Sus dedos se enlazaron y, juntos, entraron en la impersonal atmósfera de la unidad de cuidados intensivos.
No se había esperado lo que se encontró. Era como una copia en miniatura del hombre al que amaba.
—Se cansa enseguida, señor Alfonso —la enfermera parecía sacada de una telenovela.
—De acuerdo —dijo él.
Paula podía notar la tensión de Pedro. Pero muy pronto el actor que había en él comenzó a interpretar su papel. Podía ser que tuviera las manos húmedas y el corazón en un puño, pero nadie lo habría notado.
—Así es que tú eres mi padre —su voz contenía toda la precaución de quien teme un desengaño—. ¿Cómo tengo que llamarte?
Había cierto reto en su voz.
—Llámame Pedro.
—¿Es tu mujer?
—El paciente necesita descansar.
Pedro miró la pequeña y pálida mano de Benja, que se extendía en espera de ser estrechada. La suya, grande y varonil, atrapó gentilmente la de su hijo. Se dieron la mano como adultos que cierran un negocio.
—Puedes venir a verme otro día, si quieres.
—Me encantará hacerlo —le aseguró Pedro.
Una vez fuera de la sala, Pedro levantó la mano y la miró incrédulo.
—Mira. Estoy temblando —se rió—. Ponme en una habitación llena de críticos dispuestos a masacrar mi última película y me verás impasible. Sin embargo, estaba horrorizado de decir lo que no debía.
A Paula le cautivó su candor.
—Pero no has dicho nada inconveniente —le aseguró. ¿Cómo había podido pensar que aquel hombre podía tener ninguna traza de falsedad?
Se miraron y Paula sintió deseos de tomar su rostro entre las manos y de besarlo hasta la saciedad.
—Es un comienzo, ¿verdad?
—Sí, Pedro, un buen comienzo.
—Le has gustado.
—También él me ha gustado a mí —le dijo. ¿Cómo podía no gustarle alguien que le recordaba tanto a Pedro?
—Por cierto, nuestra conversación empezaba a ponerse interesante cuando nos han interrumpido.
Paula respiró profundamente. Se había estado preguntando cuándo volverían a retomar el tema.
—No creo que tenga mucho sentido hablar de ello.
—¿No? Pues yo sí lo creo —la agarró del brazo—. Pero no aquí. No me gustan los hospitales. Comencé a odiarlos cuando mi padre murió. Quiero sentir el cielo sobre mi cabeza.
—Me parece estupendo. Pero, ¿me tienes que arrastrar como si fuera un saco de patatas?
«Dios sabe lo que está pensando la gente en este momento», sonrió avergonzada a un grupo de enfermeras que se habían quedado embobadas con pedro.
—Pedro, realmente me parece mal que te comportes como un hombre de Neandertal.
—La regresión es una experiencia liberadora.
—Seguro que los ladrones de banco piensan igual.
—No tengo intención de robar ningún banco.
Eso era ciertamente reconfortante, pero no lo suficiente. Seguía sin saber qué intención tenía.
—¡Por ahí no, Pedro! ¡Está toda la prensa!
Cinco minutos después, con el cuerpo destrozado por los empujones, se vio sentada en un taxi.
—¡Lo has hecho a propósito! —le acusó—. Podrías haberlos evitado. ¿Estabas intentando castigarme?
—No empieces otra vez —respondió él, con cierto enfado—. Es como caerse de un caballo. Uno debe volver a levantarse tan rápidamente como pueda y cabalgar lo antes posible. No creas que eres la única. Soportar a la prensa no es fácil para nadie. Pero uno llega a acostumbrarse.
—Yo no tengo por qué acostumbrarme. Los médicos como yo no suelen ser objeto de atención, a menos que maten a algún paciente.
—Pero sí estarán interesados en mi esposa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario