Pedro Alfonso miró, una a una, las mesas del restaurante. Reconoció e intercambió saludos con varios miembros de la profesión. Había tres mujeres solas y ninguna de ellas se parecía a la divina Chaves.
Habló con el propietario del restaurante, quien se había materializado como por arte de magia, y descubrió que la única mujer que no lo miraba era la que él había ido a buscar. De hecho, era la única persona en toda la sala que no tenía los ojos clavados en él. «Necesita que todo el mundo lo mire», pensó Paula.
Obvió la presencia de Pedro Alfonso y miró el reloj. Su hermana llegaba tarde. Claro que ya era legendaria la falta de puntualidad de su hermana.
—¿Doctora Chaves?
Paula dirigió la mirada hacia la voz que había interceptado sus pensamiento. Como mucha gente en el mundo, había visto con frecuencia aquella cara en la gran pantalla. Antes de oír su voz, ya se había preparado para una notable decepción. Como todo el mundo sabía, las luces y el maquillaje solían hacer milagros.
Pedro Alfonso, sin embargo, no tenía nada que agradecer al artificio. Tenía unas largas y espesas pestañas que enmarcaban unos ojos de color zafiro, labios sensuales, esculpidos con toda delicadeza, la mandíbula angulosa y bien dibujada...
—Señor Alfonso —dijo ella, como si estuviera más que acostumbrada a encontrarse con estrellas internacionales a la hora de la comida.
—Delfina no ha podido venir —sin esperar la correspondiente invitación, se sentó frente a ella—. Me pidió que viniera en su lugar y le enseñara el camino a su casa.
Así que Pedro Alfonso sabía dónde vivía su hermana. ¡Qué curioso! Paula no pudo evitar especular sobre la relación que podría haber entre su hermana y Pedro Alfonso. No le había contado nada sobre él, más allá de explicarle que era co protagonista y director de la película en la que llevaban trabajando desde hacía dos meses.
Paula no sabía si debía o no leer más allá en el hecho de que él supiera su dirección. Lo que estaba claro era que Pedro y Delfina podía ser una pareja muy llamativa y que a ninguno de los dos le vendría mal aquella publicidad.
—No me gustaría... —comenzó a decir ella, poco contenta con la perspectiva de tener que compartir mesa con aquel hombre. Ya había cometido una vez el error de dejarse seducir por un hombre atractivo. Aquel desengaño había hecho que desconfiara de los hombres guapos.
—¿Ha pedido ya lo que quiere? —miró el menú—. La langosta suele estar buenísima. ¿Cómo está hoy, Alberto?
El maitre había aparecido por arte de magia a su lado. Sin esperar respuesta, Pedro continuó.
—Tráenos dos.
—Me da alergia el marisco.
—¡No puede ser! —exclamó Pedro.
—No, no puede ser, de hecho, no es así —respondió ella—. Pero podría haberlo sido.
—Gracias, Alberto —el camarero se marchó.
—No recuerdo haberle pedido, en ningún momento, que se sentara conmigo.
Pedro la observó detenidamente. Era la primera vez que se fijaba realmente en ella. No era una de esas bellezas llamativas. Tampoco hacía nada para que lo fuera. Su atuendo era neutro y sencillo. Pero tenía unas bonitas facciones, dulces y delicadas, y un cuerpo realmente hermoso. El cuello largo y delgado era tremendamente tentador.
—No soy muy bueno en eso de los buenos modales.
—Yo sí —respondió ella con total dama—. Ayuda a evitar malentendidos.
Inmediatamente después de decir aquello, Paula pensó que debería haber mantenido la boca cerrada. Aunque aquella mirada auto suficiente la crispara no tenía sentido que se pusiera tan a la defensiva.
—¿Podemos empezar de nuevo? Pedro Alfonso y Delfina me ha pedido que venga a buscarla —estaba claro que trataba de contener la rabia. No había hecho nada que justificara semejante actitud.
—Sé quién es usted, señor Alfonso. Obviamente, absolutamente todo el mundo en este local sabe quién es usted y le aseguro que tanta curiosidad me provocaría una indigestión.
Tampoco a él le gustaba ser el centro de todas las miradas. Por regla general, cuando comía en algún lugar público, solía hacerlo en un reservado. ¿Qué le hacía pensar que le gustara tanta atención? Lo que estaba claro era que su acompañante tenía una idea preconcebida de sus gustos y preferencias. Y, después de todo, ¿por qué decepcionarla?
Pedro volvió la cabeza hacia un grupo de mujeres. Se rieron como si fueran unas colegialas. Él sonrió abiertamente, invitando al murmullo.
Rafael, un miembro del equipo con el que solía trabajar Pedro, se quedó muy confundido ante aquella actuación de Pedro. Lo conocía desde hacía mucho tiempo y sabía que aquél no era su estilo.
La expresión de sus ojos al volverse a Paula fue absolutamente cínica.
—Le preocupa tremendamente que haya alguien que no se esté fijando en usted — dijo ella.
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