El calor bochornoso de aquel interminable verano estaba a punto de recibir la venturosa visita de un aguacero. Hubo unos rugidos lejanos que anunciaron tormenta y las gotas comenzaron a golpear el suelo. La oscura figura que se sentaba en el interior del anónimo coche negro puso en marcha el limpiaparabrisas y continuó, impertérrita, donde estaba.
Una ambulancia, con sus luces intermitentes encendidas, entró por la puerta de urgencias. Pero los ojos vigilantes no se apartaban de la salida peatonal. Se quitó el sudor y maldijo la falta de aire acondicionado en aquel coche vulgar. Cuando se había quejado a Delfina, ésta se había reído y le había dicho que no le venía mal sufrir un poco de cuando en cuando como el resto de los mortales. Llevaba dos horas sentado frente al edificio y el guarda de seguridad no le quitaba la vista de encima.
Por fin, se abrió la puerta y ella apareció con un vestido de verano, fino, inapropiado para las condiciones meteorológicas. Un fuerte trueno la hizo retroceder un paso, asustada. La miró de arriba abajo, no quería perderse detalle. Al salir a la calle, la lluvia empapó el vestido que se pegaba indiscretamente a sus piernas. Algunos mechones de pelo se escaparon de su sitio. Ella se refugió bajo el tejadillo, dejó la bolsa que llevaba en la mano y se lo echó hacia atrás.
Pedro no era un hombre indeciso, pero en aquel momento dudaba. El conflicto interior se reflejaba en su rostro. Entonces, con un movimiento enérgico, abrió la puerta del coche y se bajó. Tenía todo el derecho del mundo a pedirle explicaciones por su conducta. Si su conducta le hubiera afectado sólo a él, podría haberla perdonado, pero tal como estaban las cosas... Cerró la puerta del coche y miró hacia ella.
Pero ya no estaba sola. Un hombre alto, rubio, vestido con un elegante traje de verano acababa de salir del edificio. Se reía ante los intentos que Paula hacía por atrapar sus mechones con la goma. Su actitud denotaba familiaridad.., intimidad. El hombre agarró la bolsa de Paula y le pasó la mano por los hombros. Juntos corrieron hacia un Mercedes. Pedro se puso tenso. La lluvia le golpeaba la cara. Lentamente, se metió en el coche de nuevo y, sin volver a mirar, arrancó y condujo millas y millas. Por fin, se detuvo en un lugar de descanso. Se dejó caer sobre el volante. Cuando volvió a alzar la cabeza, no quedaban rastros de dolor.
La cocina de la granja estaba inundada por la luz de aquella oscura mañana. Dos pequeñas figuras se abalanzaron sobre su cuñado.
—Bess ha tenido gatitos. ¡Ven a verlos!
—He contado cinco —dijo una voz idéntica a la anterior.
—Vamos, enseñadme dónde está.
—En tu cajón de los calcetines, tío Andrés.
—¿Qué?
—No puedes sacarla de ahí. La tía Paula dice que es tu culpa por habértelo dejado abierto.
—¡Ya!
Paula soltó una carcajada al ver la familiar escena.
—También ha venido la tía Delfina.
Aquella pequeña pieza de información iba dirigida a Paula. Esta se apresuró a entrar en el salón.
—¡Pepi! ¿Cómo es que no me dijiste que venías?
—Ha sido una sorpresa —Delfina sonrió.
Estaba sentada al lado de Macarena, la otra de las tres hermanas. Aquel salón era muy confortable. Las paredes de color albaricoque, la moqueta cálida de color pálido y la chimenea encendida. Para Paula aquella estancia era un lugar de amor y risas.
—De verdad que me parece que es inhumano el montón de horas que tienes que trabajar allí.
—Me gusta mi trabajo y, desde luego, no creo que sea más duro que cuidar de los gemelos.
Paula disfrutaba de su estado de agotamiento. De algún modo, el trabajo que había conseguido al volver a casa, como médico de urgencias en el hospital en que trabajaba Andrés, la había salvado. Se había ido a vivir de nuevo con sus padres y visitaba continuamente a Macarena. Parecía que así no tendría ocasión de sentirse sola. Pero, por desgracia, las cosas no eran tan sencillas.
—¿Dónde está Andrés, Pau? —preguntó Delfina.
—En la lista de prioridades de los gemelos, tú estás después de los nuevos gatitos. ¿Tengo razón, Pau? —preguntó Macarena.
Paula asintió con la cabeza.
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