sábado, 20 de agosto de 2016

El Secreto: Capítulo 27

A Pedro le daba obviamente igual que su nueva acompañante lo hubiera cazado in fraganti con otra mujer. No le sorprendía. Empezaba a entender cómo funcionaba aquel mundo de gente egocéntrica. «He sido una estúpida por meterme en todo esto», pensó. «Me negué a mí misma la verdad que tenía delante. Este es un mundo sórdido».

—No te preocupes, Pauli, nadie va a impedir que te sigas paseando con esa aura de santidad de la que haces alarde —le dijo él.

—Yo no hago eso —protestó ella.

—¿No?

—¡No! —repitió ella entre dientes.

—Cálmate. El hecho de que seas humana y susceptible a sufrir del pecado de la lujuria, como el resto de los mortales, queda entre nosotros —continuó diciendo—. Te gusta llamarlo amor... un sentimiento puro y elevado, alejado del instinto animal...

Paula cruzó los brazos sobre el pecho, para protegerse del frío que sentía, para protegerse de él. Estaba restregándole impunemente lo básico de su deseo, el modo primario en que se habían lanzando el uno sobre el otro. ¡No necesitaba que se lo recordara! Pedro terminó de vestirse. Lentamente, se abrochó los botones de la camisa. Le faltaban algunos botones.

—Se me ha olvidado la aguja y el hilo... ¡vaya olvido para un boy scout!

—Dudo que fueras jamás un boy scout. Aunque ya sé que siempre vas preparado para lo que pueda salir.

—¿Quieres decir que me habrías considerado un hombre mejor si no hubiera estado preparado para protegerte? ¿Si directamente te hubiera dejado embarazada? —dijo él con terrible crueldad—. Escucha, ya cometí ese error una vez y ya no tengo la juventud para justificar una equivocación tan garrafal. Y no me gusta que tú asumas el papel de víctima forzada en todo esto. Creo que tú me deseabas tanto como yo a tí.

Parecía realmente disfrutar sádicamente de todo aquello. Ella no respondió, el dolor era muy intenso.

—Parece que desde tu punto de vista, ser un boy scout era demasiado elevado para mí. No habría podido serlo en ningún caso. Tenía que ayudar a mi padre en la granja después de la escuela.

—¡Qué virtuoso! Pero la dedicación familiar no te impidió abandonar tu casa.

—¡Abandonar a mi familia para disfrutar de los placeres mundanos! No puedes pasar una, ¿eh? —el desdén con que la juzgaba la hacía sentir pequeña y miserable—. Mi padre había muerto. Perdió las ganas de vivir después de perder la granja. Si mi madre hubiera estado viva, tal vez...

—No lo sabía... —¿Qué podía decir? Paula se sentía abrumada por la fría intensidad de su mirada. Pero no podía permitirse sentir simpatía por él. A pesar de todo, una parte de ella parecía querer confortarlo.

—Me sorprendes. No hace tanto me acusabas como si supieras todo sobre mi pasado.

—Sé lo suficiente —respondió ella. «¿De verdad?», se preguntó a sí misma. Por primera vez se planteaba si tenía suficientes datos para juzgarlo. «No seas estúpida. No te dejes llevar por su conmovedora historia».

—Por cierto, ¿cómo se casa el desagrado que sientes por mí, con tu actuación más reciente? —sus ojos estaban clavados sobre el lugar exacto en que habían caído sus dos cuerpos ansiosos.

Paula tenía una imagen vívida y clara del combate.

—¿Has decidido que satisfaga tus necesidades básicas mientras encuentras al hombre perfecto de tus sueños?

—Estaba dormida, confusa... me tomaste por sorpresa. No necesito ningún hombre —él había dado a entender que ella no toleraba la imperfección... Pero no era cierto, no era ése el problema.

—Me estás haciendo pagar por mis errores, ¡claro! —le gritó. De pronto fue evidente que aquella aparente frialdad con que se había estado conteniendo no era más que fachada—. Podrías haberte marchado. Pero no, te has quedado ahí, doña serenidad, con tu rostro impasible y tu corazón de hielo. Incluso cuando no estás a mi lado, sigues presente, puedo oler tu perfume...

Acabó con un epíteto brutal. Respiraba intensamente. Y, por primera vez, Paula se dió cuenta de que Pedro Alfonso no era inmune a todo como quería hacer creer. Él también estaba sufriendo. La cabeza comenzó a darle vueltas. No se podía haber imaginado que él se sintiera así también. Había tenido la impresión de que sólo ella estaba bajo tanta presión.

—No sabía...

Él soltó una carcajada cruel.

—Todas las mujeres saben cuándo un hombre las desea. Y yo te deseo aunque me gustaría que no fuera así —el modo en que lo dijo le provocó a Paula un escalofrío—. Pero parece que por el momento no tengo elección. Saber que a tí te pasa lo mismo no me consuela.

—Yo...

—No nos pongamos sentimentales, Pauli —el tono cruel e incisivo de su voz era como un cuchillo—. Te he tenido en mis brazos, he sentido el modo en que respondías a mí... No te mientas a tí misma.

Quería negarlo todo. Pero, ¿para qué? Tragó saliva.

—Te desprecio profundamente —le dijo.

—No tanto como yo me desprecio a mí mismo. Me desprecio por haber creído que tú eras la mujer con la que yo quería compartir mi vida. Estaba desesperado por encontrar a alguien como tú. ¡Qué ironía! Cuando cometo errores, son garrafales.

No hay comentarios:

Publicar un comentario