Paula vió, en ese momento, la señal de UCI. El otro médico señaló.
—Sí, es por allí.
—Gracias —respondió ella.
—Déle saludos a Andrés. La familia estará en la sala de espera o con el niño.
¿Qué demonios estaba haciendo?, se preguntaba Paula una y otra vez. Sacó el estetoscopio del bolsillo de la bata y se lo puso. Al menos no la podían arrestar por suplantar a un médico, puesto que era médico de verdad. Se detuvo ante la puerta unos segundos. «Qué voy a decir, qué voy a hacer? Seguramente soy la última persona en el mundo a la que Pedro quiere ver en estos momentos?»
Entró en la sala de espera. No estaba allí. Pero había dos personas, sentadas muy juntas, las manos unidas.
—Perdonen que los moleste —los interrumpió ella.
—¿Es usted médico? —preguntó la mujer—. ¿Cómo está Benja?
Sí, era la madre del niño.
—No trabajo aquí —admitió Paula—. Pero soy amiga de Pedro. He venido a ver si podría ser de ayuda.
—Pepe está sentado junto a Benja.
—Lo siento. Tal vez no debería estar aquí —se dió media vuelta. Pero la otra mujer la detuvo.
—No se vaya. Pepe necesita a alguien aquí. Yo tengo a mi marido. Creo que me habría vuelto loca ya si no lo tuviera a él. No sabíamos que Pepe tuviera a nadie.
—No es... bueno, no somos...
Marina trató de esbozar una sonrisa, aunque la tristeza lo empañaba todo.
—Si está aquí, será por algo.
Paula sintió vértigo, mucho vértigo. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida? ¿Cómo podía haber cometido tamaño error? Pedro no podía ni verla.
—Quizás podría dejarle un mensaje —sugirió. Sí, eso sería lo mejor, lo más razonable—. Aunque no sé dónde voy a quedarme.
Agarró un papel y comenzó a dar la dirección de un hotel que le había sugerido Andrés.
— ¡Ha recobrado la consciencia!
Paula levantó la cabeza al oír la voz de Pedro. Marina se abalanzó sobre él y lo abrazó. Después, se volvió hacia su marido y apoyó la cabeza en su pecho.
—¡Gracias a Dios, gracias a Dios! —decía la mujer.
—Pasen ustedes. Yo esperaré aquí.
La pareja no se lo pensó más.
Pedro los vió desaparecer por el pasillo. Su expresión era de profunda tristeza. Se dejó caer en el sofá sin reparar en Paula. Estaba agotado, saltaba a la vista. Seguramente no había comido en varios días. Lo único que lo mantenía en pie era su preocupación por Ben.
—¡Hola, Pedro! —se sentó junto a él.
Él levantó la cabeza y la miró sin alterarse.
—¿Pauli? Benja se ha despertado.
—¡Es maravilloso, Pepe! —habría deseado abrazarlo, reconfortarlo. Pero no podía hacerlo.
La miró una vez más. Su expresión continuaba impasible.
—¿Qué haces aquí, Pauli?
—He venido a ayudar —tenía miedo por él. Parecía al borde del colapso.
Pedro asintió y se levantó.
—¿A dónde vas? —le preguntó ella.
—Es hora de que me marche.
—¿No vas a volver a ver a Benja?
—Quiere estar con su padre y con su madre. Ni siquiera sabe quién soy.
El dolor era profundo, muy profundo. Paula se sentía incapaz de ayudar. ¿Qué podía hacer cuando era la persona que le había negado toda su comprensión y apoyo?
—¿Dónde estás alojado, Pedro?
—En ningún sitio. Vine aquí directamente desde Hong Kong.
—¿Cuándo fue eso?
—El martes... no, el lunes.
¡El lunes! Eso significaba que llevaba cuatro días, sin contar el vuelo, sin acostarse en una cama.
—¿Has comido?
—He tomado un café.
No era de extrañar que tuviera aquel aspecto demacrado y patético.
—Por favor, espérame aquí. No te vayas a ninguna parte. Tengo que resolver algo.
Se acercó al mostrador de planta y preguntó por el doctor Bohman. No tardó en aparecer.
—Tengo un taxi esperando en la entrada —le dió una tarjeta de seguridad para que pudieran salir por la puerta reservada al personal del hospital—. No habrá nadie allí.
Paula le plantó un beso en la mejilla. El hombre se quedó sorprendido.
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