sábado, 20 de agosto de 2016

El Secreto: Capítulo 26

—¡Oh, Pedro! —sin pensar, apoyó la cabeza sobre el pecho de él.

Se agarró con firmeza a la tela de su camisa. De pronto, se dio cuenta de lo que hacía.

—¡No!

El la agarró de los brazos. Su mirada la paralizó. Había hambre, mucha hambre en sus ojos. Lentamente, fue recorriendo su cuerpo, de arriba abajo, con urgente necesidad. Paula no entendía, no comprendía cómo había llegado hasta allí. Sus dedos masculinos se deslizaron lujuriosamente por sus mejillas. Estaba hipnotizada por el azul profundo de su mirada. Lentamente, suavemente, su lengua trazó un surco sobre los labios femeninos. Ella se quedó inmóvil.

—¡No puedo...! —murmuró media frase. Pero la fiereza de aquella mirada la perturbaba. Se sintió avergonzada de lo que su cuerpo le pedía.

Pedro dejó escapar un gemido intenso y atrapó su boca con ansiedad. Pero un beso ya no era suficiente para ninguno de los dos. Los dedos de Pedro manipularon virtuosamente los botones de la camisa de seda y le desabrochó el sujetador. Su boca se deleitó con aquellos pechos cálidos. Paula comenzó a despojarlo de su ropa, le arrancó ferozmente la camisa. Necesitaba sentir al completo el tacto de su cuerpo contra su piel. Lo llenó de besos y hundió los dedos en la espesa mata de pelo negro, húmeda por el sudor del momento. Una serie de pequeños murmullos se escaparon de la boca de Paula. Pero no obtuvo respuesta.

Pedro permanecía en silencio. La tensión que había en su rostro hizo que ella dudara un momento. No había ternura, sólo deseo inmediato, hambriento, vacío de todo lo demás. Pero ambos se necesitaban del mismo modo, con el ansia inflamada del hambre. De repente, cayeron sobre el suelo.

Paula se colocó sobre su cuerpo.

—¿Estás bien? —le preguntó ella, al ver su rostro anguloso como si fuera el de un extraño.

Ella se apartó los mechones de pelo de la cara. Podía ver el pecho de su contrincante, subiendo y bajando bruscamente. Pedro no decía nada, sólo hacía. Agarró los extremos de la blusa desabrochada y los apartó, dejando al descubierto los senos excitados.

—Pronto lo estaré... muy pronto lo estaré...

Eran sus primeras palabras. Paula decidió que debería haber objetado ante aquella afirmación rotunda que no contaba con su beneplácito explícito. Pero no se sentía capaz de negarse a sí misma el placer del abrazo de aquel hombre. Una vez más, atrapó entre los labios la tersura de sus pezones. Sus cuerpos se unieron peligrosamente. Aquel juego empezaba a ser muy peligroso. Pero era imposible detenerlo. Después, después tendría tiempo para reflexionar...

La interrupción fue abrupta, cruel. La luz y el mido invadieron repentinamente la habitación. El cuerpo de Pedro impedía que Paula viera de quién se trataba. Por desgracia, eso no quería decir que a ella no la vieran. Se cerró la camisa.

—No tengo ni idea de dónde se ha metido —era la voz de Diana Hardcastle.

—Me da la impresión de que me han encontrado. Si no les importa... estoy bastante ocupado en este momento.

Cerraron la puerta de golpe.

—¡Dios santo! —Paula se puso tensa, el abandono de su cuerpo se transformó en rigidez. Levantó las manos y se cubrió la cara. Rodó por el suelo y se puso de rodillas.

—¿Qué van a pensar? —preguntó ella.

Pedro levantó una ceja.

—¿De verdad quieres que te responda?

—Supongo que a ti te da absolutamente lo mismo —de pronto, la realidad, cruda, cruel, volvía. Se sentía mal, físicamente mal. La imagen de lo que acababa de suceder era espeluznante. Había perdido el control, se había degradado.

—¿Debería importarme? —se sentó y comenzó a vestirse de modo lánguido y  despectivo—. Estás haciendo una montaña de un grano de arena.

En otras palabras, no significaba nada. Ella trató de no mostrar su dolor y su desconcierto. ¿Por qué darle armas?

—No me gusta ser objeto de chistes crueles —se abrochó la blusa con manos temblorosas. Trataba de contenerse, pero todo su cuerpo se agitaba.

—Diana no se lo va a contar a nadie. Lucas tampoco. Le da igual lo que ocurra detrás de las puertas. ¿O es que es de mí de quien tienes miedo? ¿Piensas que soy de los que se dedican a hacer alarde de sus conquistas cuando está entre amigos?

—Yo no soy una conquista —protesto ella. Los dientes le castañeteaban. ¿Era frío o era miedo? Su piel, que hacía unos instantes parecía estar ardiendo, se había vuelto fría como un témpano.

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