Se llenó de su olor, de su sabor.
—¿Lento y dulce esta vez? —sugirió él.
—Me parece bien. Y fue estupendo.
—Bueno, ¿Qué opinas? —parecía que le importaba realmente su opinión.
—Es preciosa, Pedro.
Estaba claro que aquel hombre adoraba cada centímetro de aquella hermosa embarcación. Sus palabras parecían haberlo relajado. Era como si ella acabara de superar una prueba importante.
—Vamos a adentramos en alta mar con los motores, pero después te voy a enseñar lo que es verdaderamente navegar, la fuerza del viento.
El entusiasmo de Pedro era contagioso, pero no era de extrañar que lo sintiera. No tardó mucho en unirse a ella en cubierta.
—¡Es increíble! —dijo ella con una gran sonrisa en los ojos.
—Es mi hogar —respondió él—. Nada en el mundo me da la misma sensación de libertad.
Su mirada estaba fija en el horizonte lejano. Paula lo observó. Estaba en el lugar al que pertenecía y, por un momento, se sintió ajena a él. Pronto se libró de aquella sensación. No era más que miedo. No quería que nada pudiera estropear un día perfecto. Por primera vez, lo tenía sólo para ella. El trabajo lo absorbía de tal manera que no le permitía disfrutar de él. Se alegraba de que su hermana hubiera rechazado la obligada invitación de Pedro.
Le resultaba duro pensar que para Pedro aquella relación fuera tan importante. Lo veía todos los días en el rodaje, pero su frialdad y necesaria distancia la hacían, a veces, dudar de todo. Cuando la gente especulaba sobre su posible relación con una u otra mujer, Paula se sentía tentada a decir que era ella la que salía con Pedro Alfonso. Siempre le sorprendía aquella necesidad. Tenía que contenerse de verdad para no gritar a los cuatro vientos que lo amaba.
La embarcación cortaba el mar, y las olas, blanqueadas por la espuma, golpeaba el casco. Por primera vez en días, la tensión había desaparecido. Pedro era un marinero excepcional, no era ningún rico jugando en alta mar. El barco era funcional, nada de lujo, sólo lo necesario, aunque puesto con todo detalle. Estaba claro que Pedro Alfonso no era lo que parecía en la superficie.
Paula se ofreció a preparar algo de comer. Pedro se alarmó y ella no pudo por menos que soltar una carcajada.
—Sólo pensaba hacer un poco de ensalada, y cortar unas rodajas de pan. No todos podemos ser grandes cocineros.
—Tienes otros talentos, doctora —le dijo, e hizo un amago de tocarle el trasero.
—¡Eres deleznable! —lo reprendió ella con una sonrisa mientras se alejaba en dirección a la escalera de bajada.
—Por eso te gusto —respondió él.
Paula silbaba alegremente mientras hacía la comida. Las tres últimas semanas habían sido preciosas, a pesar de las dudas y de los cambios de estado de ánimo que eran ajenos a su carácter. Pero, bajo ningún pretexto, habría cambiado aquella situación. Media hora más tarde, Paula apareció con una bandeja.
—¡Estoy impresionado! —dijo él.
Comieron la ensalada, pan tostado y trozos de carne fría.
—¿Quieres más? —Pedro levantó la botella de Chardonnay.
—No. Prefiero mantener la cabeza en su sitio.
—Sí, a mí también me gusta tu cabeza donde está.
Ella sonrió.
—¿Sueles navegar solo? —preguntó ella.
—Hoy no.
—Sabes a lo que me refiero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario