—Me dijeron que no había sido culpa suya. Un camión se saltó un semáforo... el conductor estaba drogado. Cuando me enteré, casi me volví loco... Demandé a la compañía propietaria del camión, probé que algunos de sus conductores tomaban pastillas para no dormirse y gané el juicio... dos millones de dólares. Pero ningún dinero podría devolvérmelas, o hacerme sentir menos culpable.
De repente, no pudo seguir. Sus ojos se humedecieron y tenía un nudo en la garganta. Paula se acercó a él, lo tomó del brazo y se sentó a su lado en el sofá. Cuando le pasó el brazo por los hombros, él se inclinó hacia adelante, en un vano intento por esconder sus lágrimas.
—No pasa nada, Pedro—dijo ella suavemente—. Puedes llorar. Yo lloré a mares por Facundo. Llora por Vanesa y por Juana, cariño. Llora...
—Dios —gimió él, sin poder controlar la emoción. Sollozaba, apretándose contra Paula como no lo había hecho nunca. Ella también lloró, lloró con él y por él y durante todo el tiempo lo tuvo apretado contra sí.
Fue una experiencia emocional intensa; un desnudarse de todo excepto de lo más elemental. Se abrazaron y lloraron, hasta que no quedaron lágrimas. Y fue así, abrazados, exhaustos emocionalmente como se acercaron uno a otro de la manera más básica que podían hacerlo un hombre y una mujer, besándose al principio, tocándose y finalmente arrancándose la ropa. La pasión y la urgencia los envolvió con asombrosa intensidad.
Pedro la tomó rápidamente, gozando al sentirse dentro de ella, sin protección.
—Pedro —gritó ella, llegando al clímax a la vez, su cuerpo contrayéndose
furiosamente— Oh, Pedro...
Exhausto, él gimió y apoyó su cabeza entre sus pechos. Lo único en lo que podía pensar era en que podían haber concebido un hijo en aquel momento. Pero no le importaba; no tenía miedo en absoluto. De hecho, la idea lo emocionaba. Un hermanito o hermanita para Bauti. Una familia.
Apretó a Paula entre sus brazos y se prometió a sí mismo no soltarla nunca. Desafortunadamente, unos minutos más tarde tuvo que hacerlo porque sonó el timbre.
Se miraron, alarmados.
—¿Estás esperando a alguien? —preguntó Pedro, bajando del sofá y poniéndose los pantalones.
—No —dijo Paula, rescatando sus braguitas de debajo del sofá.
—¿Podría ser Gonza?
—Un viernes por la noche, lo dudo. Siempre trabaja los viernes por la noche.
—Puede ser Mariana —dijo Pedro—. Puede que haya vuelto a casa a buscar algunas cosas y haya decidido pasar a saludar.
—Sí. Puede ser.
El timbre volvió a sonar.
—
¿Quieres que baje a abrir mientras tú te vistes? —preguntó Pedro.
—Sí, gracias.
Gonzalo se estaba impacientando cuando llamó al timbre por segunda vez. Sabía que Paula estaba en casa porque las luces estaban encendidas. ¿Por qué no abría la puerta, entonces? ¿Qué estaría haciendo?, se preguntaba.
Volvió a llamar por tercera vez. Podía oír a alguien acercarse a la puerta. No podía creer lo que había oído en la oficina aquella mañana, pero Marcela no era una mentirosa. Estaba segura de haber visto a Paula con un hombre alto, guapo y moreno en la tienda de juguetes. Le había pedido a Marcela que describiera a aquel tipo con más atención y, aunque parecía imposible, podría ser Pedro.
Gonzalo no había podido concentrarse después de aquello. En cuanto terminó su artículo, lo entregó y puso una excusa para marcharse.
—Un problema familiar —dijo.
Y, desde luego, lo era si Pedro y Paula se habían conocido.
La puerta se abrió y la peor pesadilla de Gonzalo se hizo realidad. Allí estaba Pedro, vestido sólo con unos vaqueros. Después vió a Paula, bajando la escalera, abrochándose la camisa. Cualquiera se habría dado cuenta de lo que había pasado entre ellos.
—Es tu hermano —dijo Pedro burlón—. No saques conclusiones, Gonza—dijo Pedro cuando vió la expresión de Gonzalo —. Esto no es lo que parece.
—¡Maldito seas! —exclamó Gonzalo, empujando a Pedro y haciendo que éste retrocediera.
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