—¿Y tú eres Gonzalo, supongo? —preguntó Verónica—. Mamá, no me habías dicho que era tan guapo.
Paula y Mariana rieron.
—¿Qué es lo que tiene tanta gracia?
—No soy Gonzalo —dijo Pedro—. Aunque soy un buen amigo suyo. Me llamo Pedro.
Verónica estaba perpleja.
—Pero creí que...
En ese momento, Bauti empezó a hacer peligrosos pucheros.
—Trae, dámelo —insistió Pedro y tomó al niño de sus brazos.
Paula se dió cuenta de que Verónica seguía mirándolos asombrada.
—¿Por qué has creído que Pedro era Gonzalo? —preguntó.
—Bueno, creí que...Bauti se parece un poco a Pedro, especialmente por esos ojos tan negros. Pensé que eran parientes. Mi madre me ha dicho que el único pariente que tienes en Sidney es tu hermano Gonzalo, así que pensé que era lo más lógico.
—Ya veo. Pero, no, Pedro no es ningún pariente.
—Pedro fue el que me rescató ayer, Vero —intervino Mariana—. Y ahora va a rescatar a Paula.
—¿Perdón?
—Me refiero a que Pedro va a ser la niñera de Bautista.
Verónica se quedó desconcertada ante la noticia y Paula comprendió su sorpresa.
Pedro no era una niñera normal, eso desde luego.
—Y como soy una buena niñera cuya prioridad es su niño —dijo Pedro, sosteniendo a Bauti—, creo que el pequeñajo se está cansando. Lo mejor será que nos vayamos, Paula. No olvides que todavía tenemos que ir a comprar.
Paula sospechaba que Bauti no estaba tan cansado como aburrido, pero no lo dijo. Era una buena excusa para marcharse y dejar a Mariana a solas con su hija.
Se despidieron y se dirigieron hacia el ascensor por el pasillo. Paula se dió cuenta de que las enfermeras se daban la vuelta para mirar a Pedro. Un par de ellas cuchichearon al oído. ¿Qué estarían diciendo?, se preguntó. ¿Que aquel hombre tan guapo era su marido? Ojala, se encontró a sí misma pensando.
Volvió a pensar lo mismo cuando los tres entraron en el supermercado. Bauti, sentado en el carrito de la compra, Pedro empujando mientras Paula elegía los productos dirigida por su nueva niñera–cocinera. Varias mujeres hicieron comentarios sobre Bauti y las más jóvenes miraban descaradamente a Pedro
—Todo el mundo cree que eres mi marido —dijo Paula, cuando volvían a casa.
—No creo. Pensarán que soy tu pareja, porque no llevas anillo.
—Esa palabra no significa mucho.
—Pues tu amante, entonces.
—Mucho mejor.
—Completamente de acuerdo —dijo él, sonriendo.
—No te hinches como un pavo.
—Esa es una expresión muy provocativa —dijo él con un brillo igual de provocativo en los ojos.
—La verdad es que eres un perverso —dijo ella, sonriendo.
Por alguna razón, su comentario no le hizo gracia porque de repente se puso serio.
—Puedo asegurarte que no lo soy —dijo—. Creo que tendré que hacerte cambiar de opinión sobre mi personalidad.
—No seas bobo, Pedro. Era una broma. Si creyera que eras un perverso, no te dejaría cuidar de mi hijo. Pero tendrás que reconocer que eres bastante ligero con las mujeres.
—¿Ligero?
—Ves el sexo como un acto estrictamente físico, en el que se busca sólo por placer. No tienes que sentirte enamorado para acostarte con una mujer. Y cambias de pareja con tranquilidad.
—En ese caso, tú también eres ligera —señaló él—. ¿O me quieres decir que sentías algo por mí antes de anoche?
—Touché —murmuró ella.
Ella se lo había buscado. Realmente, no había sentido nada por Pedro antes de acostarse con él. Pero algo había ocurrido durante aquella noche. Al día siguiente había visto otros aspectos del hombre y aún le había gustado más. De hecho, estaba enamorándose de él; lo más estúpido que había hecho en su vida. Más estúpido que tener un hijo por inseminación artificial de un extraño.
—No seas dura contigo misma, Paula —dijo Pedro—. Las mujeres se dicen eso a sí mismas todo el tiempo, que necesitan estar enamoradas para disfrutar de hacer el amor. Pero no es verdad. Una mujer puede sentir deseo tanto como un hombre. Quizá no tan a menudo o no tan indiscriminadamente, pero las mismas hormonas primitivas tiene una mujer que un hombre. A tu edad, estás en la cumbre de tu sexualidad y nadie te va a condenar por necesitar ocasionalmente un hombre. Si ese hombre soy yo en este momento, me siento a la vez privilegiado y adulado. Eres una mujer preciosa y me gustas muchísimo. Espero que yo también te guste, porque si te fueras a la cama con un hombre que no te gustara, no lo entendería.
—Pero sí me gustas. Yo...
—Pues entonces deja de criticarte a tí misma. Relájate y disfruta nuestra relación en lo que vale.
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