mujer de negocios más lista que conozco! Tú conseguirás levantar esa empresa antes de que nadie se dé cuenta.
Paula no compartía la confianza de Arnie. La noticia de ser una heredera seguía haciendo que le diera vueltas la cabeza. Y la idea de ir a Sidney con Pedro Alfonso e intentar llevar una empresa como Femme Fatale, aunque sólo fuera durante un mes, era tan aterradora que sentía ganas de vomitar. Además de no saber nada sobre lencería, tenía un problema con su aspecto. ¿Cómo podía ir a Sidney con ese pelo? ¡Se moriría de vergüenza! Pero había dado su palabra. Y Pedro parecía encantado. Se dió cuenta, irritada, de que haría cualquier cosa para que él volviera a parecer encantado con ella. Y para volver a sentir la mano del hombre en la suya. Y para volver a ver aquella sonrisa. ¡Era una completa idiota en lo que se refería a los hombres! Y ella que había creído que lo tenía todo resuelto. Ella que creía ser mucho más lista que las chicas que había conocido en Broken Hill. Más lista que su patética madre. Pero aparecía un hombre de negocios con traje de Armani y el sentido común se iba por la ventana. ¡Qué humillante!
—¿Y mi pelo? —preguntó abruptamente.
—¿Otra vez con eso? —suspiró Arturo—. A tu pelo no le pasa nada, cariño.
—No pienso ir a ningún sitio con este pelo —murmuró ella, testaruda—. Normalmente me arreglo el pelo en Broken Hill —dijo, mirando a Pedro—, pero anoche hice la estupidez de teñirme yo misma. Y, como verás, es un desastre.
—Me he dado cuenta de que las raíces son de diferente color que el resto del pelo —dijo Pedro, con diplomacia—. Pero Arturo tiene razón. Eso lo arreglará un peluquero en Sidney. Mañana mismo pediré hora para ti en la mejor peluquería de la ciudad.
—¡Mañana! —exclamó ella, horrorizada y excitada a la vez—. ¿Quieres que me vaya a Sidney mañana?
—Me temo que no podemos perder tiempo.
—No, supongo que no —asintió Paula, nerviosa.
Tenía miedo de hacer el ridículo, pero… ¡Un mes entero en Sidney con Pedro Alfonso! ¿Cómo podía decir que no?
—No tienes que preocuparte de nada —insistió Pedro, al ver un brillo de miedo en sus ojos—. Tengo dos billetes de avión para mañana por la tarde. Después de desayunar, nos iremos a Broken Hill tranquilamente —añadió, con su mejor sonrisa—. Supongo que tendrán una habitación para que pueda pasar la noche, ¿No?
Paula intercambió una mirada con Arturo.
—Pues…
—Pagaré por ella, por supuesto.
—No es una cuestión de dinero, amigo —le informó Arturo—. Es una cuestión de camas. Pau ha estado pintando las habitaciones y los muebles están apilados en medio de cada habitación.
—Hay una que está medio arreglada —dijo Paula—. Si no te importa el olor a pintura. La terminé de pintar ayer.
—Una cama es una cama —dijo Pedro, encogiéndose de hombros—. Y sólo es por una noche. Dejaré la ventana abierta.
—Un hombre sensato —dijo Arturo.
—Iré a hacer la cama —murmuró Paula.
—Y yo voy a sacar mis cosas del coche.
—No tengas prisa. ¿Te apetece tomar una cerveza?
—No me importaría.
—Yo los dejo —dijo Paula, alegrándose de poder alejarse de Pedro y su atractiva sonrisa.
Pedro se sentó en un taburete y observó a Arturo sirviendo una cerveza y un vaso de whisky.
—Ahora que estamos solos —dijo el hombre, tomando su whisky de un trago— , me gustaría hablar sobre ese viaje a Sidney. Un amigo mío tiene un pequeño hotel cerca de la estación de tren. Lo llamaré y le preguntaré si tiene una habitación para Paula. Ella nunca ha estado sola en una gran ciudad y mi amigo cuidará de ella.
—Pues… a mí no me parece buena idea, Arturo —dijo Pedro.
—¿Por qué no?
—¿Cuándo estuviste en Sidney por última vez?
Arturo se rascó la calva cabeza.
—Hace unos quince años.
—Pues créeme si te digo que ha cambiado mucho desde entonces —sonrió Pedro, burlón—. Un hotel cerca de la estación de tren no es precisamente un sitio recomendable para una chica como Paula.
—¿Por qué? ¿Ahora ese barrio es peligroso?
—Podríamos decirlo así.
—Vaya. Tendré que aceptar tu palabra. Tú vives allí. Pau es una chica muy guapa y siempre hay hombres revoloteando a su alrededor, pero es una buena chica. Una muy buena chica, no sé si me entiendes.
Pedro asintió, aunque se preguntaba si su amor de padre no lo estaría confundiendo. Paula estaba bien, pero tampoco era Miss Universo. Aunque tenía que reconocer que, bajo ese pelo espantoso, había una cara bonita y, sobre todo, una cara de veintitrés años. Y entendía la preocupación de Arturo. Trabajar en un bar la haría estar siempre rodeada de tipos medio borrachos con algo más que cerveza en el pensamiento. Y él imaginaba que no habría demasiadas chicas guapas de veintitrés años por allí.
—Aún no es momento para dar las gracias. Puede que, después de echarme un vistazo, las empleadas de Femme Fatale empiecen a abandonar sus puestos como locas.
—¿Después de echarte un vistazo a tí? —rió Arturo—. ¡Pero si eres la mujer de negocios más lista que conozco! Tú conseguirás levantar esa empresa antes de que nadie se dé cuenta.
Paula no compartía la confianza de Arnie. La noticia de ser una heredera seguía haciendo que le diera vueltas la cabeza. Y la idea de ir a Sidney con Pedro Alfonso e intentar llevar una empresa como Femme Fatale, aunque sólo fuera durante un mes, era tan aterradora que sentía ganas de vomitar. Además de no saber nada sobre lencería, tenía un problema con su aspecto. ¿Cómo podía ir a Sidney con ese pelo? ¡Se moriría de vergüenza! Pero había dado su palabra. Y Pedro parecía encantado. Se dió cuenta, irritada, de que haría cualquier cosa para que él volviera a parecer encantado con ella. Y para volver a sentir la mano del hombre en la suya. Y para volver a ver aquella sonrisa. ¡Era una completa idiota en lo que se refería a los hombres! Y ella que había creído que lo tenía todo resuelto. Ella que creía ser mucho más lista que las chicas que había conocido en Broken Hill. Más lista que su patética madre. Pero aparecía un hombre de negocios con traje de Armani y el sentido común se iba por la ventana. ¡Qué humillante!
—¿Y mi pelo? —preguntó abruptamente.
—¿Otra vez con eso? —suspiró Arturo—. A tu pelo no le pasa nada, cariño.
—No pienso ir a ningún sitio con este pelo —murmuró ella, testaruda—. Normalmente me arreglo el pelo en Broken Hill —dijo, mirando a Pedro—, pero anoche hice la estupidez de teñirme yo misma. Y, como verás, es un desastre.
—Me he dado cuenta de que las raíces son de diferente color que el resto del pelo —dijo Pedro, con diplomacia—. Pero Arturo tiene razón. Eso lo arreglará un peluquero en Sidney. Mañana mismo pediré hora para ti en la mejor peluquería de la ciudad.
—¡Mañana! —exclamó ella, horrorizada y excitada a la vez—. ¿Quieres que me vaya a Sidney mañana?
—Me temo que no podemos perder tiempo.
—No, supongo que no —asintió Paula, nerviosa.
Tenía miedo de hacer el ridículo, pero… ¡Un mes entero en Sidney con Pedro Alfonso! ¿Cómo podía decir que no?
—No tienes que preocuparte de nada —insistió Pedro, al ver un brillo de miedo en sus ojos—. Tengo dos billetes de avión para mañana por la tarde. Después de desayunar, nos iremos a Broken Hill tranquilamente —añadió, con su mejor sonrisa—. Supongo que tendrán una habitación para que pueda pasar la noche, ¿No?
Paula intercambió una mirada con Arturo.
—Pues…
—Pagaré por ella, por supuesto.
—No es una cuestión de dinero, amigo —le informó Arturo—. Es una cuestión de camas. Pau ha estado pintando las habitaciones y los muebles están apilados en medio de cada habitación.
—Hay una que está medio arreglada —dijo Paula—. Si no te importa el olor a pintura. La terminé de pintar ayer.
—Una cama es una cama —dijo Pedro, encogiéndose de hombros—. Y sólo es por una noche. Dejaré la ventana abierta.
—Un hombre sensato —dijo Arturo.
—Iré a hacer la cama —murmuró Paula.
—Y yo voy a sacar mis cosas del coche.
—No tengas prisa. ¿Te apetece tomar una cerveza?
—No me importaría.
—Yo los dejo —dijo Paula, alegrándose de poder alejarse de Pedro y su atractiva sonrisa.
Pedro se sentó en un taburete y observó a Arturo sirviendo una cerveza y un vaso de whisky.
—Ahora que estamos solos —dijo el hombre, tomando su whisky de un trago— , me gustaría hablar sobre ese viaje a Sidney. Un amigo mío tiene un pequeño hotel cerca de la estación de tren. Lo llamaré y le preguntaré si tiene una habitación para Paula. Ella nunca ha estado sola en una gran ciudad y mi amigo cuidará de ella.
—Pues… a mí no me parece buena idea, Arturo —dijo Pedro.
—¿Por qué no?
—¿Cuándo estuviste en Sidney por última vez?
Arturo se rascó la calva cabeza.
—Hace unos quince años.
—Pues créeme si te digo que ha cambiado mucho desde entonces —sonrió Pedro, burlón—. Un hotel cerca de la estación de tren no es precisamente un sitio recomendable para una chica como Paula.
—¿Por qué? ¿Ahora ese barrio es peligroso?
—Podríamos decirlo así.
—Vaya. Tendré que aceptar tu palabra. Tú vives allí. Pau es una chica muy guapa y siempre hay hombres revoloteando a su alrededor, pero es una buena chica. Una muy buena chica, no sé si me entiendes.
Pedro asintió, aunque se preguntaba si su amor de padre no lo estaría confundiendo. Paula estaba bien, pero tampoco era Miss Universo. Aunque tenía que reconocer que, bajo ese pelo espantoso, había una cara bonita y, sobre todo, una cara de veintitrés años. Y entendía la preocupación de Arturo. Trabajar en un bar la haría estar siempre rodeada de tipos medio borrachos con algo más que cerveza en el pensamiento. Y él imaginaba que no habría demasiadas chicas guapas de veintitrés años por allí.
Peligrosa Atracción: Capítulo 7
—¿Qué daño podría hacerle? —la tentó Pedro—. La empresa está cayendo en picado y la reunión del consejo de administración tendrá lugar dentro de un mes. Si puede instilar confianza antes de esa reunión y presentarse como una figura fuerte a cargo de la empresa, las acciones subirán. Incluso podrían llegar al valor que tenían antes del trágico fallecimiento de su tía. Sea como sea, su valor aumentará y entonces podrá vender sus acciones y volver aquí con una auténtica fortuna. Como he dicho antes, sólo será un mes de su vida.
Pedro no se lo creía cuando ella siguió dudando. ¿Qué le pasaba a aquella chica? ¿No tenía espíritu de batalla? ¡No seguiría pensando en la salud del viejo Arturo! Él quería que se fuera. Eso estaba claro.
—Si todo sale como usted dice, señor Alfonso —empezó a decir Paula entonces— y las acciones suben. ¿Qué le pasaría a la empresa cuando yo vendiera mis acciones y me marchase? —preguntó. Pedro se quedó sorprendido por la pregunta. ¿Qué le importaba a ella?—. Volvería a hundirse, ¿Verdad? Y todas las empleadas de Femme Fatale se quedarían sin trabajo.
Pedro no podía creer su mala suerte. ¡De todas las camareras del mundo, tenía que haberse encontrado con la única que tenía conciencia social!
—No tiene por qué ser así —dijo, intentando sonreír—. Durante el mes que pase en Sidney, puede asegurarse de contratar personal ejecutivo capacitado para llevar la empresa adelante,
—¿Qué pasa con el personal ejecutivo que hay ahora?
—Están marchándose a otras empresas más seguras.
—Ah, ya veo —murmuró ella, mirándolo tan fijamente que Pedro se sintió como un bicho siendo observado bajo un microscopio—. Dígame una cosa, señor Alfonso. ¿Qué gana usted con esto? Se ha tomado muchas molestias viniendo hasta Drybed Creek a buscarme. ¿La cuenta publicitaria de Femme Fatale es tan importante para usted?
Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para disimular su frustración. Que Dios lo protegiera de mujeres con tanto cerebro como aquella. ¿Por qué no podía haber sido una rubia tonta con el símbolo del dólar en los ojos? Pero él era muy flexible en los negocios. Y sabía usar todas sus cartas.
—¿Puedo hablar con usted en privado, señorita Chaves?
—Puede llamarme Paula —dijo ella, con una desgana muy poco halagadora—. Pero cualquier cosa que quiera decirme, puede decirla delante de Arturo. Es como si fuera mi padre y no hay secretos entre nosotros—añadió, tomando al hombre del brazo.
Harry hizo una mueca al ver el gesto de afecto. Se alegraba de que no fueran amantes, pero se sentía incómodo frente a exageradas muestras de amor. Cuando Pablo y su mujer se llevaban bien, se ponían tan mimosos que era insoportable estar con ellos.
—No voy a irme a ningún sitio, señor Alfonso—dijo Arturo—. Así que puede decir lo que quiera.
Pedro sonrió.
—Llámame Pedro.
—Estupendo. Así nos dejamos de ceremonias. Y ahora, cuéntanos de que va el asunto —dijo Paula.
Pedro suspiró.
—Tienes razón. Me he tomado muchas molestias para venir aquí personalmente. Pero no lo he hecho por mí. Los problemas de Femme Fatale no me afectan directamente. Mi agencia publicitaria funciona a las mil maravillas y perder una cuenta no me afectaría en absoluto —dijo, mirando los ojos violetas de Paula. Ella le devolvió una mirada cargada de recelo y Harry decidió jugar a la carta más alta. La verdad—. No voy a engañarte, Paula. A mí no me importa nada lo de tu herencia. He venido aquí a salvar de la ruina a alguien que sí me importa. Se llama Hernán Paz y es uno de los socios del bufete de abogados que representa a tu tía y a su empresa. Es mi mejor amigo.
Pedro dudó un momento antes de seguir.
—Sigue —dijo Paula.
Él supo entonces que empezaba a estar interesada.
—Hernán posee muchas acciones de Femme Fatale. Desgraciadamente, compradas cuando estaban en su valor más alto. Fue un tonto al comprar tantas y especialmente tonto al pedir un préstamo para comprar más. Pero pensó que era una inversión segura para su familia. Nan, al contrario que yo, es un hombre dedicado a su mujer y sus hijos, Benjamín y Sofía. Yo soy el padrino de Sofi —explicó. Era cierto, aunque perverso, ya que la única visita a una iglesia había sido durante el bautizo de la niña—. Si Femme Fatale se hunde —empezó a decir, con su mejor tono de actor— mi amigo Nan también se hundirá. Y su matrimonio con él. Su mujer y él están pasando una mala racha y no creo que ella pudiera perdonarlo. Ttiene miedo de que lo abandone y se lleve a los niños. Pero yo no pienso dejar que eso le pase a mi amigo. No mientras me quede un poco de aliento — terminó, golpeando dramáticamente la barra con el puño.
Pensó que quizá se había pasado, hasta que levantó los ojos y vio a la chica mirándolo con una expresión tierna y comprensiva. Casi sentía deseos de darle las gracias.
—Yo admiro a un hombre que lucha por sus amigos —dijo Arturo—. Tienes que irte a Sidney, Pau. Te conozco. No podrías perdonártelo si no intentaras ayudar al amigo de Pedro. No cuando está en peligro la felicidad de una familia. Y tampoco debes sentirte avergonzada de intentar ganar más dinero, ¿Verdad?
—¡Desde luego que no! —aseguró Pedro con firmeza.
—Tienes razón… —empezó a decir Paula, un poco desconsolada—. Sé que tienes razón. Pero es que…
—Estás preocupada por mí.
—Sí.
—Es una bobada. No me pasará nada. Delia Walton siempre se ofrece para echarme una mano.
Paula lo miró sorprendida. Y un poco irritada.
—No te acerques a Delia Walton —le advirtió—. Por favor Arturo, esa mujer se ha casado con cuatro hombres. Y los ha sobrevivido a todos. ¡Es una viuda negra!
—Delia es una mujer muy agradable, Pau—dijo el hombre—. Lo que pasa es que tiene mala suerte.
Pedro pensó, por lo que estaba oyendo, que los que tenían mala suerte eran los hombres que se acercaban a Delia. Pero, ¿Quién era él para decir nada y, posiblemente, estropear lo que acababa de conseguir con su brillante actuación? Tenía que recordar que para convencer a aquella chica no podía utilizar los halagos ni la avaricia, sino la compasión. Bajo esa fachada cínica, ella tenía un corazón de oro. Se preguntaba qué hombre le habría hecho daño en el pasado para que lo mirase con tanto recelo.
—Bueno… de acuerdo —dijo Paula por fin—. Pero sólo puedo estar en Sidney un mes. ¡Ni un día más!
—No sé cómo darte las gracias —dijo Pedro, estrechando su mano e intentando no mostrar una sonrisa de triunfo.
Pedro no se lo creía cuando ella siguió dudando. ¿Qué le pasaba a aquella chica? ¿No tenía espíritu de batalla? ¡No seguiría pensando en la salud del viejo Arturo! Él quería que se fuera. Eso estaba claro.
—Si todo sale como usted dice, señor Alfonso —empezó a decir Paula entonces— y las acciones suben. ¿Qué le pasaría a la empresa cuando yo vendiera mis acciones y me marchase? —preguntó. Pedro se quedó sorprendido por la pregunta. ¿Qué le importaba a ella?—. Volvería a hundirse, ¿Verdad? Y todas las empleadas de Femme Fatale se quedarían sin trabajo.
Pedro no podía creer su mala suerte. ¡De todas las camareras del mundo, tenía que haberse encontrado con la única que tenía conciencia social!
—No tiene por qué ser así —dijo, intentando sonreír—. Durante el mes que pase en Sidney, puede asegurarse de contratar personal ejecutivo capacitado para llevar la empresa adelante,
—¿Qué pasa con el personal ejecutivo que hay ahora?
—Están marchándose a otras empresas más seguras.
—Ah, ya veo —murmuró ella, mirándolo tan fijamente que Pedro se sintió como un bicho siendo observado bajo un microscopio—. Dígame una cosa, señor Alfonso. ¿Qué gana usted con esto? Se ha tomado muchas molestias viniendo hasta Drybed Creek a buscarme. ¿La cuenta publicitaria de Femme Fatale es tan importante para usted?
Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para disimular su frustración. Que Dios lo protegiera de mujeres con tanto cerebro como aquella. ¿Por qué no podía haber sido una rubia tonta con el símbolo del dólar en los ojos? Pero él era muy flexible en los negocios. Y sabía usar todas sus cartas.
—¿Puedo hablar con usted en privado, señorita Chaves?
—Puede llamarme Paula —dijo ella, con una desgana muy poco halagadora—. Pero cualquier cosa que quiera decirme, puede decirla delante de Arturo. Es como si fuera mi padre y no hay secretos entre nosotros—añadió, tomando al hombre del brazo.
Harry hizo una mueca al ver el gesto de afecto. Se alegraba de que no fueran amantes, pero se sentía incómodo frente a exageradas muestras de amor. Cuando Pablo y su mujer se llevaban bien, se ponían tan mimosos que era insoportable estar con ellos.
—No voy a irme a ningún sitio, señor Alfonso—dijo Arturo—. Así que puede decir lo que quiera.
Pedro sonrió.
—Llámame Pedro.
—Estupendo. Así nos dejamos de ceremonias. Y ahora, cuéntanos de que va el asunto —dijo Paula.
Pedro suspiró.
—Tienes razón. Me he tomado muchas molestias para venir aquí personalmente. Pero no lo he hecho por mí. Los problemas de Femme Fatale no me afectan directamente. Mi agencia publicitaria funciona a las mil maravillas y perder una cuenta no me afectaría en absoluto —dijo, mirando los ojos violetas de Paula. Ella le devolvió una mirada cargada de recelo y Harry decidió jugar a la carta más alta. La verdad—. No voy a engañarte, Paula. A mí no me importa nada lo de tu herencia. He venido aquí a salvar de la ruina a alguien que sí me importa. Se llama Hernán Paz y es uno de los socios del bufete de abogados que representa a tu tía y a su empresa. Es mi mejor amigo.
Pedro dudó un momento antes de seguir.
—Sigue —dijo Paula.
Él supo entonces que empezaba a estar interesada.
—Hernán posee muchas acciones de Femme Fatale. Desgraciadamente, compradas cuando estaban en su valor más alto. Fue un tonto al comprar tantas y especialmente tonto al pedir un préstamo para comprar más. Pero pensó que era una inversión segura para su familia. Nan, al contrario que yo, es un hombre dedicado a su mujer y sus hijos, Benjamín y Sofía. Yo soy el padrino de Sofi —explicó. Era cierto, aunque perverso, ya que la única visita a una iglesia había sido durante el bautizo de la niña—. Si Femme Fatale se hunde —empezó a decir, con su mejor tono de actor— mi amigo Nan también se hundirá. Y su matrimonio con él. Su mujer y él están pasando una mala racha y no creo que ella pudiera perdonarlo. Ttiene miedo de que lo abandone y se lleve a los niños. Pero yo no pienso dejar que eso le pase a mi amigo. No mientras me quede un poco de aliento — terminó, golpeando dramáticamente la barra con el puño.
Pensó que quizá se había pasado, hasta que levantó los ojos y vio a la chica mirándolo con una expresión tierna y comprensiva. Casi sentía deseos de darle las gracias.
—Yo admiro a un hombre que lucha por sus amigos —dijo Arturo—. Tienes que irte a Sidney, Pau. Te conozco. No podrías perdonártelo si no intentaras ayudar al amigo de Pedro. No cuando está en peligro la felicidad de una familia. Y tampoco debes sentirte avergonzada de intentar ganar más dinero, ¿Verdad?
—¡Desde luego que no! —aseguró Pedro con firmeza.
—Tienes razón… —empezó a decir Paula, un poco desconsolada—. Sé que tienes razón. Pero es que…
—Estás preocupada por mí.
—Sí.
—Es una bobada. No me pasará nada. Delia Walton siempre se ofrece para echarme una mano.
Paula lo miró sorprendida. Y un poco irritada.
—No te acerques a Delia Walton —le advirtió—. Por favor Arturo, esa mujer se ha casado con cuatro hombres. Y los ha sobrevivido a todos. ¡Es una viuda negra!
—Delia es una mujer muy agradable, Pau—dijo el hombre—. Lo que pasa es que tiene mala suerte.
Pedro pensó, por lo que estaba oyendo, que los que tenían mala suerte eran los hombres que se acercaban a Delia. Pero, ¿Quién era él para decir nada y, posiblemente, estropear lo que acababa de conseguir con su brillante actuación? Tenía que recordar que para convencer a aquella chica no podía utilizar los halagos ni la avaricia, sino la compasión. Bajo esa fachada cínica, ella tenía un corazón de oro. Se preguntaba qué hombre le habría hecho daño en el pasado para que lo mirase con tanto recelo.
—Bueno… de acuerdo —dijo Paula por fin—. Pero sólo puedo estar en Sidney un mes. ¡Ni un día más!
—No sé cómo darte las gracias —dijo Pedro, estrechando su mano e intentando no mostrar una sonrisa de triunfo.
Peligrosa Atracción: Capítulo 6
—Eso depende de su punto de vista. Ahora mismo no conseguiría ni una fracción de su verdadero valor, pero si quiere venderlas le pagarán al menos doscientos mil dólares.
—¡Doscientos mil dólares! —repitió ella, llevándose la mano al corazón.
Pedro se dió cuenta de que iba a tener problemas. Debería haberse pensado que esa cantidad le parecería desorbitada a cualquiera que viviera en un pueblo de mala muerte como aquél.
Paula tomó al hombre calvo del brazo y empezó a dar saltos de alegría.
—¿Has oído eso, Arturo? ¡Con doscientos mil dólares podría arreglar el hotel, podría poner aire acondicionado y…!
—Espera un momento, cariño —la interrumpió Arturo—. No puedo dejar que hagas eso. Ese dinero es tuyo, no mío. Tú no vas a vivir en Drybed Creek toda tu vida. Una chica como tú no puede hacer eso. Deberías meterlo en el banco, invertirlo en algo. Siempre has dicho que no querías ser como tu padre, que nunca tuvo un céntimo.
—Eso es verdad, pero…
—Primero deberías gastarte un poco de dinero en algo que realmente quieras hacer. Unas vacaciones, por ejemplo. ¿Qué tal un viaje a Sidney? Siempre has querido ir a Sidney.
Pedro estaba empezando a querer a ese Arturo.
—¿Cómo puedo irme a Sidney si me necesitas aquí? —protestó Paula—. No pienso ir a ningún sitio hasta que estés curado del todo. Y no quiero volver a oír eso de que es mi dinero. Lo que es mío es tuyo. Pienso vender esas acciones y utilizar el dinero para convertir este hotel en un hotel de primera categoría.
Pedro vió un brillo de desilusión en los ojos de Arturo e imaginó que el pobre hombre estaba harto de que aquella chica quisiera dirigir su vida y su hotel. Aunque, obviamente, ella era mucho más que una camarera para él. Pero, ¿Y qué? ¡Arturo tenía edad suficiente para ser su abuelo! No quería ni pensar que fueran amantes. Pero cosas más raras pasaban. Fuera cual fuera su relación, se alegraba de tener un aliado. Porque se daba cuenta de que aquella chica era testaruda. Y lista. Nada que ver con lo que había imaginado. ¡Y él que había creído que sería tan fácil de convencer! Sin embargo, su deseo de visitar Sidney era una posibilidad que tenía que aprovechar: Y aún no había intentado tocar una de las más viejas debilidades humanas: la avaricia.
—Desgraciadamente, no es tan simple —intervino entonces—. Para empezar, la señorita Chaves no puede vender sus acciones hasta que el testamento sea verificado por un notario y eso tardará algunas semanas. Después, es posible que le resulte difícil encontrar comprador para tantas acciones de una empresa que, en este momento, está atravesando serias dificultades.
—Oh —murmuró ella, decepcionada.
—Pero yo tengo un plan —continuó Pedro— que, espero, pueda salvar la empresa de su tía y recuperar el valor de las acciones. Quizá incluso para hacer Femme Fatale suficientemente atractiva como para que alguien la compre. Pero necesito que venga conmigo a Sidney, señorita Chaves.
—No puedo. Arturo ha estado enfermo y…
—Estoy perfectamente, Pau —la interrumpió él—. En serio, cariño. ¡Escucha a este hombre! Oportunidades como ésta no se presentan todos los días.
—Sólo sería un mes—dijo Pedro—. Un mes en el que tendrá la oportunidad de visitar una de las ciudades más importantes del mundo y posiblemente la oportunidad de su vida de hacer una fortuna.
—¿Y para qué tengo que ir con usted? —preguntó ella, con una mezcla de sorpresa y recelo—. Quiero decir… ¿Qué voy a hacer allí?
—Pues, como única heredera de su tía y hasta que pueda vender las acciones, es usted la presidenta de Femme Fatale, señorita Chaves.
—¿En serio?
Pedro se dió cuenta de que la idea la sorprendía y la intrigaba.
—En serio —repitió él—. Ha heredado una cantidad de acciones que le dan derecho a ser la directora y presidenta del consejo de administración. Francamente, en este momento Femme Fatale la necesita, señorita Chaves. El administrador de su tía contrató un gerente para llevar la empresa hasta que se encontrase a la heredera, pero es un hombre. Tengo la impresión de que las empleadas, todas ellas mujeres, no están nada contentas con la situación y creo que, con su presencia, las cosas cambiarían para bien.
La chica frunció el ceño.
—Pero yo no sé nada sobre la industria de lencería…
—Por eso estoy aquí yo. Mi agencia ha llevado la publicidad de Femme Fatale durante años y conozco un poco el negocio. Yo seré su consejero. Su mano derecha, por decirlo de alguna forma.
Paula no parecía segura, aunque era comprensible. Aunque era una chica naturalmente inteligente, también era una sencilla chica de pueblo sin preparación para un trabajo como aquel. Llevar un bar no era lo mismo que dirigir una empresa. Pero no podían elegir. Tenía que ser ella. Y tampoco tenía que dirigir la empresa. Solo tenía que ser vista como la nueva directora.
—¡Doscientos mil dólares! —repitió ella, llevándose la mano al corazón.
Pedro se dió cuenta de que iba a tener problemas. Debería haberse pensado que esa cantidad le parecería desorbitada a cualquiera que viviera en un pueblo de mala muerte como aquél.
Paula tomó al hombre calvo del brazo y empezó a dar saltos de alegría.
—¿Has oído eso, Arturo? ¡Con doscientos mil dólares podría arreglar el hotel, podría poner aire acondicionado y…!
—Espera un momento, cariño —la interrumpió Arturo—. No puedo dejar que hagas eso. Ese dinero es tuyo, no mío. Tú no vas a vivir en Drybed Creek toda tu vida. Una chica como tú no puede hacer eso. Deberías meterlo en el banco, invertirlo en algo. Siempre has dicho que no querías ser como tu padre, que nunca tuvo un céntimo.
—Eso es verdad, pero…
—Primero deberías gastarte un poco de dinero en algo que realmente quieras hacer. Unas vacaciones, por ejemplo. ¿Qué tal un viaje a Sidney? Siempre has querido ir a Sidney.
Pedro estaba empezando a querer a ese Arturo.
—¿Cómo puedo irme a Sidney si me necesitas aquí? —protestó Paula—. No pienso ir a ningún sitio hasta que estés curado del todo. Y no quiero volver a oír eso de que es mi dinero. Lo que es mío es tuyo. Pienso vender esas acciones y utilizar el dinero para convertir este hotel en un hotel de primera categoría.
Pedro vió un brillo de desilusión en los ojos de Arturo e imaginó que el pobre hombre estaba harto de que aquella chica quisiera dirigir su vida y su hotel. Aunque, obviamente, ella era mucho más que una camarera para él. Pero, ¿Y qué? ¡Arturo tenía edad suficiente para ser su abuelo! No quería ni pensar que fueran amantes. Pero cosas más raras pasaban. Fuera cual fuera su relación, se alegraba de tener un aliado. Porque se daba cuenta de que aquella chica era testaruda. Y lista. Nada que ver con lo que había imaginado. ¡Y él que había creído que sería tan fácil de convencer! Sin embargo, su deseo de visitar Sidney era una posibilidad que tenía que aprovechar: Y aún no había intentado tocar una de las más viejas debilidades humanas: la avaricia.
—Desgraciadamente, no es tan simple —intervino entonces—. Para empezar, la señorita Chaves no puede vender sus acciones hasta que el testamento sea verificado por un notario y eso tardará algunas semanas. Después, es posible que le resulte difícil encontrar comprador para tantas acciones de una empresa que, en este momento, está atravesando serias dificultades.
—Oh —murmuró ella, decepcionada.
—Pero yo tengo un plan —continuó Pedro— que, espero, pueda salvar la empresa de su tía y recuperar el valor de las acciones. Quizá incluso para hacer Femme Fatale suficientemente atractiva como para que alguien la compre. Pero necesito que venga conmigo a Sidney, señorita Chaves.
—No puedo. Arturo ha estado enfermo y…
—Estoy perfectamente, Pau —la interrumpió él—. En serio, cariño. ¡Escucha a este hombre! Oportunidades como ésta no se presentan todos los días.
—Sólo sería un mes—dijo Pedro—. Un mes en el que tendrá la oportunidad de visitar una de las ciudades más importantes del mundo y posiblemente la oportunidad de su vida de hacer una fortuna.
—¿Y para qué tengo que ir con usted? —preguntó ella, con una mezcla de sorpresa y recelo—. Quiero decir… ¿Qué voy a hacer allí?
—Pues, como única heredera de su tía y hasta que pueda vender las acciones, es usted la presidenta de Femme Fatale, señorita Chaves.
—¿En serio?
Pedro se dió cuenta de que la idea la sorprendía y la intrigaba.
—En serio —repitió él—. Ha heredado una cantidad de acciones que le dan derecho a ser la directora y presidenta del consejo de administración. Francamente, en este momento Femme Fatale la necesita, señorita Chaves. El administrador de su tía contrató un gerente para llevar la empresa hasta que se encontrase a la heredera, pero es un hombre. Tengo la impresión de que las empleadas, todas ellas mujeres, no están nada contentas con la situación y creo que, con su presencia, las cosas cambiarían para bien.
La chica frunció el ceño.
—Pero yo no sé nada sobre la industria de lencería…
—Por eso estoy aquí yo. Mi agencia ha llevado la publicidad de Femme Fatale durante años y conozco un poco el negocio. Yo seré su consejero. Su mano derecha, por decirlo de alguna forma.
Paula no parecía segura, aunque era comprensible. Aunque era una chica naturalmente inteligente, también era una sencilla chica de pueblo sin preparación para un trabajo como aquel. Llevar un bar no era lo mismo que dirigir una empresa. Pero no podían elegir. Tenía que ser ella. Y tampoco tenía que dirigir la empresa. Solo tenía que ser vista como la nueva directora.
Peligrosa Atracción: Capítulo 5
Pedro se preguntaba si había cometido un error poniéndose un traje de Armani. Todo el mundo lo miraba como si fuera E.T. El viejo que estaba sentado en la esquina, el calvo que había detrás de la barra. Y la chica que había a su lado. Paula Chaves, suponía.
La miró a los ojos directamente, antes de fijarse en la masa de pelo rubio teñido. O lo que parecía pelo. Qué horror. ¡Si un peluquero de Sidney le hiciera eso a una mujer podrían demandarlo! Era un espanto. Pero el pelo se podía arreglar. O eso esperaba. Por fin, se fijó en su cara. Una cara completamente limpia, sin una gota de maquillaje. No estaba mal, pensó. Ojos grandes. Pómulos altos. Labios generosos. Tenía las cejas demasiado anchas, sin embargo. Y la piel seca y demasiado bronceada. Pero nada que un salón de belleza no pudiera arreglar. Al menos, era alta y esbelta, y tenía lo que parecía un busto generoso. Muy parecida en altura y complexión a su tía. Con un poco de suerte, podría ponerse los carísimos trajes de diseño de Marina. Pablo le había dicho que su ropero era uno de los mejores de Sidney. El jersey azul y los vaqueros gastados de la camarera no eran, desde luego, el atuendo que debía usar la nueva presidenta de Femme Fatale.
Pedro sonrió, pero ella no le devolvió la sonrisa. Tenía los ojos de color violeta, notó mientras se acercaba. Y también noto que la chica tenía cara de pocos amigos. Estuvo a punto de comprobar si llevaba la bragueta abierta. Pero sabía que no era así. El instinto le dijo que su sonrisa no iba a funcionar con Paula Chaves. Obviamente, él no era su tipo. Quizá le gustaban los hombres de aspecto rudo. Quizá no le gustaban los hombres elegantes y vestidos para matar. Se sintió ligeramente incómodo por el desinterés de la joven, a pesar de que pensaba conducir aquel asunto de forma profesional y no con seducciones. Que era lo mejor, porque ella, desde luego, no era su tipo. Poniéndose serio, dejó el maletín de Gucci a sus pies y miró directamente a Paula.
—¿Paula Chaves?
Ella no contestó y siguió mirándolo con recelo.
—¿Quién quiere saberlo? —preguntó el hombre calvo.
—Pedro Alfonso. Estoy aquí representando a la empresa Femme Fatale. Puede que hayan oído hablar de ella. Tiene su sede en Sidney y se dedica a fabricar y vender lencería femenina.
—¿Es usted vendedor de lencería? —preguntó Paula, con una sonrisa irónica.
Pedro se habría puesto colorado si pudiera hacerlo. Pero trabajar en publicidad durante todos aquellos años lo había preparado para cualquier momento embarazoso.
—No, no soy un vendedor de lencería —dijo, sonriendo—. Soy el propietario de una agencia de publicidad en Sidney. Se llama Ideas Locas, es posible que la conozcan.
—No, lo siento —dijo la chica, que no parecía sentirlo en absoluto—. Pero no entiendo. ¿Cómo sabe mi nombre y qué quiere de mí?
Pedro se sorprendió por su educado acento y su actitud fría. Parecía más una institutríz inglesa que una camarera australiana.
—A mí también me gustaría saberlo —dijo el hombre que estaba a su lado.
Pedro respiró profundamente y les explicó la historia de la empresa Femme Fatale y de su difunta propietaria, terminando con lo que le había ocurrido a la compañía tras la muerte de Marina. Lo que no mencionó fue que su tía era lesbiana. Cuando explicó que había dejado la empresa en herencia a su pariente más cercana y que ésta resultaba ser Paula, la chica se quedó perpleja. Al menos, su expresión dejó de ser helada.
Sacó la carta de presentación de la firma de abogados de Pablo junto con una copia del testamento y Paula leyó ambos papeles con mucha atención. Incrédula, se los pasó al hombre calvo y después miró a Pedro, atónita.
—Yo sabía que mi padre tenía una hermana en alguna parte —admitió—. Pero no quería que yo la conociera. Decía que era muy mala.
Pedro levantó las cejas. ¿Sería que Marina era lesbiana lo que su hermano desaprobaba o que se dedicara a vender lencería atrevida?
—¿Está diciendo que Paula es una heredera?—preguntó el hombre calvo—. ¿Que es rica?
—Lo es y no lo es —dijo Pedro—. Desgraciadamente, Marina no tenía dinero en el banco, ni propiedades. De hecho, dejó una pequeña cantidad en números rojos tras su muerte. Lo que ha heredado la señorita Chaves es una gran cantidad de acciones de la empresa de su tía.
—¡Eso es estupendo! ¿Has oído, cariño? ¡Eres rica!
—No me lo creo —murmuró la chica, pensativa—. Por lo que ha dicho el señor Alfonso, esas acciones ahora mismo no valen mucho.
Pedro no pensaba mentirle. Aún no, al menos.
La miró a los ojos directamente, antes de fijarse en la masa de pelo rubio teñido. O lo que parecía pelo. Qué horror. ¡Si un peluquero de Sidney le hiciera eso a una mujer podrían demandarlo! Era un espanto. Pero el pelo se podía arreglar. O eso esperaba. Por fin, se fijó en su cara. Una cara completamente limpia, sin una gota de maquillaje. No estaba mal, pensó. Ojos grandes. Pómulos altos. Labios generosos. Tenía las cejas demasiado anchas, sin embargo. Y la piel seca y demasiado bronceada. Pero nada que un salón de belleza no pudiera arreglar. Al menos, era alta y esbelta, y tenía lo que parecía un busto generoso. Muy parecida en altura y complexión a su tía. Con un poco de suerte, podría ponerse los carísimos trajes de diseño de Marina. Pablo le había dicho que su ropero era uno de los mejores de Sidney. El jersey azul y los vaqueros gastados de la camarera no eran, desde luego, el atuendo que debía usar la nueva presidenta de Femme Fatale.
Pedro sonrió, pero ella no le devolvió la sonrisa. Tenía los ojos de color violeta, notó mientras se acercaba. Y también noto que la chica tenía cara de pocos amigos. Estuvo a punto de comprobar si llevaba la bragueta abierta. Pero sabía que no era así. El instinto le dijo que su sonrisa no iba a funcionar con Paula Chaves. Obviamente, él no era su tipo. Quizá le gustaban los hombres de aspecto rudo. Quizá no le gustaban los hombres elegantes y vestidos para matar. Se sintió ligeramente incómodo por el desinterés de la joven, a pesar de que pensaba conducir aquel asunto de forma profesional y no con seducciones. Que era lo mejor, porque ella, desde luego, no era su tipo. Poniéndose serio, dejó el maletín de Gucci a sus pies y miró directamente a Paula.
—¿Paula Chaves?
Ella no contestó y siguió mirándolo con recelo.
—¿Quién quiere saberlo? —preguntó el hombre calvo.
—Pedro Alfonso. Estoy aquí representando a la empresa Femme Fatale. Puede que hayan oído hablar de ella. Tiene su sede en Sidney y se dedica a fabricar y vender lencería femenina.
—¿Es usted vendedor de lencería? —preguntó Paula, con una sonrisa irónica.
Pedro se habría puesto colorado si pudiera hacerlo. Pero trabajar en publicidad durante todos aquellos años lo había preparado para cualquier momento embarazoso.
—No, no soy un vendedor de lencería —dijo, sonriendo—. Soy el propietario de una agencia de publicidad en Sidney. Se llama Ideas Locas, es posible que la conozcan.
—No, lo siento —dijo la chica, que no parecía sentirlo en absoluto—. Pero no entiendo. ¿Cómo sabe mi nombre y qué quiere de mí?
Pedro se sorprendió por su educado acento y su actitud fría. Parecía más una institutríz inglesa que una camarera australiana.
—A mí también me gustaría saberlo —dijo el hombre que estaba a su lado.
Pedro respiró profundamente y les explicó la historia de la empresa Femme Fatale y de su difunta propietaria, terminando con lo que le había ocurrido a la compañía tras la muerte de Marina. Lo que no mencionó fue que su tía era lesbiana. Cuando explicó que había dejado la empresa en herencia a su pariente más cercana y que ésta resultaba ser Paula, la chica se quedó perpleja. Al menos, su expresión dejó de ser helada.
Sacó la carta de presentación de la firma de abogados de Pablo junto con una copia del testamento y Paula leyó ambos papeles con mucha atención. Incrédula, se los pasó al hombre calvo y después miró a Pedro, atónita.
—Yo sabía que mi padre tenía una hermana en alguna parte —admitió—. Pero no quería que yo la conociera. Decía que era muy mala.
Pedro levantó las cejas. ¿Sería que Marina era lesbiana lo que su hermano desaprobaba o que se dedicara a vender lencería atrevida?
—¿Está diciendo que Paula es una heredera?—preguntó el hombre calvo—. ¿Que es rica?
—Lo es y no lo es —dijo Pedro—. Desgraciadamente, Marina no tenía dinero en el banco, ni propiedades. De hecho, dejó una pequeña cantidad en números rojos tras su muerte. Lo que ha heredado la señorita Chaves es una gran cantidad de acciones de la empresa de su tía.
—¡Eso es estupendo! ¿Has oído, cariño? ¡Eres rica!
—No me lo creo —murmuró la chica, pensativa—. Por lo que ha dicho el señor Alfonso, esas acciones ahora mismo no valen mucho.
Pedro no pensaba mentirle. Aún no, al menos.
sábado, 20 de mayo de 2017
Peligrosa Atracción: Capítulo 4
Sabía que algún día volvería a Broken Hill, o quizá a alguna ciudad más grande, pero por el momento no podía hacerlo. Arturo decía que estaba bien, pero seguía tosiendo por las mañanas. Además, cada vez que se daba la vuelta, le daba por beber, fumar y comer fatal. Si no hubiera sido por ella, habría muerto el invierno anterior. Los hombres eran un desastre, en su opinión. Y la prueba era lo que le había ocurrido a su padre.
—Necesitan una enfermera —murmuró para sí misma—. Todos ellos.
—¿Estás hablando sola, cariño?
Paula levantó la mirada. Arturo tenía la naríz más roja de lo normal.
—Has estado bebiendo, ¿Verdad? —lo acusó ella, mirando la botella de Jack Daniels que parecía sospechosamente más llena que la noche anterior—. Y encima has rellenado la botella.
—Calla —susurró Arturo—. No querrás que te oigan los clientes, ¿Verdad?
—¿Qué clientes? —preguntó ella, con las manos en las caderas.
Sólo una persona iba al bar a aquella hora y era el viejo Juan, el borracho del pueblo. Como siempre, estaba solo frente a una mesa, bebiendo y sin prestar atención a nada ni a nadie. El bar estaba tan silencioso como una tumba. Por eso Paula pudo escuchar el ruido de un coche que se acercaba. Probablemente turistas, pensó. Y esperaba que fueran de los que encontraban romántico el hotel. Si no, que al menos quisieran tomar un trago. O un bocadillo. Era una pena que no hiciera calor. En verano, los turistas siempre entraban en el bar para tomar una cerveza. Se animó un poco cuando escuchó las ruedas del coche en el camino de grava que hacía las veces de estacionamiento.
Poco después, oyó un portazo y unos pasos sobre el porche de madera que rodeaba el hotel Drybed Creek. Una figura alta se materializó frente a las puertas batientes; una figura alta y de hombros anchos. Cuando entró, Paula se quedó mirándolo. Fijamente. Porque nunca había visto un hombre como él en Drybed Creek. Parecía salido de una revista de moda masculina. Era alto, elegante y sofisticado. Y guapísimo, con una cara como esculpida, la mandíbula cuadrada y una boca muy sensual. Su cabello era castaño, apartado de la frente con un estilo juvenil. Aquel pelo brillaba como ella no había visto nunca brillar el pelo de un hombre. Pero lo más atractivo eran sus ojos. De color gris claro, rodeados de largas pestañas; unos ojos brillantes e inteligentes. Pensó que era el hombre más guapo que había visto nunca. Y tan sexy, tan atractivo…
Si no hubiera sido por su experiencia con Diego, su corazón habría empezado a latir como loco por aquel extraño. Si no hubiera sido por él, se sentiría avergonzada de su pelo. Incluso podría haber hecho el ridículo intentando que aquel hombre se fijara en ella.
No había pensado que alguna vez se sentiría agradecida a Diego por nada. Pero en ese momento lo estaba. Él le había enseñado una lección sobre su debilidad por los hombres muy guapos, hombres que no querrían nada de una chica como ella, excepto lo más obvio. Su corazón, sin embargo, empezó a latir un poco más rápido mientras el extraño se dirigía a la barra, pero no mostró ni la más mínima admiración y la única pregunta que se hacía era… ¿Qué demonios hacía un hombre como aquel en Drybed Creek?
—Necesitan una enfermera —murmuró para sí misma—. Todos ellos.
—¿Estás hablando sola, cariño?
Paula levantó la mirada. Arturo tenía la naríz más roja de lo normal.
—Has estado bebiendo, ¿Verdad? —lo acusó ella, mirando la botella de Jack Daniels que parecía sospechosamente más llena que la noche anterior—. Y encima has rellenado la botella.
—Calla —susurró Arturo—. No querrás que te oigan los clientes, ¿Verdad?
—¿Qué clientes? —preguntó ella, con las manos en las caderas.
Sólo una persona iba al bar a aquella hora y era el viejo Juan, el borracho del pueblo. Como siempre, estaba solo frente a una mesa, bebiendo y sin prestar atención a nada ni a nadie. El bar estaba tan silencioso como una tumba. Por eso Paula pudo escuchar el ruido de un coche que se acercaba. Probablemente turistas, pensó. Y esperaba que fueran de los que encontraban romántico el hotel. Si no, que al menos quisieran tomar un trago. O un bocadillo. Era una pena que no hiciera calor. En verano, los turistas siempre entraban en el bar para tomar una cerveza. Se animó un poco cuando escuchó las ruedas del coche en el camino de grava que hacía las veces de estacionamiento.
Poco después, oyó un portazo y unos pasos sobre el porche de madera que rodeaba el hotel Drybed Creek. Una figura alta se materializó frente a las puertas batientes; una figura alta y de hombros anchos. Cuando entró, Paula se quedó mirándolo. Fijamente. Porque nunca había visto un hombre como él en Drybed Creek. Parecía salido de una revista de moda masculina. Era alto, elegante y sofisticado. Y guapísimo, con una cara como esculpida, la mandíbula cuadrada y una boca muy sensual. Su cabello era castaño, apartado de la frente con un estilo juvenil. Aquel pelo brillaba como ella no había visto nunca brillar el pelo de un hombre. Pero lo más atractivo eran sus ojos. De color gris claro, rodeados de largas pestañas; unos ojos brillantes e inteligentes. Pensó que era el hombre más guapo que había visto nunca. Y tan sexy, tan atractivo…
Si no hubiera sido por su experiencia con Diego, su corazón habría empezado a latir como loco por aquel extraño. Si no hubiera sido por él, se sentiría avergonzada de su pelo. Incluso podría haber hecho el ridículo intentando que aquel hombre se fijara en ella.
No había pensado que alguna vez se sentiría agradecida a Diego por nada. Pero en ese momento lo estaba. Él le había enseñado una lección sobre su debilidad por los hombres muy guapos, hombres que no querrían nada de una chica como ella, excepto lo más obvio. Su corazón, sin embargo, empezó a latir un poco más rápido mientras el extraño se dirigía a la barra, pero no mostró ni la más mínima admiración y la única pregunta que se hacía era… ¿Qué demonios hacía un hombre como aquel en Drybed Creek?
Peligrosa Atracción: Capítulo 3
Paula se miró en el espejo del bar y estuvo a punto de echarse a llorar. Tenía el pelo destrozado. ¡Destrozado! ¿Por qué había intentado teñirse ella misma las raíces? ¿No le había advertido su peluquera que tenía un pelo difícil de teñir? Pero, ¿Qué iba a hacer si tenía unas raíces negras de cinco centímetros y, sencillamente, no tenía tiempo de ir a Broken Hill? Había visto el tinte en la tienda y lo había comprado, convencida de que si seguía las instrucciones al pie de la letra, el pelo le quedaría bien.
¡Y le había quedado espantoso! Las raíces, rojas y el resto del pelo rubio paja. Sin embargo, la fotografía que aparecía en la caja del tinte prometía un pelo brillante, rubio y saludable. Por supuesto, no se había dado cuenta de que la fecha de caducidad había expirado tres años antes. Cuando bajó a desayunar por la mañana, amargada, Arturo le había quitado importancia. Pero, ¿Qué sabía él? Estaba medio cegato el pobre. Pero, con más de sesenta años, había tenido una vida muy dura y, además, teniendo que criar a una niña que ni siquiera era su hija.
Desde que la mina de plata había cerrado diez años antes, Drybed Creek había pasado de ser un pueblo lleno de gente a un poblacho con una sola tienda, un bar que hacía las veces de hotel, un garaje en el que servían comida y… moscas, muchas moscas.
Era la única mujer soltera de menos de cincuenta años y nunca había conocido a nadie en Drybed Creek que fuera un posible candidato para ser su pareja y el padre de sus hijos. Comprensible, dado el tipo de hombre que vivía allí, por no mencionar el tipo de hombres que frecuentaban el bar. Camioneros sudorosos y cubiertos de polvo que no eran precisamente lo mejor para despertar las ilusiones de una mujer. ¡Su listón estaba un poquito más alto que eso!
Había creído encontrar al hombre de sus sueños unos meses antes en Broken Hill. Pero se había equivocado. Amargamente. Sin embargo, había dejado de pensar en el matrimonio. Su prioridad en la vida era arreglar las habitaciones del hotel para sacar partido de los turistas que llegaban de vez en cuando. A la gente, aquel hotel perdido en medio de la nada le parecía un sitio romántico. No pensaba que hubiera nada ni remotamente romántico en Drybed Creek, pero era su hogar. Aunque la ciudad de sus sueños era Sidney. ¿Cuántas veces había escuchado quejas sobre el tráfico, el ruido, las drogas, la delincuencia?
Tenía que admitir que en Drybed Creek no había ni tráfico, ni ruido. Y en cuanto a drogas y criminalidad… la escasa población y la pobreza de la mayoría de los habitantes alejaban a los delincuentes. El único vicio de aquel lugar era el ponche. Y las competiciones de dardos los viernes por la noche. Esas noches había muchas apuestas ilegales que le hubieran interesado a la policía. Si hubiera policía en Drybed Creek. La verdad era que aquel era prácticamente un pueblo fantasma. Quizá era por eso por lo que los turistas lo encontraban romántico. Pero fuera cual fuera la atracción, la única forma de ganar dinero allí era ofreciendo buena cama y buena comida a los visitantes.
A Arnie, sin embargo, no le gustaba demasiado la idea porque pensaba que era demasiado trabajo. Tanya lo había convencido, diciendo que ella se encargaría de todo. Pintaría las habitaciones, haría los desayunos y lavaría las sábanas. Cuando Arturo había señalado que tenía que trabajar detrás de la barra y hacer la limpieza, Paula insistió en que el trabajo duro nunca había matado a nadie. Ella era joven y fuerte. ¡Y estaba aburrida de muerte! La idea de tener compañía de vez en cuando también le parecía atractiva. Sería estupendo hablar con gente que no fuera de Drybed Creek. No se había dado cuenta de que era un sitio tan aburrido hasta que volvió allí unas semanas atrás. No le había importado vivir en el pueblo cuando era una niña, pero al terminar el instituto se trasladó a Broken Hill para buscar trabajo y allí se abrió para ella un mundo lleno de posibilidades.
Aunque era una chica inteligente, había perdido muchos años de colegio siguiendo a su padre de una ciudad a otra y sus calificaciones en el instituto no le habían dado acceso a la universidad. De modo que se matriculó en una academia de informática, que pagaba trabajando como camarera. Cuando terminó el curso, consiguió un trabajo como secretaria, pero descubrió que no le gustaba ser el último mono en una empresa y optó por el puesto de recepcionista en un pequeño hotel cerca del aeropuerto. Cuando el director había tenido que salir de viaje inesperadamente, dejándola a cargo del hotel de forma temporal, había descubierto su vocación. Le gustaba ser la jefa. Aunque no le habían dado el título de directora de forma oficial, estaba dirigiendo el hotel ella solita cuando Arnie se había puesto enfermo. Una de sus gripes se había convertido en neumonía y había vuelto a Drybed Creek para cuidar de él.
¡Y le había quedado espantoso! Las raíces, rojas y el resto del pelo rubio paja. Sin embargo, la fotografía que aparecía en la caja del tinte prometía un pelo brillante, rubio y saludable. Por supuesto, no se había dado cuenta de que la fecha de caducidad había expirado tres años antes. Cuando bajó a desayunar por la mañana, amargada, Arturo le había quitado importancia. Pero, ¿Qué sabía él? Estaba medio cegato el pobre. Pero, con más de sesenta años, había tenido una vida muy dura y, además, teniendo que criar a una niña que ni siquiera era su hija.
Desde que la mina de plata había cerrado diez años antes, Drybed Creek había pasado de ser un pueblo lleno de gente a un poblacho con una sola tienda, un bar que hacía las veces de hotel, un garaje en el que servían comida y… moscas, muchas moscas.
Era la única mujer soltera de menos de cincuenta años y nunca había conocido a nadie en Drybed Creek que fuera un posible candidato para ser su pareja y el padre de sus hijos. Comprensible, dado el tipo de hombre que vivía allí, por no mencionar el tipo de hombres que frecuentaban el bar. Camioneros sudorosos y cubiertos de polvo que no eran precisamente lo mejor para despertar las ilusiones de una mujer. ¡Su listón estaba un poquito más alto que eso!
Había creído encontrar al hombre de sus sueños unos meses antes en Broken Hill. Pero se había equivocado. Amargamente. Sin embargo, había dejado de pensar en el matrimonio. Su prioridad en la vida era arreglar las habitaciones del hotel para sacar partido de los turistas que llegaban de vez en cuando. A la gente, aquel hotel perdido en medio de la nada le parecía un sitio romántico. No pensaba que hubiera nada ni remotamente romántico en Drybed Creek, pero era su hogar. Aunque la ciudad de sus sueños era Sidney. ¿Cuántas veces había escuchado quejas sobre el tráfico, el ruido, las drogas, la delincuencia?
Tenía que admitir que en Drybed Creek no había ni tráfico, ni ruido. Y en cuanto a drogas y criminalidad… la escasa población y la pobreza de la mayoría de los habitantes alejaban a los delincuentes. El único vicio de aquel lugar era el ponche. Y las competiciones de dardos los viernes por la noche. Esas noches había muchas apuestas ilegales que le hubieran interesado a la policía. Si hubiera policía en Drybed Creek. La verdad era que aquel era prácticamente un pueblo fantasma. Quizá era por eso por lo que los turistas lo encontraban romántico. Pero fuera cual fuera la atracción, la única forma de ganar dinero allí era ofreciendo buena cama y buena comida a los visitantes.
A Arnie, sin embargo, no le gustaba demasiado la idea porque pensaba que era demasiado trabajo. Tanya lo había convencido, diciendo que ella se encargaría de todo. Pintaría las habitaciones, haría los desayunos y lavaría las sábanas. Cuando Arturo había señalado que tenía que trabajar detrás de la barra y hacer la limpieza, Paula insistió en que el trabajo duro nunca había matado a nadie. Ella era joven y fuerte. ¡Y estaba aburrida de muerte! La idea de tener compañía de vez en cuando también le parecía atractiva. Sería estupendo hablar con gente que no fuera de Drybed Creek. No se había dado cuenta de que era un sitio tan aburrido hasta que volvió allí unas semanas atrás. No le había importado vivir en el pueblo cuando era una niña, pero al terminar el instituto se trasladó a Broken Hill para buscar trabajo y allí se abrió para ella un mundo lleno de posibilidades.
Aunque era una chica inteligente, había perdido muchos años de colegio siguiendo a su padre de una ciudad a otra y sus calificaciones en el instituto no le habían dado acceso a la universidad. De modo que se matriculó en una academia de informática, que pagaba trabajando como camarera. Cuando terminó el curso, consiguió un trabajo como secretaria, pero descubrió que no le gustaba ser el último mono en una empresa y optó por el puesto de recepcionista en un pequeño hotel cerca del aeropuerto. Cuando el director había tenido que salir de viaje inesperadamente, dejándola a cargo del hotel de forma temporal, había descubierto su vocación. Le gustaba ser la jefa. Aunque no le habían dado el título de directora de forma oficial, estaba dirigiendo el hotel ella solita cuando Arnie se había puesto enfermo. Una de sus gripes se había convertido en neumonía y había vuelto a Drybed Creek para cuidar de él.
Peligrosa Atracción: Capítulo 2
La idea de que uno de sus compañeros solteros pudiera traicionar la hermandad de esa forma hizo que Pedro sacara un cigarrillo. Sí, desde luego, tener una compañera de cama inteligente era muy excitante, pero tenía complicaciones. Tales mujeres siempre querían más de lo que él estaba dispuesto a dar. Incluso aunque no quisieran casarse, inevitablemente querían exclusividad. Y eso significaba que querían vigilarte de cerca, decirte qué hacer, cuándo hacerlo…
Había decidido mucho tiempo atrás, cuando se escapó de la casa de sus tíos, que nadie le diría lo que tenía que hacer. Ningún hombre y, desde luego, ninguna mujer. Había conseguido un status. Era el jefe de todas las facetas de su vida y le gustaba que fuera así. Cuando amigos como Pablo le preguntaban por qué no se casaba, simplemente decía que ese tipo de vida no era para él. Si tuviera mujer e hijos, ¿habría podido tomar un avión hasta Broken Hill sin esperar un segundo, sin tener que consultar a nadie y sin dar explicaciones? ¡Nunca!
¿Podía un marido pedirle a una joven desconocida que fuera a Sidney y se quedase a vivir en su casa durante un mes? ¡No! Pero él sí podía. Pedro podía hacer lo que le diera la gana. Y realmente quería hacer lo que estaba haciendo. Lo cual era sorprendente. Pensaba que había montado toda aquella operación sólo para ayudar a Hernán. Pensaba que estaba siendo un buen amigo para un hombre que se enfrentaba con problemas económicos y matrimoniales. Pero había descubierto mientras iba en el avión que ayudar a su amigo no era la única razón.
Aquello era un reto. Y, últimamente, faltaban retos en su vida. En realidad, lo sabía todo sobre el negocio de la publicidad y había ganado millones. Tenía todo lo que una vida de éxito podía ofrecerle: un coche de lujo, un ropero de lujo, un dúplex en el puerto de Sidney, una cuenta corriente de lujo. Y cualquier mujer que pudiera desear. Aburrido, en realidad. Rescatar la empresa Femme Fatale, sin embargo, no sería aburrido. Incluso podía ganar dinero, ya que él mismo tenía algunas acciones. Aunque no tantas como Pablo. Sacudió la cabeza al recordar la conversación con un Hernán atribulado el día anterior.
—La heredera es una camarera, por Dios bendito. Y encima vive en un sitio perdido, en medio de ninguna parte. He perdido todos mis ahorros. No puedo creer que haya tenido tan mala suerte.
Pedro no pensaba que la suerte tuviera nada que ver con la desgracia de Hernán. Más bien la avaricia.
Un par de meses atrás, Femme Fatale, era una empresa que funcionaba, un líder en el mercado de lencería femenina con una presidenta muy dinámica, Marina Gilcrest. Ella había abierto la empresa varios años antes en su propia casa, llevando el negocio como si fuera un servicio por catalogo. En menos de dos años se había expandido, abriendo tiendas en toda Australia y llevando los productos a Europa y Estados Unidos. Incluso cotizaba en bolsa. Creía que una pequeña parte del éxito se debía a su agencia de publicidad. Ellos habían hecho los anuncios de Femme Fatale y habían sido un éxito.
Cuando Marina había decidido unos meses atrás lanzar una línea de perfume se había dirigido a Pedro para planear una campana publicitaria. Pero no habían llegado muy lejos porque ella y su directora de marketing y amante habían muerto en un accidente de tráfico. Cuando la noticia apareció en los periódicos, las acciones de Femme Fatale empezaron a caer peligrosamente. Y cuando los detalles del testamento de Marina fueron publicados, la situación se había deteriorado aún más. Le dejaba toda su fortuna a su amante, desgraciadamente muerta al mismo tiempo que ella y, en segundo lugar, a su pariente más cercana, cuya identidad era desconocida.
—¿Qué habrá poseído a Marina para hacer esa locura? —le había preguntado a Hernán al conocer aquella extraordinaria cláusula. Pablo era el abogado de Marina y suyo, aunque también eran amigos.
—Fue una cosa de última hora. Marina le había dejado todo a su novia y no podía imaginar que morirían a la vez. Siempre decía que si Patricia moría antes que ella cambiaría el testamento. Cuando le dije que había una posibilidad de que muriesen al mismo tiempo, ella se lo tomó a risa. Yo insistí, diciéndole que esas cosas pasaban y que si moría sin dejar otro legatario, su ex marido podría intentar quedarse con la empresa. Entonces decidió consignar en el testamento que, si ella y su novia morían, la fortuna iría a parar a su pariente más cercana, siempre que fuera una mujer. Cuando le pregunté quién era, ella me dijo que no tenía ni idea, pero que debía tener alguna prima por alguna parte.
—¿Y la hay?
—Sus padres están muertos y también su hermano, que estaba soltero. Los padres de Marina eran ingleses, de modo que quizá tenga parientes en Inglaterra. He contratado un detective, pero me ha dicho que estas cosas llevan su tiempo…
El detective había tardado un mes en encontrar una pariente de Marina. Tiempo suficiente para que los puestos directivos de Femme Fatale se fueran a otras empresas.
El día anterior, las acciones habían tocado fondo, llegando a valer menos de un cuarto de lo que valían dos meses atrás. Pedro había perdido miles de dólares, pero Hernán había perdido una fortuna.
Cuando el día anterior habían descubierto que el hermano de Marina tenía una hija ilegítima, una chica de veintitrés años que trabajaba como camarera en un bar en medio del paramo australiano, Pablo había caído en una depresión. Estaba seguro de que la chica vendería las acciones, especialmente sabiendo que eso era todo lo que su tía Marina le había dejado.
—¿Te puedes creer que Marina no tenía nada más que Femme Fatale? —le había dicho Hernán mientras comían—. Su departamento era alquilado y su cuenta corriente esta en números rojos. Lo había puesto todo en la empresa.
—Esas cosas pasan.
—No sé qué le voy a decir a Nadia.
—¿No se lo has contado a tu mujer?
—Aún no. Ella siempre me está diciendo que me arriesgo demasiado con las inversiones y me va a matar cuando se entere. Me dejará y se llevará a los niños, seguro. No podría soportarlo, Pepe. Tienes que ayudarme.
—¿Yo?
—Sí, tú. Tú eres un hombre de ideas. Consigue que recupere mi dinero y seré tu esclavo de por vida.
—No es una oferta muy tentadora —había dicho Pedro—. Me gusta que mis esclavas sean mujeres. Pero te diré una cosa, amigo. Si consigo recuperar tu dinero, quiero esa botella de vino de cosecha que compraste en la subasta el año pasado.
—¿El Grange Hermitage?
—Ése.
—Pero… ¡Te lo beberás!
—Para eso está el vino, ¿No?
—¡Que Dios me ayude! Pero de acuerdo. Cualquier cosa si consigues hacer un milagro.
De modo que allí estaba Pedro, dirigiéndose a Drybed Creek, más excitado de lo que lo había estado desde… desde que había abierto la agencia de publicidad años atrás. Estaba deseando conocer a esa Paula Chaves. Una lástima que aún le quedaran doscientos kilómetros. Afortunadamente, la carretera era recta y apenas había tráfico. Llegaría alrededor de las cuatro. Después de encender otro cigarrillo, pisó el acelerador. El paisaje desaparecía frente a él mientras se preguntaba qué estaría haciendo Paula en aquel momento. Desde luego, no esperaría verlo. Y tampoco esperaría aquella noticia. Había convencido a Hernán de que no la llamara por teléfono.
—Deja que se lo diga yo personalmente —le había dicho, sonriendo como un lobo.
Hernán lo miró con aprensión.
—No pensarás seducirla, ¿Verdad?
—No seas ridículo —replicó Pedro—. Nunca mezclo los negocios con el placer.
A menos que fuera estrictamente necesario, claro.
Había decidido mucho tiempo atrás, cuando se escapó de la casa de sus tíos, que nadie le diría lo que tenía que hacer. Ningún hombre y, desde luego, ninguna mujer. Había conseguido un status. Era el jefe de todas las facetas de su vida y le gustaba que fuera así. Cuando amigos como Pablo le preguntaban por qué no se casaba, simplemente decía que ese tipo de vida no era para él. Si tuviera mujer e hijos, ¿habría podido tomar un avión hasta Broken Hill sin esperar un segundo, sin tener que consultar a nadie y sin dar explicaciones? ¡Nunca!
¿Podía un marido pedirle a una joven desconocida que fuera a Sidney y se quedase a vivir en su casa durante un mes? ¡No! Pero él sí podía. Pedro podía hacer lo que le diera la gana. Y realmente quería hacer lo que estaba haciendo. Lo cual era sorprendente. Pensaba que había montado toda aquella operación sólo para ayudar a Hernán. Pensaba que estaba siendo un buen amigo para un hombre que se enfrentaba con problemas económicos y matrimoniales. Pero había descubierto mientras iba en el avión que ayudar a su amigo no era la única razón.
Aquello era un reto. Y, últimamente, faltaban retos en su vida. En realidad, lo sabía todo sobre el negocio de la publicidad y había ganado millones. Tenía todo lo que una vida de éxito podía ofrecerle: un coche de lujo, un ropero de lujo, un dúplex en el puerto de Sidney, una cuenta corriente de lujo. Y cualquier mujer que pudiera desear. Aburrido, en realidad. Rescatar la empresa Femme Fatale, sin embargo, no sería aburrido. Incluso podía ganar dinero, ya que él mismo tenía algunas acciones. Aunque no tantas como Pablo. Sacudió la cabeza al recordar la conversación con un Hernán atribulado el día anterior.
—La heredera es una camarera, por Dios bendito. Y encima vive en un sitio perdido, en medio de ninguna parte. He perdido todos mis ahorros. No puedo creer que haya tenido tan mala suerte.
Pedro no pensaba que la suerte tuviera nada que ver con la desgracia de Hernán. Más bien la avaricia.
Un par de meses atrás, Femme Fatale, era una empresa que funcionaba, un líder en el mercado de lencería femenina con una presidenta muy dinámica, Marina Gilcrest. Ella había abierto la empresa varios años antes en su propia casa, llevando el negocio como si fuera un servicio por catalogo. En menos de dos años se había expandido, abriendo tiendas en toda Australia y llevando los productos a Europa y Estados Unidos. Incluso cotizaba en bolsa. Creía que una pequeña parte del éxito se debía a su agencia de publicidad. Ellos habían hecho los anuncios de Femme Fatale y habían sido un éxito.
Cuando Marina había decidido unos meses atrás lanzar una línea de perfume se había dirigido a Pedro para planear una campana publicitaria. Pero no habían llegado muy lejos porque ella y su directora de marketing y amante habían muerto en un accidente de tráfico. Cuando la noticia apareció en los periódicos, las acciones de Femme Fatale empezaron a caer peligrosamente. Y cuando los detalles del testamento de Marina fueron publicados, la situación se había deteriorado aún más. Le dejaba toda su fortuna a su amante, desgraciadamente muerta al mismo tiempo que ella y, en segundo lugar, a su pariente más cercana, cuya identidad era desconocida.
—¿Qué habrá poseído a Marina para hacer esa locura? —le había preguntado a Hernán al conocer aquella extraordinaria cláusula. Pablo era el abogado de Marina y suyo, aunque también eran amigos.
—Fue una cosa de última hora. Marina le había dejado todo a su novia y no podía imaginar que morirían a la vez. Siempre decía que si Patricia moría antes que ella cambiaría el testamento. Cuando le dije que había una posibilidad de que muriesen al mismo tiempo, ella se lo tomó a risa. Yo insistí, diciéndole que esas cosas pasaban y que si moría sin dejar otro legatario, su ex marido podría intentar quedarse con la empresa. Entonces decidió consignar en el testamento que, si ella y su novia morían, la fortuna iría a parar a su pariente más cercana, siempre que fuera una mujer. Cuando le pregunté quién era, ella me dijo que no tenía ni idea, pero que debía tener alguna prima por alguna parte.
—¿Y la hay?
—Sus padres están muertos y también su hermano, que estaba soltero. Los padres de Marina eran ingleses, de modo que quizá tenga parientes en Inglaterra. He contratado un detective, pero me ha dicho que estas cosas llevan su tiempo…
El detective había tardado un mes en encontrar una pariente de Marina. Tiempo suficiente para que los puestos directivos de Femme Fatale se fueran a otras empresas.
El día anterior, las acciones habían tocado fondo, llegando a valer menos de un cuarto de lo que valían dos meses atrás. Pedro había perdido miles de dólares, pero Hernán había perdido una fortuna.
Cuando el día anterior habían descubierto que el hermano de Marina tenía una hija ilegítima, una chica de veintitrés años que trabajaba como camarera en un bar en medio del paramo australiano, Pablo había caído en una depresión. Estaba seguro de que la chica vendería las acciones, especialmente sabiendo que eso era todo lo que su tía Marina le había dejado.
—¿Te puedes creer que Marina no tenía nada más que Femme Fatale? —le había dicho Hernán mientras comían—. Su departamento era alquilado y su cuenta corriente esta en números rojos. Lo había puesto todo en la empresa.
—Esas cosas pasan.
—No sé qué le voy a decir a Nadia.
—¿No se lo has contado a tu mujer?
—Aún no. Ella siempre me está diciendo que me arriesgo demasiado con las inversiones y me va a matar cuando se entere. Me dejará y se llevará a los niños, seguro. No podría soportarlo, Pepe. Tienes que ayudarme.
—¿Yo?
—Sí, tú. Tú eres un hombre de ideas. Consigue que recupere mi dinero y seré tu esclavo de por vida.
—No es una oferta muy tentadora —había dicho Pedro—. Me gusta que mis esclavas sean mujeres. Pero te diré una cosa, amigo. Si consigo recuperar tu dinero, quiero esa botella de vino de cosecha que compraste en la subasta el año pasado.
—¿El Grange Hermitage?
—Ése.
—Pero… ¡Te lo beberás!
—Para eso está el vino, ¿No?
—¡Que Dios me ayude! Pero de acuerdo. Cualquier cosa si consigues hacer un milagro.
De modo que allí estaba Pedro, dirigiéndose a Drybed Creek, más excitado de lo que lo había estado desde… desde que había abierto la agencia de publicidad años atrás. Estaba deseando conocer a esa Paula Chaves. Una lástima que aún le quedaran doscientos kilómetros. Afortunadamente, la carretera era recta y apenas había tráfico. Llegaría alrededor de las cuatro. Después de encender otro cigarrillo, pisó el acelerador. El paisaje desaparecía frente a él mientras se preguntaba qué estaría haciendo Paula en aquel momento. Desde luego, no esperaría verlo. Y tampoco esperaría aquella noticia. Había convencido a Hernán de que no la llamara por teléfono.
—Deja que se lo diga yo personalmente —le había dicho, sonriendo como un lobo.
Hernán lo miró con aprensión.
—No pensarás seducirla, ¿Verdad?
—No seas ridículo —replicó Pedro—. Nunca mezclo los negocios con el placer.
A menos que fuera estrictamente necesario, claro.
Peligrosa Atracción: Capítulo 1
Pedro se sentó frente al volante del jeep que había alquilado en el aeropuerto, estudió los mapas, compró algo de comida y agua mineral en un supermercado y salió de la ciudad. No tenía interés en visitar Broken Hill. Él estaba allí por una sola razón. Encontrar a Paula Chaves en Drybed Creek y llevársela con él a Sidney. Los pueblos mineros, incluso uno tan grande y famoso como Broken Hill, no le resultaban fascinantes. Y tampoco le resultaba fascinante el páramo australiano. Había tenido suficiente páramo de niño como para que le durase una vida entera. Pero era agradable comprobar que aquello seguía siendo un lugar olvidado de Dios. Le hacía recordar por qué había huido de allí cuando tenía dieciséis años y agradecer lo que había conseguido hacer de su vida.
Minutos después de dejar la civilización, en la carretera no había nada más que plantas resecas, piedras y algunos árboles achaparrados. Era el final del invierno, pero no tendría mejor aspecto cuando llegara la primavera y tampoco en verano. En verano, el sol quemaría las plantas y la poca hierba que hubiera crecido con la lluvia y todo volvería a tener un familiar color marrón. El verde no era un color habitual en el campo australiano. Y el azul… el único azul era el del cielo. Sacudió la cabeza. Él prefería Sidney, su puerto y sus jardines verdes, su maravilloso puente y el impresionante edificio de la Opera. Le había encantado el sitio nada más verlo. Incluso le gustaba el ruido del tráfico. Lo hacía sentir vivo. Francamente, estaba deseando volver. Su misión allí no duraría más de una noche antes de volver a casa, supuestamente con la heredera de Femme Fatale sentada a su lado. Solo necesitaba su cooperación durante un mes. ¿Era demasiado pedir cuando el premio al final de aquellas cuatro semanas era una fortuna? Si vendía sus acciones en ese momento, sólo ganaría unos doscientos mil dólares. Nada comparado con la mina de oro que pensaba poner frente a las narices. Estaba seguro de eso por la descripción de Paula que el detective le había dado a Hernán.
Puala Chaves tenía veintitrés anos. Era alta, atractiva y rubia tenida. «Es guapa», había dicho el detective. Que la chica fuera físicamente atractiva era una ventaja para Pedro, pero lo mejor era su edad. Era más fácil influenciar a una mujer joven que a algún pájaro viejo. Las mujeres jóvenes no tenían una opinión propia sobre muchas cosas y, aunque la tuvieran, seguían siendo susceptibles a la persuasión y los halagos, especialmente cuando era él quien persuadía y halagaba. No era engreído por naturaleza, pero tampoco se permitía falsas modestias. Era un hombre atractivo y gustaba mucho a las mujeres. Además, era inteligente y tenía un cerebro tan creativo como manipulador. Podía vender cualquier cosa a cualquiera y, por eso, su empresa, Ideas Locas, era una de las agencias de publicidad más famosas de Sidney. No la más grande. La mejor. Persuadir a la joven camarera para que hiciera lo que le pedía no sería muy difícil. Y se alegraba de que no fuera rubia natural. Eso quería decir que solía ir a la peluquería y cuidaba de su aspecto. No había nada más odioso para él que las mujeres que creían estar guapísimas «al natural», sin maquillaje, tintes ni arreglos. Sintió un escalofrío al recordar a su tía, que lo había criado desde los ocho años. Ella nunca iba a la peluquería, nunca se ponía maquillaje ni perfume, ni ropa decente. Tenía el pelo grasiento, era muy gruesa y cubría sus carnes con enormes vestidos de flores manchados de sudor. Era lógico que se hubiera quedado boquiabierto al ver a las chicas de Sidney. Tan guapas, tan elegantes, con el pelo limpio y cortado a la moda. ¡Y olían tan bien! Cada vez que alguna entraba en el café Double Bay en el que trabajaba de camarero, respiraba su aroma a perfume francés con deleite. Cuando alguna lo invitaba a pasar la noche con ella, pensaba que estaba en el cielo.
Aquellas primeras experiencias sexuales le habían hecho tener muy buen gusto para las mujeres. Le gustaban muy guapas y muy elegantes. Nada era más desagradable para él que una mujer mal vestida. Todas las mujeres de su vida eran guapas. Pero se había dado cuenta de que era mejor evitar a las muy inteligentes. Que una empleada fuera inteligente estaba bien. Tenía varias y eran estupendas. Micaela, por ejemplo. Era una chica brillante y moderna. Y muy atractiva. Pero jamás saldría con ella. Y hacía bien. Micaela iba a casarse el mes siguiente con un hombre al que ni siquiera se le había ocurrido la idea del matrimonio hasta que ella le había echado el lazo. Tomás Garrison había sido una vez muy deseado en Sidney, un playboy de primer orden. Y hasta un par de meses atrás, un soltero de oro. ¿Y dónde estaba? A punto de convertirse en su marido, prometiendo amarla, honrarla y respetarla hasta que la muerte los separase.
Minutos después de dejar la civilización, en la carretera no había nada más que plantas resecas, piedras y algunos árboles achaparrados. Era el final del invierno, pero no tendría mejor aspecto cuando llegara la primavera y tampoco en verano. En verano, el sol quemaría las plantas y la poca hierba que hubiera crecido con la lluvia y todo volvería a tener un familiar color marrón. El verde no era un color habitual en el campo australiano. Y el azul… el único azul era el del cielo. Sacudió la cabeza. Él prefería Sidney, su puerto y sus jardines verdes, su maravilloso puente y el impresionante edificio de la Opera. Le había encantado el sitio nada más verlo. Incluso le gustaba el ruido del tráfico. Lo hacía sentir vivo. Francamente, estaba deseando volver. Su misión allí no duraría más de una noche antes de volver a casa, supuestamente con la heredera de Femme Fatale sentada a su lado. Solo necesitaba su cooperación durante un mes. ¿Era demasiado pedir cuando el premio al final de aquellas cuatro semanas era una fortuna? Si vendía sus acciones en ese momento, sólo ganaría unos doscientos mil dólares. Nada comparado con la mina de oro que pensaba poner frente a las narices. Estaba seguro de eso por la descripción de Paula que el detective le había dado a Hernán.
Puala Chaves tenía veintitrés anos. Era alta, atractiva y rubia tenida. «Es guapa», había dicho el detective. Que la chica fuera físicamente atractiva era una ventaja para Pedro, pero lo mejor era su edad. Era más fácil influenciar a una mujer joven que a algún pájaro viejo. Las mujeres jóvenes no tenían una opinión propia sobre muchas cosas y, aunque la tuvieran, seguían siendo susceptibles a la persuasión y los halagos, especialmente cuando era él quien persuadía y halagaba. No era engreído por naturaleza, pero tampoco se permitía falsas modestias. Era un hombre atractivo y gustaba mucho a las mujeres. Además, era inteligente y tenía un cerebro tan creativo como manipulador. Podía vender cualquier cosa a cualquiera y, por eso, su empresa, Ideas Locas, era una de las agencias de publicidad más famosas de Sidney. No la más grande. La mejor. Persuadir a la joven camarera para que hiciera lo que le pedía no sería muy difícil. Y se alegraba de que no fuera rubia natural. Eso quería decir que solía ir a la peluquería y cuidaba de su aspecto. No había nada más odioso para él que las mujeres que creían estar guapísimas «al natural», sin maquillaje, tintes ni arreglos. Sintió un escalofrío al recordar a su tía, que lo había criado desde los ocho años. Ella nunca iba a la peluquería, nunca se ponía maquillaje ni perfume, ni ropa decente. Tenía el pelo grasiento, era muy gruesa y cubría sus carnes con enormes vestidos de flores manchados de sudor. Era lógico que se hubiera quedado boquiabierto al ver a las chicas de Sidney. Tan guapas, tan elegantes, con el pelo limpio y cortado a la moda. ¡Y olían tan bien! Cada vez que alguna entraba en el café Double Bay en el que trabajaba de camarero, respiraba su aroma a perfume francés con deleite. Cuando alguna lo invitaba a pasar la noche con ella, pensaba que estaba en el cielo.
Aquellas primeras experiencias sexuales le habían hecho tener muy buen gusto para las mujeres. Le gustaban muy guapas y muy elegantes. Nada era más desagradable para él que una mujer mal vestida. Todas las mujeres de su vida eran guapas. Pero se había dado cuenta de que era mejor evitar a las muy inteligentes. Que una empleada fuera inteligente estaba bien. Tenía varias y eran estupendas. Micaela, por ejemplo. Era una chica brillante y moderna. Y muy atractiva. Pero jamás saldría con ella. Y hacía bien. Micaela iba a casarse el mes siguiente con un hombre al que ni siquiera se le había ocurrido la idea del matrimonio hasta que ella le había echado el lazo. Tomás Garrison había sido una vez muy deseado en Sidney, un playboy de primer orden. Y hasta un par de meses atrás, un soltero de oro. ¿Y dónde estaba? A punto de convertirse en su marido, prometiendo amarla, honrarla y respetarla hasta que la muerte los separase.
Peligrosa Atracción: Sinopsis
Pedro Alfonso era un publicista de éxito. Vivía en un precioso dúplex con vistas al puerto de Sidney y su agenda estaba repleta de nombres femeninos. Pero necesitaba un reto, y éste llegó en forma de heredera de la compañía Femme Fatale, una empresa de lencería con problemas financieros.
Paula era una chica inteligente y trabajadora, Y, si quería, podría convertirse en una belleza. En poco tiempo, Pedro la había ayudado a hacerse cargo de Femme Fatale y se había enamorado de ella. Sabía que Paula era de las que se casaban, pero él era un hombre de aventuras breves.
¿Debía arriesgarse a seducirla?
Paula era una chica inteligente y trabajadora, Y, si quería, podría convertirse en una belleza. En poco tiempo, Pedro la había ayudado a hacerse cargo de Femme Fatale y se había enamorado de ella. Sabía que Paula era de las que se casaban, pero él era un hombre de aventuras breves.
¿Debía arriesgarse a seducirla?
jueves, 18 de mayo de 2017
Por Tu Amor: Capítulo 40
-Supongo que me lo merezco -dijo él-. Y sí, te quiero en mi cama. Te deseo tanto como te deseaba cuando estuvimos en Irlanda. Pero no se trata de sexo, Paula. Te quiero en mi vida. Quiero tener hijos contigo. Quiero que envejezcamos juntos. Quiero hacerte feliz.
-¿Entonces, me deseabas?
-Inocente Paula -sonrió y le colocó un mechón detrás de la oreja-. No tienes ni idea de lo difícil que fue para mí dejarte marchar esa noche.
-Entonces, ¿Por qué lo hiciste?
-Porque me asustaste cuando dijiste que era tu primera vez. Porque eres una gran responsabilidad y un maravilloso regalo. Porque no soy lo bastante bueno para tí.
-No quiero volver a oír eso, Pedro. Eres un hombre bueno y decente.
-No lo bastante para tí. Si lo fuera, me iría ahora mismo de aquí. Pero no puedo hacerlo, pau. Te necesito.
-No estás hablando de negocios.
-Eso es de lo último que quiero hablar -dijo enfadado-. Esto es algo personal. Cuando me dejaste en Londres me dí cuenta de que llevaba enamorado de tí mucho tiempo.
Paula había conocido las diferentes facetas de Pedro Alfonso, pero nunca lo había visto tan desesperado. Tenía miedo de creer que aquello no fuera un sueño.
-Si esto es una manera de...
-No trato de ser encantador. No se trata de eso. Además, no funcionaría, porque me conoces bien.
Eso era cierto. Y su enfado la convencía más que su encanto de que estaba siendo sincero.
-Simplemente, te digo lo que siento. Te quiero y deseo casarme contigo. Y no me conformaré con menos.
-Me has comprendido.
-Ningún hombre te amará como yo te amo. Ningún hombre te querrá más que yo mientras viva. Eres perfecta para mí -le tomó el rostro suavemente entre las manos e hizo que lo mirara a los ojos-. Tienes todo el derecho a torturarme, pero sé que me quieres.
-¿Lo sabes?
-Estabas dispuesta a entregarte a mí. Nunca he respetado a una mujer tanto como a tí. Si no hubiera sido tan estúpido... Daría todo lo que tengo para poder borrar el daño que te he hecho. Pau, dame una oportunidad. Deja que te lo demuestre.
Ella sonrió y la felicidad la invadió por dentro.
-Ya lo has hecho, Pedro. Y tienes razón. Estoy enamorada de tí. Te quiero con todo mi corazón.
Él cerró los ojos un instante.
-Esta es la apuesta más importante de mi vida y quiero hacerlo bien -se arrodilló y sacó un anillo de diamantes del bolsillo-. Paula Chaves, ¿Quieres casarte conmigo?
-Sí.
-¿Nos casaremos aquí? ¿En Florencia? ¿Y dejarás que te lleve de luna de miel a la ciudad que siempre quisiste visitar?
-Sí -susurró ella.
Paula nunca había creído en la posibilidad de tener todo lo que siempre había deseado. Pero cuando Pedro se puso en pie, la tomó en brazos y la besó, supo que aquel chico malo conseguiría que todos sus sueños se hicieran realidad.
FIN
-¿Entonces, me deseabas?
-Inocente Paula -sonrió y le colocó un mechón detrás de la oreja-. No tienes ni idea de lo difícil que fue para mí dejarte marchar esa noche.
-Entonces, ¿Por qué lo hiciste?
-Porque me asustaste cuando dijiste que era tu primera vez. Porque eres una gran responsabilidad y un maravilloso regalo. Porque no soy lo bastante bueno para tí.
-No quiero volver a oír eso, Pedro. Eres un hombre bueno y decente.
-No lo bastante para tí. Si lo fuera, me iría ahora mismo de aquí. Pero no puedo hacerlo, pau. Te necesito.
-No estás hablando de negocios.
-Eso es de lo último que quiero hablar -dijo enfadado-. Esto es algo personal. Cuando me dejaste en Londres me dí cuenta de que llevaba enamorado de tí mucho tiempo.
Paula había conocido las diferentes facetas de Pedro Alfonso, pero nunca lo había visto tan desesperado. Tenía miedo de creer que aquello no fuera un sueño.
-Si esto es una manera de...
-No trato de ser encantador. No se trata de eso. Además, no funcionaría, porque me conoces bien.
Eso era cierto. Y su enfado la convencía más que su encanto de que estaba siendo sincero.
-Simplemente, te digo lo que siento. Te quiero y deseo casarme contigo. Y no me conformaré con menos.
-Me has comprendido.
-Ningún hombre te amará como yo te amo. Ningún hombre te querrá más que yo mientras viva. Eres perfecta para mí -le tomó el rostro suavemente entre las manos e hizo que lo mirara a los ojos-. Tienes todo el derecho a torturarme, pero sé que me quieres.
-¿Lo sabes?
-Estabas dispuesta a entregarte a mí. Nunca he respetado a una mujer tanto como a tí. Si no hubiera sido tan estúpido... Daría todo lo que tengo para poder borrar el daño que te he hecho. Pau, dame una oportunidad. Deja que te lo demuestre.
Ella sonrió y la felicidad la invadió por dentro.
-Ya lo has hecho, Pedro. Y tienes razón. Estoy enamorada de tí. Te quiero con todo mi corazón.
Él cerró los ojos un instante.
-Esta es la apuesta más importante de mi vida y quiero hacerlo bien -se arrodilló y sacó un anillo de diamantes del bolsillo-. Paula Chaves, ¿Quieres casarte conmigo?
-Sí.
-¿Nos casaremos aquí? ¿En Florencia? ¿Y dejarás que te lleve de luna de miel a la ciudad que siempre quisiste visitar?
-Sí -susurró ella.
Paula nunca había creído en la posibilidad de tener todo lo que siempre había deseado. Pero cuando Pedro se puso en pie, la tomó en brazos y la besó, supo que aquel chico malo conseguiría que todos sus sueños se hicieran realidad.
FIN
Suscribirse a:
Entradas (Atom)