martes, 30 de agosto de 2016

El Secreto: Epílogo

Paula observó al muchacho y al hombre que emergían del agua. Los dos sacudieron la cabeza del mismo modo para quitarse el agua. El niño era alto, delgado, con unos ojos azules y penetrantes. Se quitó las aletas y la máscara de buceo.

—¡Es fantástico! —le dijo a Paula—. ¿Por qué no lo intentas? Es un buen profesor.

—Un poco mandón —lo criticó ella.

Paula sabía lo importante que era para Pedro pasar aquellos momentos junto a su hijo y respetaba al máximo su tiempo. No quería estar en medio, sino potenciar que padre e hijo llegaran a conocerse.

—¡Te he oído, señora Alfonso! —con una cálida sonrisa se inclinó sobre ella y la besó.

—Para eso lo he dicho —respondió ella—. Benja, sécate que puedes enfriarte.

—Sí, doctora.

—¿Quién era mandón? —dijo Pedro con sorna.

Ella ya se había puesto sobre el bikini una camisa amplia. Pedro se había secado y se había puesto la toalla a la cintura. Paula lo miró de arriba abajo y sintió el impulso de tocarlo. Se contuvo e, inmediatamente después, se dio cuenta de que tenía todo el derecho del mundo a hacerlo. Agarró la crema solar y la extendió sobre su mano. Lentamente, la extendió sobre su torso. El anillo de oro brillaba sobre su dedo.

—Ronronearía si pudiera.

—Puedes —le dijo él con una gran sonrisa. Paula le lanzó una mirada de advertencia, refiriéndose a que Benja estaba allí.

—Si se van a poner melosos, yo me largo. Me voy a servir un gigantesco helado de piña con sirope de chocolate. ¿Alguien quiere?

—¡No! —dijeron los dos adultos al unísono. Benja desapareció por la puerta.

—A veces creo que este chico tiene trece años para cumplir treinta.

—¡No sé dónde puede meter tantísima comida! Si yo comiera así, me pondría del tamaño de una casa —dijo ella.

—¡Una casa muy sexy! —le aseguró Pedro.

—No me adules —bromeó ella y se tumbó sobre la arena.

Pedro posó la mano sobre su vientre.

—Me resulta difícil imaginar que lo que está ahí dentro vaya a llegar a tener el tamaño de el que se ha metido en la casa.

—A mí incluso me resulta difícil creer que está ahí.

—Lo viste en la ecografía. Ella sonrió.

—Sí. Fue uno de los momentos más emocionantes de mi vida.

—¿Crees que tus padres sospechan que por eso nos vamos a casar tan pronto?

—No lo sé. Pero pueden imaginarse todo tipo de cosas de un hombre que se lleva a su hijo a la luna de miel, y más aún si ésta antecede a la boda..

— ¡Esta no es la verdadera luna de miel! —sonrió complacido—. Ya te haré yo saber lo que es una luna de miel.

—¿Es eso una promesa?

Un beso confirmó que lo era.

Habían pasado unos días de tensión con la operación de riñón. Por suerte todo había ido bien. Pero tanto el padre como el hijo estaban aún convalecientes.

Los Tenant habían permitido que Benja se fuera con ellos de vacaciones al Caribe y eso era un signo de que la relación estaba cambiando. Marina parecía sentirse menos amenazada por la presencia de Pedro en la vida de su hijo.

Padre e hijo estaban cada vez más unidos.

—¡Te estás ruborizando! —exclamó Pedro.

—¡Mentira!

—¡Verdad! —comenzó a hacerle cosquillas. Ella no podía parar de reír—. No voy a dejarte hasta que no me digas qué te ha hecho ponerte como un tomate.

—Está bien, está bien, para ya... —casi sin respiración, capituló—. Estaba pensando en lo de anoche.

—¡No sabía que tuvieras una vena tan creativa! No es fácil que me sorprendan, pero tú...

—¡Maldito demonio, Pedro Alfonso! —se puso sobre él.

—¡Calma! Que soy un hombre débil.

—Eres un hombre pecador.

—¿Y te preocupa?

No le preocupaba en absoluto. Era feliz.


FIN

El Secreto: Capítulo 44

—¡Preferirías que te pidiera en matrimonio sin emoción!

—¡Eso es lo que has hecho!

—¡Por favor, Paula! Sabes perfectamente que te amo.

Ella se quedó boquiabierta.

—¿Que yo sé qué? —no podía creerse lo que acababa de escuchar.

Pedro la miró incrédulo.

— ¡Claro que te quiero! Ya te lo había dicho.

—Sí, pero eso fue antes de que yo te acusara tan injustamente. Después de aquello, actuabas como si realmente me odiaras —protestó ella. ¿Estaba soñando? ¿De verdad aquello estaba sucediendo?

—Yo también pensé que te odiaba o, al menos, lo intentaba. Pero después de todas aquellas semanas de purgatorio, llegué a la conclusión de que te amaba y de que era algo que no tenía remedio. ¿Crees que voy a admitir ahora que me digas que no, sólo porque has sacado un montón de conclusiones erróneas? ¿Por qué piensas que me quiero casar contigo por el bebé? Lo único que he hecho es poner las cosas en su sitio y sacar una conclusión. Dos y dos suelen ser cuatro.

Pedro la quería, la quería. Jamás volvería a ser cínica cuando le hablaran de un final feliz.

—Te voy a comprar una calculadora emocional para que no vuelvas a cometer este tipo de errores. Yo también pensé que me odiabas. Hasta que te presentaste aquí. Pensé que tal vez lo habías hecho sólo por amistad. Pero lo de anoche me dijo que no. No era sólo amistad lo que te movía —Pedro se rió y ella se ruborizó—. ¡Fue salvaje! ¿Verdad?

—¡Pepe! —lo miró y se lanzó a sus brazos—. ¡Pepe!

—¡Que la bese! —era, de nuevo, una voz desconocida, a la que acompañó un multitudinario grito de aprobación.

—¡Sí, que la bese, que la bese!

Pedro ni siquiera se volvió. Pero no iba a decepcionar a su público. La agarró en sus brazos y la besó tiernamente.

Paula  respiró profundamente cuando el beso terminó.

—¡Qué romántico! ¿Quieres palomitas? —los ojos de la multitud ya estaban empañados por la emoción.

Paula se puso de puntillas y miró por encima del hombro de Pedro.

—¡Pepe!

—¿Sí?

—Hay gente... mucha gente mirándonos —eran, por lo menos, veinte personas de todas las edades.

—Lo sé.

—¿Que lo sabes? ¡Eres un exhibicionista! —lo acusó—. ¿Cómo puedes compartir un momento tan íntimo como este con tanta gente?

Sus palabras se perdieron en el beso apasionado que él posó sobre sus labios.

—¡Eso es lo que yo llamo un beso! —dijo una voz femenina.

Pedro, por fin, decidió ponerse en marcha. Guió a Paula por entre la gente mientras un gran aplauso los acompañaba. Cuando ya se habían alejado lo suficiente, Paula se puso a protestar.

—¿Qué puedo decirte? Soy un actor —se rió él con sorna—. Ahora sí creo que deberíamos ir a un lugar más íntimo para poder continuar con lo que procede.

—¡Vaya, es un alivio! —murmuró ella entre risas—. Tal vez te parezca atrevida, pero tenemos una maravillosa habitación de hotel...

—¡Me encanta tu atrevimiento!

—Es fácil decir, «vamos a casarnos» —le decía Paula algo más tarde, sentada al borde de la cama.

—¡Será fácil para tí! Para mí ha sido realmente complicado, y más aún con el cálido recibimiento que ha tenido la propuesta.

—Lo que quiero decir es que es una idea encantadora, pero deberías ser práctico y pensar...

Pedro suspiró.

—Un alma sensible acabaría desolada por tu falta de entusiasmo.

—¿Cómo puedes decir eso? Me he mostrado realmente entusiasmada en el taxi — ella se ruborizó al sentir su mirada.

—Pensé que era más inteligente por mi parte distraerte antes de que empezaras a utilizar tu lógica —se lanzó a la cama de nuevo y la agarró—.¡Te quiero!

—Todavía no puedo creerme que esto esté sucediendo.

Paula  agarró su cara entre las manos y los labios de él atraparon uno de sus dedos. Luego deslizó la boca por la palma de su mano. Ella cerró los y sintió un suave cosquilleo en el estómago.

—¡No puedo pensar cuando me haces eso!

—Precisamente lo que quiero —le aseguró él—. Sé que quieres discutir sobre la incompatibilidad de nuestras carreras y bla, bla, bla, bla... Ya tendremos tiempo. Lo vamos a solucionar, así que no hay de qué preocuparse. Me quieres, ¿verdad?

—¿Necesitas que te lo diga?

—A cada segundo.

—Te quiero, Pedro Alfonso, y será para siempre —declaró solemnemente.

-Cuando fui Inglaterra, lo hice con la firme intención de verte sufrir. Estaba furioso porque pensaba que me la habías jugado con la prensa. Me fui hasta el hospital. Y cuando te ví aparecer, toda mi determinación se esfumó. Por cierto, la falda que llevabas se trasparentaba a contraluz —ella le dió una torta cariñosa—. Después apareció él y te puso la mano sobre el hombro.

—Era Andrés, mi cuñado.

—Pero entonces yo no lo sabía. Quería matarlo por haberte puesto la mano encima.

—En mi familia somos muy toquetones. Nos gusta tocarnos —lo volvió a acariciar para probarlo—. Fue Andrés el que lo arregló todo para que pudiera venir aquí.

—Pero eres mía —respondió él fervientemente—. Hablando de familias, hay algo que tengo que hacer.

—Lo sé y estoy contigo —dijo Paula y se besaron—. Si te perdiera, me moriría.

—¡No me vas a perder! —respondió Pedro—. Te lo prometo.

—Te creo. Confío en tí —ella sabía que Pedro entendía el significado de aquella afirmación.

—Lo sé —respondió él.

El Secreto: Capítulo 43

Paula lloraba desconsoladamente.

—¡Vamos, vamos! Tranquilízate. Llora si quieres, pero no tienes motivos —le dijo suavemente—. A una persona se la juzga por sus actos, no por sus pensamientos ni por sus miedos. ¡Estaríamos todos en la cárcel si así fuera! Tú reacción fue perfectamente normal. Si el bebé hubiera sobrevivido, lo habrías adorado.

—De algún modo, lo sé —respondió Paula. Restregó la cara contra la suave tela de su camisa. Por mucho que supiera que aquello era irracional, no podía dejar de sentir lo que sentía—. Me lo he dicho a mí misma cientos de veces. Sé que en el fondo deseaba ese bebé. Pero... ¡Dios mío, te he empapado la camisa!

Levantó la cabeza y trató de limpiar la mancha que había formado sobre la camisa.

—Realmente quería ese bebé, Pepe.

—Habrá muchos otros bebés —con ternura le acarició el pelo.

La comprendía, no la condenaba. ¿Por qué siempre tendía a pensar lo peor de él?

—¡No! —de pronto, se apartó de él con vehemencia. ¡Estaba actuando como una estúpida! Sólo porque un hombre era cariñoso y sensible con ella, no significaba que la amara. Sólo la quería porque podría ser la madre de su hijo. Todo su ser se reveló contra la idea.

Pedro se alejó de ella.

—¿Qué demonios pasa ahora?

—No voy a casarme contígo.

—Dijiste que me querías.

—¿Y me lo tienes que restregar por la cara? —se secó con furia las lágrimas.

—Pauli, no puedes decirme que no me quieres lo suficiente para casarte conmigo. Lo dejaste todo y te metiste en un avión para venir hasta aquí. ¡Ni siquiera sabías qué recibimiento te iba a dar! ¿Es lo del matrimonio lo que te asusta? ¿Preferirías que viviéramos juntos una temporada?

¿Qué le ocurría? ¿Estaba siendo deliberadamente obtuso?

—¿Qué vas a hacer, Pepe? —le preguntó con amargura—. ¿Cancelarás la ceremonia si no estoy embarazada?

—¿Qué tiene que ver el embarazo o no embarazo con todo esto? —su gesto de incomprensión era genuino.

—¡Todo!

Pedro  se quedó anonadado. No entendía absolutamente nada.

—¡Explícate!

—¡Está claro! Es perfectamente comprensible que no quieras que se repita la misma situación que con Benja —dijo en un tono de voz que hacía parecer su discurso completamente razonable—. Pero no tienes que preocuparte. Jamás trataré de impedirte que veas a tu hijo. Si te paras un momento a considerar lo que está ocurriendo calmadamente, te darás cuenta de que no es una buena base para el matrimonio...

—¡Calmadamente! —la interrumpió él, completamente desconcertado—. De verdad que siento ganas de estrangularte.

Pedro se aproximó a ella a grandes zancadas.

—¿Está bien, señora? —preguntó una voz desconocida.

—¿La está molestando este tipo?

Paula  recordó todas las charlas que sus amigos y parientes le habían dado antes de ir a los Estados Unidos. Según su versión de la vida allí, podría ser asesinada a plena luz del día sin que ningún viandante se inmutara. Aquella acción desmintió el falso mito.

Los dos caballeros que habían acudido en su ayuda no llevaban armadura, sino vaqueros y gorras de béisbol.

—Está perfectamente —dijo Pedro.

—¿Quién te ha preguntado a tí? —lo desafió uno de los muchachos.

—¡Estoy bien! —intercedió Paula—. No se preocupen.

Los chicos parecieron aliviados por la respuesta de la dama en peligro. Pero, a pesar de todo, no parecían del todo convencidos.

—Podemos llamar a la policía —insistió uno de ellos.

—No hace falta, de verdad.

Se alejaron, pero sin dejar de mirar desconfiadamente.

—Ese tipo se parecía a Pedro Alfonso—dijo uno de ellos.

—¡No, Pedro Alfonso es muy bajito en la vida real! Lo leí en una revista —dijo el otro—. Además, va con guardaespaldas a todas partes.

—Y probablemente también con su peluquero... —los dos soltaron una sonora carcajada y desaparecieron.

Paula se sintió reconfortada por la intervención de los dos jóvenes.

—Este tipo de cosas me hacen recobrar la fe en la naturaleza humana.

—¡Sí, claro!

—No hace falta que te pongas sarcástico, Pepe.

—Tampoco hace falta que cambies de tema.

—No hay más que hablar.

—Eso será lo que tú piensas.

—Escucha, ha sido un día muy estresante para tí—le dijo Paula suavemente—. No estás en el mejor momento para tomar decisiones tan importantes. Te ha afectado mucho emocionalmente lo de Benja y...

El Secreto: Capítulo 42

Por suerte, estaba ya sentada. Durante un breve y glorioso momento pensó que quería decir que la amaba. Pero pronto recapacitó y re interpretó lo que estaba sucediendo.

Podría estar embarazada y eso era lo que empujaba a Pedro a querer casarse con ella. Ya había perdido a un hijo y no estaba dispuesto a perder otro.

—¡No! —exclamó ella.

—Estoy impresionado por la capacidad de reprimir tus expresiones de satisfacción —pagó al taxista y bajaron del vehículo.

Aquello iba a ser realmente doloroso. Estaba a punto de rechazar la propuesta que más ansiaba aceptar. Pero no quería casarse con Pedro sólo por el bien del bebé. Si no podía tener su amor, no quería nada. Caminaron en silencio unos minutos.

Una muchacha que pasaba haciendo footing, reconoció a Pedro y le pidió un autógrafo. Él le firmó la mano.

—No me volveré a lavar la mano jamás.

La muchacha se marchó corriendo.

Aquella escena le hizo recordar que ella había estado tentada de no ducharse aquella mañana sólo para poder conservar sobre la piel el aroma del hombre al que amaba.

—Las posibilidades de que esté embarazada son muy remotas... —sin querer, Paula dejó que su pensamiento aflorara. Agarró una pequeña hoja del suelo y comenzó a acariciarla.

—Te ha ocurrido antes, ¿verdad? ¿Tuviste el niño?

Ella levantó la cabeza de repente.

—¿Quieres que te lo cuente?

—Me pareció antes que tú querías contármelo. ¿Qué pasa, Pauli? ¿No confías en mí?

—No hay mucho que contar —empezó a decir—. Es una de esas historias sórdidas que suceden a menudo. A los dieciocho años empecé en la universidad. Él era mi tutor personal. Se podría decir que se aprovechó descaradamente. Le resultaba difícil entender por qué se había sentido atraída por él. En aquel momento, le había parecido sofisticado e interesante. Descubrí que estaba casado en el momento en que le dije que estaba embarazada. Ya tenía niños —tragó saliva—. Se puso furioso. Me preguntó si podía probar que era suyo.

Pedro apretó los labios y cerró el puño.

—¿Qué pasó con el niño?

Era difícil mantener la vista firme en aquella mirada. Tragó saliva con dificultad.

—¿Abortaste?

—¡No! —negó ella con firmeza—. Eso era lo que Facundo quería. Incluso se ofreció a darme el dinero. No, pero perdí el bebé muy pronto. ¡Todo ocurrió tan rápido! Mi padre y mi madre no llegaron a enterarse nunca de lo sucedido. Maca estaba entonces en Londres, con una compañía de danza. Fue ella quien me cuidó y, después, vino Delfi.

—¿Y tú pensaste que yo era como ese bastardo? —su voz era tensa.

Ella sabía que aquello debía representar para él un insulto enorme.

—Tienes que entenderlo, Sam, por favor. No he sido capaz de confiar en mi criterio desde entonces —Paula estaba temblando—. Al no negar las acusaciones de Candela, sentí que me estaba volviendo a ocurrir lo mismo que años atrás. Lo que te dije fue todo lo que tendría que haberle dicho a Facundo. En aquella ocasión, me quedé en silencio, de pie, incapaz de hacer o decir nada, paralizada. Me había asustado tanto al enterarme de lo del bebé... estaba ansiosa de llegar juntó a Paul para contárselo. Y no dejaba de decirme a mí mismo que Facundo haría lo que debía.

Pedro agitó la cabeza.
—¡De verdad que pensaba que lo haría! —insistió Paula. Bajó la cabeza—. Lo siento, Pedro. Te utilicé para purgar mis demonios. No te merecías lo que te hice.

—Soy fuerte.

Efectivamente, lo era. Pero en sus ojos había una sombra de rabia contenida.

—¿Ha habido muchos otros hombres desde entonces... antes que yo?

Antes de que él volviera la cabeza, ella pudo ver la expresión agónica de su rostro.

—No es tan difícil sustituir el trabajo por...

Su rostro mostraba el dolor del desamor, la soledad y el vacío.

—Paula, fuiste seducida por un bastardo, abusó de tí—dijo él—. ¿De qué te avergüenzas? ¿Por qué te sientes tan culpable?

Paula se dió la vuelta y apoyó la cara sobre el tronco de un árbol. Pedro la agarró por los hombros y le dió la vuelta. Una mano firme sobre su mandíbula le impedía girar la cara.

—Perdí al bebé y fue culpa mía. No lo quería. Tenía miedo de que me recordara a Facundo. Y lo odiaba tanto... De algún modo, quería perderlo. Fue culpa mía, fue culpa mía —las palabras salían de su boca como expulsadas por una endemoniada.

Se cayó y esperó a que el desprecio de Pedro se revolviera contra ella. Sabía que nadie podría quererla después de una historia como aquélla. Sin embargo, sintió que los grandes brazos de Pedro Alfonso la rodeaban y la invitaban a apoyar la cabeza en su pecho.

El Secreto: Capítulo 41

Sus dedos se enlazaron y, juntos, entraron en la impersonal atmósfera de la unidad de cuidados intensivos.

No se había esperado lo que se encontró. Era como una copia en miniatura del hombre al que amaba.

—Se cansa enseguida, señor Alfonso —la enfermera parecía sacada de una telenovela.

—De acuerdo —dijo él.

Paula podía notar la tensión de Pedro. Pero muy pronto el actor que había en él comenzó a interpretar su papel. Podía ser que tuviera las manos húmedas y el corazón en un puño, pero nadie lo habría notado.

—Así es que tú eres mi padre —su voz contenía toda la precaución de quien teme un desengaño—. ¿Cómo tengo que llamarte?

Había cierto reto en su voz.

—Llámame Pedro.

—¿Es tu mujer?

—El paciente necesita descansar.

Pedro miró la pequeña y pálida mano de Benja, que se extendía en espera de ser estrechada. La suya, grande y varonil, atrapó gentilmente la de su hijo. Se dieron la mano como adultos que cierran un negocio.

—Puedes venir a verme otro día, si quieres.

—Me encantará hacerlo —le aseguró Pedro.

Una vez fuera de la sala, Pedro levantó la mano y la miró incrédulo.

—Mira. Estoy temblando —se rió—. Ponme en una habitación llena de críticos dispuestos a masacrar mi última película y me verás impasible. Sin embargo, estaba horrorizado de decir lo que no debía.

A Paula le cautivó su candor.

—Pero no has dicho nada inconveniente —le aseguró. ¿Cómo había podido pensar que aquel hombre podía tener ninguna traza de falsedad?

Se miraron y Paula sintió deseos de tomar su rostro entre las manos y de besarlo hasta la saciedad.

—Es un comienzo, ¿verdad?

—Sí, Pedro, un buen comienzo.

—Le has gustado.

—También él me ha gustado a mí —le dijo. ¿Cómo podía no gustarle alguien que le recordaba tanto a Pedro?

—Por cierto, nuestra conversación empezaba a ponerse interesante cuando nos han interrumpido.

Paula respiró profundamente. Se había estado preguntando cuándo volverían a retomar el tema.

—No creo que tenga mucho sentido hablar de ello.

—¿No? Pues yo sí lo creo —la agarró del brazo—. Pero no aquí. No me gustan los hospitales. Comencé a odiarlos cuando mi padre murió. Quiero sentir el cielo sobre mi cabeza.

—Me parece estupendo. Pero, ¿me tienes que arrastrar como si fuera un saco de patatas?

«Dios sabe lo que está pensando la gente en este momento», sonrió avergonzada a un grupo de enfermeras que se habían quedado embobadas con pedro.

—Pedro, realmente me parece mal que te comportes como un hombre de Neandertal.

—La regresión es una experiencia liberadora.

—Seguro que los ladrones de banco piensan igual.

—No tengo intención de robar ningún banco.

Eso era ciertamente reconfortante, pero no lo suficiente. Seguía sin saber qué intención tenía.

—¡Por ahí no, Pedro! ¡Está toda la prensa!

Cinco minutos después, con el cuerpo destrozado por los empujones, se vio sentada en un taxi.

—¡Lo has hecho a propósito! —le acusó—. Podrías haberlos evitado. ¿Estabas intentando castigarme?

—No empieces otra vez —respondió él, con cierto enfado—. Es como caerse de un caballo. Uno debe volver a levantarse tan rápidamente como pueda y cabalgar lo antes posible. No creas que eres la única. Soportar a la prensa no es fácil para nadie. Pero uno llega a acostumbrarse.

—Yo no tengo por qué acostumbrarme. Los médicos como yo no suelen ser objeto de atención, a menos que maten a algún paciente.

—Pero sí estarán interesados en mi esposa.

viernes, 26 de agosto de 2016

El secreto: Capítulo 40

—No, puesto que no has confiado en mí. Lo único que me podía permitir eran vagas sospechas.

—Tampoco tú confiaste en mí. No me contaste lo de Benja.

—Lo habría hecho si me hubieras dado una oportunidad —le recordó.

—Había razones por las cuales... —ya no podía más. Se cubrió la cara con las manos—. Da lo mismo. Ya es demasiado tarde. Nunca me perdonarás.

—Me has perdonado tú por haber desconfiado, por haber pensado que le habías dado la información a la prensa?

—Ya sabes que no fui yo —ella sonrió aliviada—. Me alegro.

—Había sido Candela. Está loca, de verdad. Creo que fui un estúpido al darle ese trabajo.

—Es una pena que nadie me advirtiera sobre ella.

Pedro asintió.

—Su marido es un buen tipo. He trabajado con él varias veces. Hace algún tiempo, ella tuvo problemas con la droga y él la ayudó a salir. Tomás me pidió que la atendieramientras él estaba de viaje. Como un tonto dije que sí. Un día, apareció en mi casa contándome una historia de que un hombre la acosaba. Si hubiera sabido entonces que le gustaba inventarse historias de ese tipo, no habría tratado de hacer de buen samaritano. La dejé quedarse en casa un par de días, hasta que su marido regresó. Pero en ese tiempo, la pillé, una noche, urgando en mi escritorio. Había encontrado las cartas de Marina y conocía ya toda la historia. Me juró que nunca se lo contaría a nadie. No volví a pensar en ella. Por suerte, Tomás me creyó cuando le juré que no me había acostado con ella.

—¿Le contó eso a su marido?

—¿Ahora te sorprendes de su capacidad de mentir?

Había creído a Candela antes que al hombre del que estaba enamorada. Pedro le había demostrado ser una persona cabal, con altos principios y responsable. Otra cosa eran las circunstancias que le hubiera tocado vivir.

—Por suerte, no era el único que estaba en la casa y eso ayudó a confirmar mi historia —continuó Pedro—. Además, generalmente, y con la sola excepción de quien me escucha ahora, todos suelen encontrar mi sinceridad irresistible. Fue, precisamente, Tomás el que me pidió que considerara a su mujer para el puesto de maquilladora. Me dijo que la terapia acababa de terminar y que estaba completamente rehabilitada. Cuando encontró el cheque que le había dado la revista por vender la exclusiva, me llamó de inmediato. Me pidió un millón de disculpas. El pobre hombre estaba desolado. A pesar de todo, sigue al lado de ella.

—¿Por qué?

—Porque la ama.

La intensidad de su mirada hizo que se estremeciera.

—Por suerte, pude jugársela al maldito reportero que pensaba hacerse de oro a costa mía.

—¿Cómo impediste que publicaran el artículo?

—Llamé a Marina y le aconsejé que le diera la historia a una revista de categoría.

Así podría controlar lo que se publicaba. La prensa amarilla es especialista en retorcer la verdad. Marina no estaba muy convencida al principio, pero al final se dió cuenta de que era lo mejor. Si me hubiera dado cuenta antes de qué tipo de persona era Candela, nada de esto habría sucedido.

—Está obsesionada contigo —le dijo Paula—. Va por ahí diciéndole a todo el mundo que es tu amante...

Hubo un silencio.

—Pauli, tú me has perdonado. ¿Es que me tienes en tan baja estima, que no me consideras capaz de perdonar? ¿O es, simplemente, que quieres castigarte a tí misma?

—Soy muy buena en eso —reconoció Paula.

¿Es que en el fondo pensaba que no tenía derecho a ser feliz?

—Pedro —la voz de Marina los sobresaltó.

Estaba en la sala, junto a su marido.

—¿Ocurre algo? —Pedro se alarmó. Se quedó pálido.

—No, tranquilo —dijo Mauricio—. Benja quiere verte.

Pedro miró a Marina y ella asintió. Su rostro continuaba perturbado por la duda.

—No quiero entrometerme en su vida.

Pedro podía controlar sus emociones hasta un punto. Pero el hecho de necesitar una invitación para entrar a ver a su propio hijo lo había removido por dentro. Pedro había hecho lo mejor para su hijo y, a pesar de no exteriorizarlo, le dolía la injusticia que se había cometido con él.

—Le hemos dicho que eres su padre natural, Pepe —Marina se aproximó—. Le hemos contado todo, que me ayudaste a sacarlo a adelante, que has estado siempre ahí, aunque fuera en la sombra. Quiere conocerte.

Sus manos se juntaron.

—No deberías haberlo hecho. Lo único que lograremos es confundirlo aún más.

Mauricio se rió.

—¡No conoces a Benja!

—No, claro que no.

Hubo un silencio tenso que rompió Marina.

—Es un gran muchacho, un verdadero luchador.

-Sólo quiero que sepas que no le hemos contado lo de los riñones. No querríamos hacerlo hasta que sepamos los resultados de las pruebas.

Pedro asintió.

—¿Están seguros de que quieren esto? —dentro de él un pensamiento injusto le decía que aquello era una especie de recompensa por haberse ofrecido a donar su riñón. Pero no podrían echar marcha atrás ya.

—Sí, muy seguros.

—¿Pauli?

Paula miró la mano extendida hacia ella.

«Me quiere junto a él», pensó. Se sintió satisfecha, muy satisfecha.

El Secreto: Capítulo 39

—Eso es lo único que importa ahora. ¿Sabes el alivio que supone saber que se puede hacer algo para salvar la vida de un hijo? Durante todos estos días me quedaba sentado, observándolo y me preguntaba porqué le había ocurrido a él, tan joven, tan lleno de vida. ¿Por qué no me había ocurrido a mí?

—Lo entiendo, Pedro. Yo sólo hacía de abogado del diablo. Los médicos de aquí te contarán lo mismo que yo. Sólo quería que estuvieras prevenido.

En ese instante, entró el doctor Bohman.

—Doctora Chaves... me alegro de encontrarla aquí.

—Pedro, éste es el doctor Bohman.

—Encantado de conocerlo, señor Alfonso—Francisco Bohman estrechó su mano—. Siento mucho lo que le ha sucedido a su hijo. Paula, me gustaría que le pasara esto a su cuñado. Es la copia de la foto que nos hicieron el año pasado en Ginebra.

—Por supuesto —ella sonrió y el médico se marchó.

Pedro miró por encima del hombro.

Había una fila de hombres con un vaso en la mano.

—¿Ese es tu cuñado?

—Sí.

—Es un tipo muy atractivo.

—Eso es lo que piensa Maca.

—¿No es tu amante?

—¡Claro que no!

—Las cosas no son lo que parecen, ¿Verdad Pauli? —se quedó en silencio unos segundos—. No has venido a ninguna reunión con el doctor Bohman.

—No —respondió ella sin más.

—¿Para qué viniste entonces?

A pesar del aire acondicionado, Paula estaba sudando.

—Ví los periódicos y ... pensé...

—¿Qué pensaste?

—Pensé que tal vez te podía ser útil.

—Así es que tomaste el primer avión a los Estados Unidos. ¿No es un poco excesivo para alguien que sólo quiere echar una mano?

—Vine porque tenía que venir. Vine porque te quiero —confesó ella—. ¿Satisfecho?

Las lágrimas comenzaron a deslizarse por sus mejillas.

-No, no estoy satisfecho.

—¿Qué quieres, sangre?

—Sólo un poco, pero si es un mal momento, puedo venir más tarde.

Ninguno de los dos había visto al médico que llevaba un rato en la sala. El gesto de confusión en el rostro de Pedro hizo que el joven doctor tosiera.

—No, no, puede hacerlo ahora —respondió Pedro.

Paula se mordió el labio para evitar dar rienda suelta a la risa. En esas circunstancias, no le parecía apropiado reír.

—¿Sabe cuál es su grupo sanguíneo?

—AB negativo. ¿Es bueno o malo?

—Bastante raro. Pero, por suerte, es el mismo de Pedro—el médico preparó la jeringuilla—. Súbase la manga.

Así lo hizo y le tomó una muestra de sangre. Después, se marchó.

Pedro miró a Paula.

—Así es que me amas —dijo él en un tono intrascendente.

Paula  lo miró desconcertada.

—No es ninguna broma.

—Mejor que no lo sea.

Era una afirmación ambigua que no sabía exactamente cómo tomarse.

—No te preocupes por lo que ocurrió anoche. No voy a interpretar nada más allá de lo que fue. Sé que las circunstancias eran excepcionales —sabía que su pasión había sido fruto de su necesidad de liberar la carga que llevaba.

—¿Te sentiste como el pasivo receptáculo de mis frustraciones? Es curioso. A mí no me dio en absoluto esa impresión. Por cierto, la última vez que hice el amor sin protección concebí un bebé.

—Yo también —confesó ella sin pensárselo. De pronto, sintió que las rodillas le flaqueaban  y se dejó caer sobre una silla.

—Algo así sospechaba.

Paula lo miraba con horror. Las palabras se habían escapado de su boca. No quería hacerle partícipe de aquel horror. De pronto, se dió cuenta. ¿Cómo no se le había ocurrido pensar en las consecuencias de sus actos aquella mañana?

La verdad era que en el momento en que las manos de Pedro se habían posado sobre ella, se había olvidado absolutamente de todo.

—Pero no sabes lo que ocurrió.

El Secreto: Capítulo 38

—No sería adecuado.

—Bueno, considéralo un préstamo —replicó él, impaciente.

Estaba claro que él tenía cosas mucho más importantes de las que preocuparse.

—De acuerdo.

Paula consiguió que Pedro tomara algo de desayunar antes de salir hacia el hospital.

Marina no se sorprendió al verlos aparecer juntos.

En la sala de espera, fueron atendidos por el médico. La lista de heridas que fue describiendo y el estado del enfermo indicaban que había superado la crisis y que la vida del chico ya no estaba en peligro. No había habido daño irreversible en el cerebro, pero....

—¿Qué es lo que quiere decir todo eso exactamente? —dijo Pedro bruscamente, cansado de términos médicos.

—El daño causado en los riñones es permanente.

El médico la miró.

—¿Es usted médico?

Paula asintió.

Pedro  se puso tenso, aunque contuvo la emoción.

—¿Es cierto lo que ella dice?

—Me temo que sí.

Marina no pudo más y se puso a llorar desconsoladamente.

—¡Mi niño! —comenzó a repetir con desesperación. Su marido la abrazó.

—¿Qué consecuencias tiene eso?

—Tendrá que hacerse diálisis el resto de su vida.

—¿Y un trasplante?

—Esa es una opción. Pero no siempre es fácil encontrar el donante adecuado. A veces un familiar cercano puede ser la persona adecuada.

—¡Yo estoy embarazada! —dijo Marina con desesperación.

—Tranquila —la consoló su marido.

Pedro miró a uno y otro, sorprendido por la buena nueva.

—Enhorabuena. Eso significa que yo soy su única esperanza.

Paula se sintió morir. Aquel era el hombre al que había acusado de ser un irresponsable.

—No hay garantías de que sus riñones sean compatibles, señor Alfonso.

—Haga lo que tenga que hacer.

—Podemos empezar con una sesión de concienciación y algunas pruebas.

—No necesito concienciarme de nada. Haga lo que tenga que hacer —le repitió.

—No podremos operar hasta que el niño no esté completamente repuesto de las heridas.

— ¡Oh, Pepe! ¿Podrás perdonamos por todo? —dijo Marina.

Paula se sintió como un intrusa. Aquélla era una conversación privada que ella no tenía derecho a escuchar.

—No teníamos ningún derecho a pedirte que no vieras a Benja. Fue un acto egoísta. Pero no ha sido justo ni para tí ni para él.

—Sólo hacían lo que consideraban justo para Benja.

—No, no —Marina estaba confusa.

—He sido un padre ausente.

—Lo único que hiciste fue ir a buscar dinero. Tuviste que dejar tus estudios y nos mantuviste para que yo pudiera acabar los míos. ¿Cómo podré pagarte todo aquello?

—No tiene ningún sentido remover el pasado Marina. Lo único que importa ahora es Benja.

Una enfermera apareció.

—Ya pueden entrar a verlo.

—¡Mi cara! ¿Se nota que he llorado? No quiero que se dé cuenta —preguntó Marina.

—Estás bien, cariño, no te preocupes —Mauricio se volvió hacia Pedro—. ¿Por qué no
entras con nosotros?

Acababa de tender un puente.

—No. Es a ustedes a quien quiere tener a su lado ahora.

Aquella afirmación había sido dolorosa. Paula le apretó la mano para darle su apoyo. ¡Cómo habría deseado abrazarlo, reconfortarlo! Pero, aunque hubieran pasado la noche juntos, no significaba nada. No tenía la confianza necesaria para darle su amor.

—Cuéntame cosas sobre los trasplantes, Pauli.

—Lo primero que tienen que saber es si son o no son compatibles. Cuanto mayor sea la compatibilidad, mayor será la probabilidad de que el trasplante sea un éxito. Además, tienen que averiguar si tus dos riñones están sanos. Siempre hay riesgos en una intervención quirúrgica.

—¿Es entonces posible que se presente un rechazo?

—Sí. Pero yo no soy una experta en el tema y no conozco las estadísticas. Eso sí, tienes que saber lo que implica quedarse con un solo riñón. Es siempre un riesgo, pues puede fallar o puede verse dañado en un accidente, como le ha ocurrido a Benja.

—Sólo se necesita uno para vivir.

—Sí, pero...

El Secreto: Capítulo 37

—Dime lo que necesitas, Pedro—te daré lo que quieras.

Y así lo hizo.

—¿Estás bien? —le preguntó él.

Paula levantó la cabeza, mientras se ataba el cinturón del albornoz.

—Si.

Ella se ruborizó ante el recuerdo de lo que acababa de suceder.

—¡Menuda energía para un hombre al borde del agotamiento! —trató de dar la nota justa, no demasiado suave, no demasiado alta. No quería tampoco decirle que había sido una experiencia única.

—¿Quieres que me disculpe? No podía ser tan fría.

—Eso lo estropearía todo.

Él se relajó y ella reparó en que había estado esperando aquella respuesta con impaciencia.

—Tengo que ir al hospital.

Eso era todo. La historia había llegado a su fin.

—¿Vendrás conmigo?

Ella no pudo evitar un gesto de sorpresa.

—¿Yo?

—Tal vez los médicos te den más información a tí que a mí. Es tremendamente frustrante que no te quieran decir nada. Yo quiero que me digan la verdad, toda la verdad. Pero si tienes algo que hacer...

—¡No! —Paula respiró profundamente, para controlarla impaciencia de su voz—. No tengo nada que hacer.

—Gracias —sin ningún tipo de pudor, Pedro apartó las sábanas y salió de la cama completamente desnudo.

Paula se quedó absorta mirando su cuerpo.

—¿Te has duchado ya?

—Sí.

—Es una pena.

Paula no se atrevió a levantar la mirada. Sólo el sonido de su voz la excitaba. Si a eso añadía la presencia imponente de su anatomía, el resultado era devastador.

—¿Y tu maleta?

Paula se quedó en blanco unos segundos. No sabía qué responder.

—Se... se perdió en el aeropuerto. La mandaron a Hawai —sonrió, orgullosa de la mentira que acababa de inventar—. Por favor, ¿te puedes vestir?

¿Cómo podía una persona mentir convincentemente, cuando tenía un portento como aquél delante?

—Anoche me dió la impresión de que te gustaba mi cuerpo.

—Ese es el problema.

—Pensé que los médicos estaban acostumbrados a ver gente desnuda.

— ¡pedro!

—¡Está bien! —agarró una toalla y se la enroscó a la cintura—. ¿Es esto lo que te pusiste ayer para la reunión?

Tenía en la mano una camiseta de rayas y unos vaqueros.

—Era una reunión informal.

—Sí, debió de serlo. Bueno, en cualquier caso, estamos en la misma situación. Yo tampoco tengo nada que ponerme —había llevado la misma ropa casi cinco días. Era más de lo que podía soportar—. Llamaré a recepción y les pediré que nos suban algo.

—Las tiendas de recepción estarán cerradas aún.

—Pues que las abran.

Así fue. En veinte minutos, tenían en la habitación un montón de cosas para elegir.

—¿Hay algo que te sirva?

—¡Muchas cosas! ¿Cómo sabías mi talla, incluso de sujetador?

—Tienes las medidas perfectas para mí. Quédate lo que quieras y el resto lo devolveremos.

—No puedo pagarme todo esto.

—¿Quién dice que tengas que pagarlo?

—No puedo aceptar...

—¿Por qué no?

jueves, 25 de agosto de 2016

El Secreto: Capítulo 36

—Muchas gracias por todo. No volveré a molestarlo, se lo prometo.

Pedro se dejó llevar a través de los pasillos hasta salir a la calle. Parecía absorto, sumergido en un mundo de pesadilla.

Paula le dió al taxista el nombre del hotel y pronto llegaron allí sin incidentes.

Una vez en la habitación, Pedro comió parte de la cena que le llevaron y se quedó completamente dormido en el sofá. Estaba exhausto.

Paula lo observaba. ¡Cómo lo quería! Lo amaba tanto que dolía. Así, dormido, tenía un aspecto inofensivo. Pero no duraría. En cuanto se levantara comenzaría de nuevo el enfrentamiento que había arruinado su vida. Había cometido el mayor error del mundo dudando de alguien como Pedro.

Le quitó los zapatos y lo cubrió con una manta. No se molestó en sacar las cosas de su bolsa de viaje. Eran pocas. Se acostó en la cama y cerró los ojos. Un ruido la sobresaltó a primera hora de la mañana.

—¡Pedro! —medio dormida encendió la lámpara de la mesilla.

Pedro estaba a los pies de la cama.

Se había tropezado con una pequeña mesa.

—¿Qué es todo esto, Pauli? ¿Dónde demonios estoy?

—¿No recuerdas?

—¿Benja se despertó? ¿No fue un sueño?

—No, no fue un sueño —se incorporó.

—¿Qué hora es? —Pedro se respondió a sí mismo mirando el reloj de pulsera que llevaba—. ¿Por qué me has dejado dormir hasta tan tarde?

Pedro  se dirigió al teléfono.

—He dejado el número del hospital ahí mismo.

Él agarró el trozo de papel y marcó. Minutos después, le informó de lo que le habían dicho.

—Estaba dormido —parecía intranquilo y nervioso—. No te dicen nada por teléfono.

—¿Está realmente mal?

—¿No lo sabes? —preguntó él sorprendido.

—No.

Pedro se pasó la mano por le pelo en un gesto de impaciencia.

—Lo atropelló un conductor borracho —su mirada daba miedo. Parecía perfectamente capaz de cometer una locura.

—Múltiples fracturas, hemorragia interna y fractura de cráneo. Me dijeron que llamarán si hay algún cambio. Y ahora, ¿podrías aclararme una serie cosas? ¿Cómo es que estoy en la habitación de un hotel contigo?

—No quedaban más habitaciones.

—Luego entraremos en ese tipo de detalles. ¿Cómo llegamos hasta aquí?

—En un taxi. Te agarré de la mano y te traje hasta aquí.

—¡Es cierto! Empiezo a recordar —agitó la cabeza—. ¿Cómo es que estás en los Estados Unidos?

—Tenía una reunión con el doctor Bohman...

—Ya. Oportuno encuentro.

—Pensé que sería buena idea echar una mano.

—Veo que has hecho bastante más que eso...

—Habría hecho lo mismo por cualquiera —dijo ella y Pedro la miró con escepticismo—. Estabas casi muerto cuando te recogí ayer.

—¿Es esa una opinión médica?

—Tal vez a tí te guste pensar que estás por encima del bien y del mal, Pedro, que no necesitas comer ni dormir. Pero me temo que eres humano y, como el resto de los mortales, necesitas alimentarte y descansar. Si sigues así, no le vas a servir de nada a tu hijo.

Pedro miró la manta que lo había cubierto y los restos de comida que estaban sobre la mesa.

—Normalmente, no duermo vestido. ¿Hasta dónde estás dispuesta a llegar en este acto de buena samaritana?

—Pedro, no seas idiota —Paula trató de tomárselo todo como un chiste tonto.

Pero al sentir el roce de su pierna varonil supo que no era ninguna broma. Estaba en su cama.

—Si duermo en esa silla, no me voy a recuperar —se recostó lentamente, hasta reposar la cabeza sobre la almohada.

—Pero quedarías como todo un caballero —le dijo ella, hipnotizada por la intensidad de su mirada.

—Nadie me ha considerado jamás un caballero —le aseguró él.

—No creo que sea algo de lo que debas estar orgulloso...

Él comenzó a acariciarle la cara.

—Hueles bien, muy bien —le dijo—. Supongo que yo huelo a ratas muertas. No recuerdo la última vez que me duché.

Era el momento de librarse de él. Bastaba con que le dijera que sí, que olía mal, que se diera una ducha.

—Me fascina tu olor —y era cierto.

Pedro sonrió satisfecho, extendió la mano y la abrazó.

—Necesito olvidar.

—Lo sé —respondió ella. «Olvídate de tí misma por una vez», se dijo. Su instinto la invitaba a dejarse llevar.

Agarró su rostro varonil entre las manos y lo besó. Sus labios se abrieron para recibir el elixir.

No tenía que preocuparse de nada. Aquélla era una ocasión única, excepcional. Pasara lo que pasara, sabía que no era más que un paréntesis en sus vidas. No iba a negarle nada. Era su última oportunidad de darle amor.

El Secreto: Capítulo 35

Paula vió, en ese momento, la señal de UCI. El otro médico señaló.

—Sí, es por allí.

—Gracias —respondió ella.

—Déle saludos a Andrés. La familia estará en la sala de espera o con el niño.

¿Qué demonios estaba haciendo?, se preguntaba Paula una y otra vez. Sacó el estetoscopio del bolsillo de la bata y se lo puso. Al menos no la podían arrestar por suplantar a un médico, puesto que era médico de verdad. Se detuvo ante la puerta unos segundos. «Qué voy a decir, qué voy a hacer? Seguramente soy la última persona en el mundo a la que Pedro quiere ver en estos momentos?»

Entró en la sala de espera. No estaba allí. Pero había dos personas, sentadas muy juntas, las manos unidas.

—Perdonen que los moleste —los interrumpió ella.

—¿Es usted médico? —preguntó la mujer—. ¿Cómo está Benja?

Sí, era la madre del niño.

—No trabajo aquí —admitió Paula—. Pero soy amiga de Pedro. He venido a ver si podría ser de ayuda.

—Pepe está sentado junto a Benja.

—Lo siento. Tal vez no debería estar aquí —se dió media vuelta. Pero la otra mujer la detuvo.

—No se vaya. Pepe necesita a alguien aquí. Yo tengo a mi marido. Creo que me habría vuelto loca ya si no lo tuviera a él. No sabíamos que Pepe tuviera a nadie.

—No es... bueno, no somos...

Marina trató de esbozar una sonrisa, aunque la tristeza lo empañaba todo.

—Si está aquí, será por algo.

Paula sintió vértigo, mucho vértigo. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida? ¿Cómo podía haber cometido tamaño error? Pedro no podía ni verla.

—Quizás podría dejarle un mensaje —sugirió. Sí, eso sería lo mejor, lo más razonable—. Aunque no sé dónde voy a quedarme.

Agarró un papel y comenzó a dar la dirección de un hotel que le había sugerido Andrés.

— ¡Ha recobrado la consciencia!

Paula levantó la cabeza al oír la voz de Pedro. Marina se abalanzó sobre él y lo abrazó. Después, se volvió hacia su marido y apoyó la cabeza en su pecho.

—¡Gracias a Dios, gracias a Dios! —decía la mujer.

—Pasen ustedes. Yo esperaré aquí.

La pareja no se lo pensó más.

Pedro los vió desaparecer por el pasillo. Su expresión era de profunda tristeza. Se dejó caer en el sofá sin reparar en Paula. Estaba agotado, saltaba a la vista. Seguramente no había comido en varios días. Lo único que lo mantenía en pie era su preocupación por Ben.

—¡Hola, Pedro! —se sentó junto a él.

Él levantó la cabeza y la miró sin alterarse.

—¿Pauli? Benja se ha despertado.

—¡Es maravilloso, Pepe! —habría deseado abrazarlo, reconfortarlo. Pero no podía hacerlo.

La miró una vez más. Su expresión continuaba impasible.

—¿Qué haces aquí, Pauli?

—He venido a ayudar —tenía miedo por él. Parecía al borde del colapso.

Pedro asintió y se levantó.

—¿A dónde vas? —le preguntó ella.

—Es hora de que me marche.

—¿No vas a volver a ver a Benja?

—Quiere estar con su padre y con su madre. Ni siquiera sabe quién soy.

El dolor era profundo, muy profundo. Paula se sentía incapaz de ayudar. ¿Qué podía hacer cuando era la persona que le había negado toda su comprensión y apoyo?

—¿Dónde estás alojado, Pedro?

—En ningún sitio. Vine aquí directamente desde Hong Kong.

—¿Cuándo fue eso?

—El martes... no, el lunes.

¡El lunes! Eso significaba que llevaba cuatro días, sin contar el vuelo, sin acostarse en una cama.

—¿Has comido?

—He tomado un café.

No era de extrañar que tuviera aquel aspecto demacrado y patético.

—Por favor, espérame aquí. No te vayas a ninguna parte. Tengo que resolver algo.

Se acercó al mostrador de planta y preguntó por el doctor Bohman. No tardó en aparecer.

—Tengo un taxi esperando en la entrada —le dió una tarjeta de seguridad para que pudieran salir por la puerta reservada al personal del hospital—. No habrá nadie allí.
Paula le plantó un beso en la mejilla. El hombre se quedó sorprendido.

El Secreto: Capítulo 34

¿Has visto la noticia que viene en el periódico hoy? —Alejandra Chaves dobló el periódico y volvió a llenar la taza de té de su marido. Como la mayoría de los granjeros, Miguel Chaves llevaba en pie muchas horas. Estaba sentado a la mesa con su ropa de trabajo mientras su esposa y su hija estaban todavía en camisón.

—Después de lo que escribieron sobre Delfina  pensaba que ya no te tomabas tan en serio lo que ponían ahí.

— ¡Pobre Delfi! —dijo la señora Chaves.

—De pobre Delfi nada —protestó Miguel Chaves, todavía resentido por la tormentosa, aunque fingida, historia de amor, que había saltado a los papeles unos meses atrás.

—Nosotros sabemos la verdad —respondió Alejandra—. Tú lo conoces, ¿verdad, Pau?

—¿A quién? —preguntó ella adormilada.

—¿A qué hora acabaste el turno ayer? —la interrogó su padre.

—A las once y media.

—¡Pero eso es inhumano! Te fuiste antes de que yo me levantara.

—Tuve dos horas de descanso después de comer.

—¡Dos horas! ¿Y qué demonios haces de pie tan pronto? Tienes un aspecto lamentable.

—¡Gracias por darme ánimos! —respondió Paula secamente. Aunque vivir con sus padres tenía ciertas ventajas, también tenía muchos inconvenientes, sobre todo después de haber disfrutado de muchos años de libertad.

—Me refería a Pedro Alfonso—aclaró su madre—. Está en primera plana.

Alejandra le pasó el periódico. Paula miró con horror la foto que aparecía. Así que había ocurrido. Se sintió mal, muy mal. No podía ni leer los titulares.

—¡Menuda tragedia! Ese pobre niño. No creen que pueda salvarse.

—¿Cómo? ¿Qué quieres decir? —Paula volvió la cara hacia su madre, incapaz de encontrar en aquella letra impresa la aclaración al comentarios.

—¿Qué te pasa, Pau? —la madre miraba anonadada a su hija, que buscaba desesperada la página en que hablaban de lo ocurrido.

—Eso da igual. ¿Qué dice la noticia? ¿A qué tragedia se refiere? —la urgencia no le permitía encontrar lo que buscaba.

—No le hables así a tu madre.

La madre ignoró el comentario de Miguel Chaves.

—Su hijo ha tenido un accidente de coche.

—¿Benja? ¿El niño?

—Sí. Pedro Alfonso corrió a verlo al hospital. Aunque no sé por qué lo dicen como si fuera un acto heroico. Eso es lo que los padres hacen cuando a sus hijos les sucede cualquier cosa.

—Tengo que vestirme —dijo Paula, ensimismada—. ¿Qué hora es?

—¿Qué pasa? ¿Qué haces? —preguntó Miguel antes de que su hija saliera de la habitación.

—Me voy con Pedro —respondió ella, como si la respuesta fuera más que obvia.

La puerta de la cocina se cerró.

—A veces pienso que la vida habría sido mucho más sencilla si hubiéramos tenido varones —dijo Miguel Chaves—. Me siento viejo.


—¿Doctora Chaves?

Alguien le estrechó la mano. ¡Gracias a Adam lo había conseguido!

—Soy Francisco Bohman —Paula lo saludó con entusiasmo. El doctor era un hombre alto y grande—. Este procedimiento es realmente poco ortodoxo. ¿Es usted médico?

—Sí, lo soy —le aseguró.

Todavía no podía creerse que estuviera allí. Y todo gracias a Andrés. No sólo no había puesto ninguna objeción cuando le había dicho que no iría a trabajar, sino que había puesto en marcha todo el mecanismo para que le permitieran acceder al hospital en Nueva York.

—¿Se da cuenta de las medidas de seguridad que habrá? —le preguntó Francisco Bohman mientras la conducía a través del aparcamiento—. Puedo conseguir que entre, doctora Chaves, pero después será cosa suya.

Paula asintió. No se había dado cuenta del problema de la prensa hasta que Andrés no se lo había señalado. Cuando él le había comunicado que conocía al administrador del hospital en el que estaba el hijo de Pedro, no pudo creer en su suerte.

—Pero, ¿qué harás si él te rechaza? —le había preguntado Andrés.

—No lo sé.

Andrés no había respondido. Tal vez no había encontrado ninguna objeción a su empeño. Tal vez, había preferido callársela.

Al llegar al hospital entendió el porqué del estricto control de entrada. Estaba rodeado por fans, reporteros y fotógrafos.

—No se puede imaginar hasta qué punto la gente es inoportuna —observó Francisco—. Hace un rato, Pedro Alfonso estaba sentado al pie de la cama de su hijo moribundo y alguien se ha acercado a pedirle un autógrafo. Después, un periodista se le ha acercado y casi sale por la ventana.

El Secreto: Capítulo 33

—Pedro, tienes que escucharme... —le rogó ella. Pero todo lo que recibió fue rechazo.

De pronto, su cabeza se llenó de imágenes del pasado.

—Pedro...

—¡No! ¡Escucha! ¿Es que no te has planteado cuáles serán las consecuencias de tus actos? —el silencio fue la peor de las condenas—. ¿De verdad piensas que para mí ha sido fácil tener que estar lejos de él?

—No entiendo.

—No has querido entender nada —le recordó con rabia—. Marina se quedó embarazada cuando los dos teníamos dieciocho años. ¡Dieciocho años! Decidimos que era absurdo tratar de crear una familia que sólo nos llevaría a la autodestrucción y el fracaso. Yo no tenía trabajo y mi situación económica era lamentable. Me marché, encontré trabajo y la ayudé todo lo que pude durante los primeros años. Su madre se ocupó del niño mientras ella acaba los estudios.

Hizo una pausa.

—Hace siete años Marina se volvió a casar. Al principio me negué a distanciarme completamente del pequeño. Pero luego empezamos a entender que no estábamos ayudándolo, sino confundiéndolo. Era muy pequeño para asimilar que tenía dos padres. Así es que, poco a poco, me fui alejando. Además, cuando Marina se casó, yo ya era famoso y ni su marido ni ella querían ver su vida convertida en un circo.

—Te alejaste para protegerlo —dijo Paula con horror. ¡Qué error había cometido!

—No quería alejarme. Pero, pronto me dí cuenta de que mis intentos de estar con él eran, en el fondo, tremendamente egoístas. Así que fui distanciándome. Sigo sus progresos. Marina me manda fotos, me dice cómo va en el colegio. Pero no he podido seguir a su lado.

Paula se tragó el nudo que la estaba dejando sin respiración.

—Lo siento, Pedro —dijo ensimismada, avergonzada.

—¿Lo sientes? Creo que se un poco tarde para eso. ¿Sabes lo que has hecho? ¿Sabes la vergüenza que pasará Benjamín en el colegio cuando todo salga a la luz? ¿Sabes en qué se va a convertir su vida?

—¿Ya se ha publicado?

—¿Por qué? ¿Tantas ganas tienes de ver los resultados de tu venganza?

— ¡No puedes creer de verdad que fuera yo!

—Lo que pienso es que querías vengarte. Pero, ahora, cuéntale a Benja que no es algo personal contra él.

—Yo no soy la única persona que lo sabe.

—No. Pero sí la única en la que no confío.

De pronto, Pedro sintió un deseo ilógico: quería reconfortar a la mujer que tenía delante. Quería tomarla en sus brazos y consolarla, a pesar de que era la causante de su perdición.

—No puedo culparte por pensar todo eso.

—Eres muy generosa.

—Pero hay cosas que deberías saber —en su estado presente, seguramente no fuera lo más apropiado contarle lo de Facundo y el bebé—. Pero quizás te ayudaría a entender por qué reaccioné de ese modo cuando Candela me contó lo de Benja.
¡Candela!

Paula se quedó pensativa en unos segundos.

—¿Se te ha ocurrido pensar que pudo ser ella? —preguntó Paula.

—¡No trates ahora de esconder la cabeza! Hace más de un año que conoce la historia. La habría utilizado antes.

«No sabes de lo que puede ser capaz una persona celosa», pensó Lindy. Cerró los ojos. «¿Por dónde empiezo?», pensó.

—Me han ocurrido cosas...

—Lo siento, pero si necesitas limpiar tu conciencia, búscate un confesor.

—¡No trato de reconfortar mi conciencia! —¿o sí?—. ¡ Oh, Pedro! ¿No hay nada que puedas hacer para que no lo publiquen?

—¡No! Una vez que la marabunta se ha puesto en marcha, es imposible pararla. Dime, Pauli, maltratas así a todos tus novios. Ese rubio Adonis, ¿es también víctima de tu tragedia personal?

Lo miró confusa.

—Los ví a la salida del hospital. Quería hablar contigo a solas, pero estabas con él. Se metieron  en un Mercedes plateado.

¡Andrés!

—¡No es mi novio! Está casado.

—Por el modo en que se inclinaba sobre tí, eso no será verdad durante demasiado tiempo —estaba claro que Pedro Alfonso sentía celos.

Macarena  irrumpió en la habitación.

—He metido a los gemelos en el baño. ¿Puedes echarles un ojo de vez en cuando?

—Sí, claro.

Estaba ya casi arriba, cuando Pedro la alcanzó.

—Tu hermana me ha pedido que te haga compañía.

—No sé cómo Andrés no la asesina a veces.

—¿Tienen problemas?

—¡Problemas! Siguen en su luna de miel. Es más, creo que siempre estarán de luna de miel. No es, exactamente, una relación tranquila, pero es lo que a ellos les gusta.

Abrió la puerta del baño. El suelo era una piscina. Paula se agachó y metió algunos de los juguetes de vuelta en la bañera.

—¡Traten de no sacar todo el agua de la bañera! —al levantarse, el vapor había rizado ligeramente todo su pelo—. No tienes que quedarte. No se lo voy a contar a Maca.

Paula sacó a los gemelos del agua, los secó cuidadosamente y los mandó a su dormitorio.

—Se ponen el pijama y después se lavan los dientes.

Cuando los niños ya se habían alejado, Pedro volvió al ataque.

—¿No te duele tener que renunciar a tener hijos, a una vida hogareña?

Paula no se molestó en desmentir la insinuación de Pedro de que era la amante de Andrés.

—Lo único que me importa ahora mismo es mi trabajo.

—¿Es eso suficiente?

—Es suficiente para tí. ¿Por qué asumes que las mujeres somos diferentes?

—No asumo más de lo que veo. Debes de estar loca por él. Has sido capaz de olvidar todos tus principios.

—Nada implica que así sea —era absurdo seguir una conversación sobre una premisa falsa. Pero, de algún modo, le gustaba aquel juego de ambigüedad.

Lentamente, Pedro comenzó a acariciarle la muñeca. Un profundo dolor se le puso en la boca del estómago, al sentir un oscuro deseo inflamándole el vientre.

—Pedro, por favor —iba a besarla, pero ella se apartó. Pero cuando sus manos estaban a punto de alcanzarlo, se apartó.

Volvió a la realidad. El mundo estaba lleno de ruidos de niños, olor a comida casera. Abrió los ojos y la frustración le provocó un nudo en la garganta.

—Haz una cosa por mí —le rogó—. No te quedes a cenar.

No podría soportarlo, su presencia le provocaba un desazón imposible de soportar. La miró con desprecio.

—Resulta que acabo de recibir un aviso urgente.

Paula respiró aliviada.

—Gracias.

—No lo hago por tí, sino por mí.

martes, 23 de agosto de 2016

El Secreto: Capítulo 32

Pedro miró a la tercera hermana, delgada, castaña, atractiva. Luego, reparó en su embarazo.

Ninguna de las hermanas parecía en absoluto sorprendida de aquel comentario tan directo.

—La gente amable dice que Maca es muy franca —dijo Delfina—. Su marido piensa que es...

—¡No se te ocurra! —la interrumpió Macarena—. No delante de los niños.

—Tío Andrés dice cosas muy vulgares —informó uno de los niños.

Pedro estaba desconcertado, pero divertido por la curiosa escena.

—A mí me gusta como es —aseguró Macarena. Miró al invitado y empezó a entender qué era lo que su hermana había visto en él, más allá de lo que era obvio.

—¿Podemos enseñarle los gatitos?

—¡No! —las tres hermanas hablaron al unísono.

—Si es una molestia... —comenzó a decir Pedro.

—¡No sea bobo! No todos los días se tiene en casa a una estrella de cine. Delfina no cuenta. Además, Sofía, la hermana de los gemelos, es una fan suya. Tiene toda la habitación empapelada de pósters suyos. Por eso le voy a pedir un autógrafo para ella. Ahora está de excursión en Edimburgo. Se va a morir de rabia cuando sepa que ha estado aquí. Paula, llévalo al comedor y que Delfi me ayude.

Paula lanzó una mirada asesina a su hermana. Si al menos Andrés hubiera estado allí. Él no habría sido tan cruel.

—Así es que ésta es la hospitalidad británica de la que tanto he oído hablar. Esta sala es muy acogedora.

—Maca sabe cómo conseguir que un hogar lo sea.

—Ya lo he notado. Es muy atractiva.

Paula no pudo evitar sentir celos.

—Está embarazada —le dijo inmediatamente.

¿Alguna vez había pensado eso de ella? Sí, claro que sí. Más aún, había pensado que era sexy... Y a ella le había gustado.

—También me he dado cuenta de eso —Pedro se sentó en el sofá—. ¿Te hago sentir incómoda?

¡Eso era lo que él quería!

—A nadie le gusta que le recuerden sus errores.

—¡Un golpe bajo!

Estaba claro que a Pedro no le había gustado el comentario.

—¿Estás trabajando?

—Sí.

—Me sorprende que no me pidieran referencias, puesto que fui tu último jefe.

—Andrés dió los informes necesarios.

—Y el conocimiento que Andrés tiene de tí se limita a lo profesional?

—¿Qué se supone que significa eso?

—Es una pregunta.

—¡No sé de que demonios estás hablando!

—¿Tampoco sabes quién le habló a un periodista sobre Benjamín?

—¿Benjamín? —Paula no entendía exactamente a dónde quería llegar.

—Sí, mi hijo. Seguro que no pensaste que tú eras la primera candidata a haber desvelado el secreto.

Paula trataba, desesperadamente, de poner las piezas del rompecabezas en su sitio.

—La gente ya sabe lo de tu hijo?

—Aún no. Pero pronto lo sabrán. No te sorprende, ¿verdad? —dijo él—. Si mi información es correcta, la información saldrá al mismo tiempo que el estreno de la película.

—¿Piensas que yo...? —le dijo con la voz estrangulada. No podía creer que la estuviera acusando.

—Guárdate para Hope esa cara de inocente. La vas a necesitar.

—Pedro, yo no...

—¡No! —estaba de pie. Todo su cuerpo vibraba de rabia. Se pasó la mano por le pelo—. No servirá de nada que lo niegues. ¡Dios! ¿Cómo pude equivocarme de ese modo contigo? Mírame a los ojos y dime que no fuiste tú.

No importaba qué hubiera ocurrido entre ellos. No podía permitir que pensara que ella era capaz de una cosa así.

—Pedro, yo no... —no podía ni hablar. Sentía un gran nudo en la garganta.
—Al menos no te rebajas a mentir —durante unos segundos Pedro se sintió débil, cansado. Una parte de él había tenido la esperanza...

Paula cerró los ojos y buscó inspiración.

—Claro, ¡Ya has decidido que he sido yo!

—¡Es que ése es un privilegio que te reservas sólo para tí! —apartó la mirada de su cara. Se metió las manos violentamente en los bolsillos.

Comenzó a pasear de arriba abajo de la habitación.

La observación había sido cruel, pero la había hecho recapacitar.


El Secreto: Capítulo 31

—Lo único que digo es que le ocurre algo. Dime, Pau, ¿Tú duermes bien?

—¡Qué sutil eres, Pepi!

—¡Hacían una gran pareja!

Paula apretó los dientes con rabia.

—Si quieres una historia de amor, búscate la tuya, Pepi. Te aseguro que luego no resulta tan maravillosa como parece al principio.

—Pues a mí me parece que vale la pena.

—¡Dame fuerzas! —protestó Paula—. ¡ Estoy rodeada!

—Sólo queremos que seas feliz —dijo Delfina.

—Pues estás loca si piensas que Pedro Alfonso es parte de esa ecuación.

—¿Qué fue exactamente lo que te hizo?

—A mí nada.

—¿Entonces? —Delfina y Macarena empezaban a estar confusas.

—Tiene un hijo. Claro, que no lo mencionan jamás las revistas del corazón, ni nadie lo sabe. Pero abandonó a la madre cuando eran adolescentes y al hijo. La ironía es increíble —continuó ella—. Por algún motivo desconocido siempre acabo con el mismo tipo de hombres.

—¿Quién te contó todo eso? —preguntó Delfina.

—¿Qué importa? Lo importante es que él no lo negó.

—Pero debió de darte alguna explicación —dijo Macarena.

—¡Explicación! —le gritó Paula—. ¿Es que hay algo que pueda justificar algo así?

—Pero no puedes dejar que el pasado te marque para siempre, no puedes pensar que todos los hombres son como Facundo.

Paula se sintió, de pronto, traicionada por sus hermanas. ¿Por qué, sencillamente, no lo condenaban como ella estaba haciendo?

No la detuvieron cuando salió de la habitación y se fue en dirección a la cocina. Después de un rato, cuando ya había conseguido calmarse, tuvo que admitir que parte de su reacción con Pedro estaba influida por lo que su pasado había marcado en ella. Pero quizás por eso ella podía apreciar con más claridad la dimensión de las acciones de aquel desaprensivo. ¿Acaso un hombre como aquél llegaba a cambiar? ¿Debería haber escuchado su versión de los hechos? Tenía que admitir que había sentido miedo, mucho miedo. Temía haber llegado al punto de ser capaz de aceptar cualquier excusa, sólo por el deseo desesperado que sentía de estar con él. Muchas mujeres hacían eso continuamente. Ella temía que las circunstancias pudieran llevarla a ser una de ésas.

—Tía Pau, ¿quieres ver nuestros gusanos?

Paula pestañeó y recobró el sentido de la realidad.

—Tenemos veinticinco.

—Teníamos veintisiete, pero un pájaro se comió uno y nosotros pusimos uno debajo de la almohada de Sofía y lo aplastó.

—Las chicas son tontas.

—Entonces, ¿por qué quieres enseñármelos a mí?

—Tú no eres una chica. Eres una dama.

—Ante eso, no puedo decir que no.

Los gemelos fueron los primeros en entrar en la cocina. Un gato al que le faltaba media cola saltó desde la mesa al suelo para ponerse a salvo.

—Si alguna vez quieres un mueble envejecido, por eso de que es la moda, no tienes más que traerlo aquí. Sigue su proceso natural rápidamente.

—Tengo hambre.

—Yo también. ¿Tú quién eres?

—Pedro Alfonso. ¿Y tú?

—Yo me llamo Joaquín y este es Nicolás. Esta es tía Pau.

—Lo sé. Hola, Pauli.

Paula se puso tensa.

—Pedro, ¿cómo estás?

Los conocidos se tratan así, como si nada perturbara la vida, como si todo fuera pura cortesía.

—¿Es una pregunta profesional, Pauli?

El sonido de su nombre le trajo recuerdos no tan lejanos. Era increíble cómo el sonido de su voz podía excitarla más que el tacto de cualquier otro hombre.

Pedro tenía aspecto cansado. Había adelgazado y el cinismo de su mirada parecía haberse acentuado. Tenía un aspecto peligroso.

Paula trató de apartar la mirada de sus ojos hipnóticos. No podía. Tampoco podía vencer el incontrolable deseo de lanzarse a sus brazos, aunque ya no estaban abiertos para recibirla.

—¿Se quedará a cenar? —preguntó Macarena.

Antes de que el invitado pudiera responder, Paula intervino.

—¡No! —el terror era patente en su voz—. El señor Alfonso tendrá muchas cosas que hacer.

Él quería castigarla y no iba a desaprovechar aquella oportunidad.

—Al señor Alfonso le encantará quedarse —contestó Pedro con ironía.

—¿Ve lo que ocurre en esta casa cuando trato de ser amable? —protestó Macarena.

El Secreto: Capítulo 30

—Los gemelos lo han secuestrado.

Cuando se habían casado, Macarena se había hecho cargo de los sobrinos de Andrés, gemelos de cuatro años, de una sobrina adolescente y un muchacho mayor, que ahora tenía veinte años. Además, ahora ella esperaba gemelos. Macarena tenía una gran vitalidad y le encantaba estar rodeada de gente.

—¿Te vas a quedar mucho tiempo? —le preguntó Paula a Delfina.

—No, estoy sólo de paso.

—¿Has ido a ver a papá y a mamá? Estoy segura de que les gustaría verte aunque sólo fuera un rato.

—Acabo de estar allí. Pero la casa era un caos. Mamá estaba preparando tartas para no sé qué evento que celebran esta noche.

—Por eso estoy yo aquí —respondió Paula.

—Pues es una casualidad que hayas venido. A lo mejor, luego aparece por aquí Pedro.

— Si le pongo las manos encima... —empezó a decir Macarena—. Pau, baja a ese perro de ahí, que no estoy dispuesta a que me rompa todos los muebles.

—¿Desde cuándo? —preguntó Delfina.

Las reglas en casa de Macarena eran ligeramente arbitrarias y dependían, sobre todo, del momento.

—Qué quieres decir con eso de... —comenzó a decir Macarena.

Paula estaba completamente ausente. Se levantó y empujó al perro, que la miró mal. El animal se acurrucó junto al fuego.

—Me voy a casa... —dijo Paula  y el pánico se apoderó de ella—. ¿Cómo has podido hacerme esto?

La verdad era que había sido Pedro el que se había ofrecido a ir a buscarla. Pero, por algún motivo, a ella no le había parecido una idea tan descabellada.

—No ha sido intencionado. Pero, de todos modos, ¿qué fue exactamente lo que te hizo?

—Eso es lo que a mí me gustaría saber —añadió Macarena.

—¿Qué es lo que te gustaría saber? —Andrés acababa de entrar en el salón—. ¡Hola, Delfi! ¿Qué tal estás? Maca, espero que no hayas hecho nada estúpido. Ayer me la encontré en el desván moviendo cajas.

—No refunfuñes, Andy. No es más que necesidad de mantener el nido agradable.

—Es locura.

—Lo que ocurre es que Pedro Alfonso va a venir aquí —le dijo a su marido dramáticamente.

Estaba claro que Macarena había compartido aquella información con su marido.

—¿De verdad?

—Por favor, Andrés, quítate ese gesto de la cara. No necesito un machito con intención de defenderme.

Después del impacto inicial de aquellas palabras, Andrés reconoció que la reacción de Paula no era la que podría haber esperado jamás de la mujer a la que conocía.

—No los necesito ni a tí, ni a Anna, ni nadie. Pedro Alfonso no significa nada para mí, más allá de un recuerdo molesto.

—Si tú lo dices —replicó Macarena. No podía por menos que sentirse escéptica.

Recordaba demasiado bien cómo había regresado su hermana a casa.

—Claro que sí.

—En ese caso, no entiendo por qué no te puedes quedar a cenar como estaba previsto.

Paula miró a Macarena con cierta antipatía. Si rechazaba la oferta, estaría negando lo que acababa de decir.

—De acuerdo —la retó Paula, y fingió un gesto de despreocupación.

Por suerte, nadie podía imaginarse lo difícil que le resultaba aquello. Por dentro, gritaba de desesperación. Pero lo que no estaba dispuesta a hacer era a dejar ver lo estúpida que se sentía. ¿Cómo podía haber amado a alguien que había demostrado estar podrido? ¿Qué demonios le ocurría? Había perdido el sentido por una cara bonita bajo la cual no había nada.

El busca de Andrés la sacó de su ensimismamiento. Fue al teléfono y llamó.

—Soy Deacon —asintió varias veces—. Sí, quince minutos.

—Asumo que seremos uno menos para cenar —dijo su mujer con resignación.

—Sí. Hay un caso urgente del que debo hacerme cargo. No sé a qué hora regresaré —se inclinó sobre Delfina  y le dió un beso en la mejilla. Sonrió a Paula—. Así que «machito» —se acercó a su mujer y le susurró al oído—. Espero que hayas tomado nota de la frase.

—No me gusta usar material de segunda mano —Macarena se rió tiernamente, mientras él se marchaba de la habitación.

—¿Ha preguntado Pedro por mí? —Paula no pudo resistir la tentación.

—Ha tenido poco tiempo para preguntar por nadie. Sale todas las noches. Hasta Lucas está preocupado. Piensa que se puede llegar a quemar demasiado. Pero, de algún modo, es como si no quisiera estar dos minutos a solas consigo mismo.

—¿Estás intentando decirme que eso podría tener algo que ver conmigo? —las dolorosas palabras de su último encuentro resonaron en su interior.

El Secreto: Capítulo 29

El calor bochornoso de aquel interminable verano estaba a punto de recibir la venturosa visita de un aguacero. Hubo unos rugidos lejanos que anunciaron tormenta y las gotas comenzaron a golpear el suelo. La oscura figura que se sentaba en el interior del anónimo coche negro puso en marcha el limpiaparabrisas y continuó, impertérrita, donde estaba.

Una ambulancia, con sus luces intermitentes encendidas, entró por la puerta de urgencias. Pero los ojos vigilantes no se apartaban de la salida peatonal. Se quitó el sudor y maldijo la falta de aire acondicionado en aquel coche vulgar. Cuando se había quejado a Delfina, ésta se había reído y le había dicho que no le venía mal sufrir un poco de cuando en cuando como el resto de los mortales. Llevaba dos horas sentado frente al edificio y el guarda de seguridad no le quitaba la vista de encima.

Por fin, se abrió la puerta y ella apareció con un vestido de verano, fino, inapropiado para las condiciones meteorológicas. Un fuerte trueno la hizo retroceder un paso, asustada. La miró de arriba abajo, no quería perderse detalle. Al salir a la calle, la lluvia empapó el vestido que se pegaba indiscretamente a sus piernas. Algunos mechones de pelo se escaparon de su sitio. Ella se refugió bajo el tejadillo, dejó la bolsa que llevaba en la mano y se lo echó hacia atrás.

Pedro no era un hombre indeciso, pero en aquel momento dudaba. El conflicto interior se reflejaba en su rostro. Entonces, con un movimiento enérgico, abrió la puerta del coche y se bajó. Tenía todo el derecho del mundo a pedirle explicaciones por su conducta. Si su conducta le hubiera afectado sólo a él, podría haberla perdonado, pero tal como estaban las cosas... Cerró la puerta del coche y miró hacia ella.

Pero ya no estaba sola. Un hombre alto, rubio, vestido con un elegante traje de verano acababa de salir del edificio. Se reía ante los intentos que Paula hacía por atrapar sus mechones con la goma. Su actitud denotaba familiaridad.., intimidad. El hombre agarró la bolsa de Paula y le pasó la mano por los hombros. Juntos corrieron hacia un Mercedes. Pedro se puso tenso. La lluvia le golpeaba la cara. Lentamente, se metió en el coche de nuevo y, sin volver a mirar, arrancó y condujo millas y millas. Por fin, se detuvo en un lugar de descanso. Se dejó caer sobre el volante. Cuando volvió a alzar la cabeza, no quedaban rastros de dolor.


La cocina de la granja estaba inundada por la luz de aquella oscura mañana. Dos pequeñas figuras se abalanzaron sobre su cuñado.

—Bess ha tenido gatitos. ¡Ven a verlos!

—He contado cinco —dijo una voz idéntica a la anterior.

—Vamos, enseñadme dónde está.

—En tu cajón de los calcetines, tío Andrés.

—¿Qué?

—No puedes sacarla de ahí. La tía Paula dice que es tu culpa por habértelo dejado abierto.

—¡Ya!

Paula soltó una carcajada al ver la familiar escena.

—También ha venido la tía Delfina.

Aquella pequeña pieza de información iba dirigida a Paula. Esta se apresuró a entrar en el salón.

—¡Pepi! ¿Cómo es que no me dijiste que venías?

—Ha sido una sorpresa —Delfina sonrió.

Estaba sentada al lado de Macarena, la otra de las tres hermanas. Aquel salón era muy confortable. Las paredes de color albaricoque, la moqueta cálida de color pálido y la chimenea encendida. Para Paula aquella estancia era un lugar de amor y risas.

—De verdad que me parece que es inhumano el montón de horas que tienes que trabajar allí.

—Me gusta mi trabajo y, desde luego, no creo que sea más duro que cuidar de los gemelos.

Paula disfrutaba de su estado de agotamiento. De algún modo, el trabajo que había conseguido al volver a casa, como médico de urgencias en el hospital en que trabajaba Andrés, la había salvado. Se había ido a vivir de nuevo con sus padres y visitaba continuamente a Macarena. Parecía que así no tendría ocasión de sentirse sola. Pero, por desgracia, las cosas no eran tan sencillas.

—¿Dónde está Andrés, Pau? —preguntó Delfina.

—En la lista de prioridades de los gemelos, tú estás después de los nuevos gatitos. ¿Tengo razón, Pau? —preguntó Macarena.

Paula asintió con la cabeza.

sábado, 20 de agosto de 2016

El secreto: Capítulo 28

-Espero que algún días encuentres ese dechado de virtudes que te haga su mujer. Aunque dudo que te vaya a hacer sentir esto...

La tomó en sus brazos y la besó. Ella no podía negarse, lo que aquel hombre provocaba en su cuerpo era más intenso que nada en el mundo.

—¡Déjame!

—Ni hablar. Si te dejo ahora, seguramente jamás podré olvidarme de tí —la acarició suavemente, mientras la observaba con una mirada aterradora.

—No seas estúpido, Pedro... Si crees que vas a poder asustarme —su risa carecía de autenticidad.

—Quiero hacerte el amor con los ojos abiertos.

Siempre le hacía el amor con los ojos abiertos. Parecía gustarle ver su rostro lleno de deseo.

—No me refiero a abiertos literalmente, sino con la consciencia de saber quién eres. Eres el tipo de persona que siempre enarbola la bandera de los principios, la responsabilidad. Eres tan falsa, que me pones enfermo. Llegué a pensar que eras la medicina que mi alma necesitaba, Bueno, estamos haciendo una catarsis de todo esto...

Ella se revolvió.

—¿Estamos? Tú eres el único que habla aquí...

—Ya veo.

—Por supuesto, eres la víctima de mi comportamiento irracional —dijo ella con rabia infinita—. Desde tu punto de vista es un pecado que alguien decida no acostarse contigo. Y, sobre todo, es un pecado que tenga un motivo. No me gustan los hombres que huyen de las mujeres porque no pueden asumir su responsabilidad. ¿Te has planteado alguna vez el miedo que debió de sentir ella? Ni siquiera se podía permitir el lujo de huir. ¿Juzgo? Sí, lo hago. Seguramente porque alguien tuvo que sufrir las consecuencias de tus actos sin que tú estuvieras allí.

—Me había equivocado —dijo él—. Nunca encontrarás ningún humano que pueda vivir bajo tus sólidos principios. Jamás se te habría ocurrido algo tan simple como preguntarme lo que había ocurrido. No. Simplemente sacas conclusiones sobre las bases que tú imaginas.

—No soy yo la que hizo algo mal.

—¡Qué pena! Porque quizás eso te hiciera más comprensiva.

¡Si él hubiera sabido de su dolor!

—No te hagas el inocente conmigo, Pedro.

—No era mi intención, Pauli. Tengo demasiada decencia, a pesar de lo que tú crees. Siempre he intentado hacer lo correcto y comportarme adecuadamente con los que tengo cerca. Pero no intento ser completamente perfecto, ni exijo que los que me rodean lo sean. Me limito a querer a los que me interesan, incluso a conocer a la gente que al principio considero inadecuada. También es cierto que a veces la primera impresión es cierta, como en tu caso.

—Prefiero ser lo que soy a terminar como una estúpida víctima de Pedro Alfonso. No te preocupes, Pedro, siempre habrá alguna joven actríz dispuesta a creerse tus mentiras.

—Quédate así —es un bonito final de escena.

Pedro se dió la vuelta. Paula no se sentía capaz de decir nada. Por fin, la puerta del estudio se cerró.

—Adiós, Pedro —sus palabras resonaron en el vacío. Con desesperación, subió las escaleras que conducían a su dormitorio.

Abrió la maleta vacía y, a toda prisa, fue metiendo sus cosas. Ya había tenido bastante de actores y actrices. Era lógico que les pagaran bien. Algo tenía que compensarlos por el tedio de una vida sin sentido. Pero, sobre todo, ya había aguantado bastante de Pedro Alfonso. Se detuvo un segundo y, sin poder controlarlo, se lanzó sobre la cama a llorar desesperadamente.

El Secreto: Capítulo 27

A Pedro le daba obviamente igual que su nueva acompañante lo hubiera cazado in fraganti con otra mujer. No le sorprendía. Empezaba a entender cómo funcionaba aquel mundo de gente egocéntrica. «He sido una estúpida por meterme en todo esto», pensó. «Me negué a mí misma la verdad que tenía delante. Este es un mundo sórdido».

—No te preocupes, Pauli, nadie va a impedir que te sigas paseando con esa aura de santidad de la que haces alarde —le dijo él.

—Yo no hago eso —protestó ella.

—¿No?

—¡No! —repitió ella entre dientes.

—Cálmate. El hecho de que seas humana y susceptible a sufrir del pecado de la lujuria, como el resto de los mortales, queda entre nosotros —continuó diciendo—. Te gusta llamarlo amor... un sentimiento puro y elevado, alejado del instinto animal...

Paula cruzó los brazos sobre el pecho, para protegerse del frío que sentía, para protegerse de él. Estaba restregándole impunemente lo básico de su deseo, el modo primario en que se habían lanzando el uno sobre el otro. ¡No necesitaba que se lo recordara! Pedro terminó de vestirse. Lentamente, se abrochó los botones de la camisa. Le faltaban algunos botones.

—Se me ha olvidado la aguja y el hilo... ¡vaya olvido para un boy scout!

—Dudo que fueras jamás un boy scout. Aunque ya sé que siempre vas preparado para lo que pueda salir.

—¿Quieres decir que me habrías considerado un hombre mejor si no hubiera estado preparado para protegerte? ¿Si directamente te hubiera dejado embarazada? —dijo él con terrible crueldad—. Escucha, ya cometí ese error una vez y ya no tengo la juventud para justificar una equivocación tan garrafal. Y no me gusta que tú asumas el papel de víctima forzada en todo esto. Creo que tú me deseabas tanto como yo a tí.

Parecía realmente disfrutar sádicamente de todo aquello. Ella no respondió, el dolor era muy intenso.

—Parece que desde tu punto de vista, ser un boy scout era demasiado elevado para mí. No habría podido serlo en ningún caso. Tenía que ayudar a mi padre en la granja después de la escuela.

—¡Qué virtuoso! Pero la dedicación familiar no te impidió abandonar tu casa.

—¡Abandonar a mi familia para disfrutar de los placeres mundanos! No puedes pasar una, ¿eh? —el desdén con que la juzgaba la hacía sentir pequeña y miserable—. Mi padre había muerto. Perdió las ganas de vivir después de perder la granja. Si mi madre hubiera estado viva, tal vez...

—No lo sabía... —¿Qué podía decir? Paula se sentía abrumada por la fría intensidad de su mirada. Pero no podía permitirse sentir simpatía por él. A pesar de todo, una parte de ella parecía querer confortarlo.

—Me sorprendes. No hace tanto me acusabas como si supieras todo sobre mi pasado.

—Sé lo suficiente —respondió ella. «¿De verdad?», se preguntó a sí misma. Por primera vez se planteaba si tenía suficientes datos para juzgarlo. «No seas estúpida. No te dejes llevar por su conmovedora historia».

—Por cierto, ¿cómo se casa el desagrado que sientes por mí, con tu actuación más reciente? —sus ojos estaban clavados sobre el lugar exacto en que habían caído sus dos cuerpos ansiosos.

Paula tenía una imagen vívida y clara del combate.

—¿Has decidido que satisfaga tus necesidades básicas mientras encuentras al hombre perfecto de tus sueños?

—Estaba dormida, confusa... me tomaste por sorpresa. No necesito ningún hombre —él había dado a entender que ella no toleraba la imperfección... Pero no era cierto, no era ése el problema.

—Me estás haciendo pagar por mis errores, ¡claro! —le gritó. De pronto fue evidente que aquella aparente frialdad con que se había estado conteniendo no era más que fachada—. Podrías haberte marchado. Pero no, te has quedado ahí, doña serenidad, con tu rostro impasible y tu corazón de hielo. Incluso cuando no estás a mi lado, sigues presente, puedo oler tu perfume...

Acabó con un epíteto brutal. Respiraba intensamente. Y, por primera vez, Paula se dió cuenta de que Pedro Alfonso no era inmune a todo como quería hacer creer. Él también estaba sufriendo. La cabeza comenzó a darle vueltas. No se podía haber imaginado que él se sintiera así también. Había tenido la impresión de que sólo ella estaba bajo tanta presión.

—No sabía...

Él soltó una carcajada cruel.

—Todas las mujeres saben cuándo un hombre las desea. Y yo te deseo aunque me gustaría que no fuera así —el modo en que lo dijo le provocó a Paula un escalofrío—. Pero parece que por el momento no tengo elección. Saber que a tí te pasa lo mismo no me consuela.

—Yo...

—No nos pongamos sentimentales, Pauli —el tono cruel e incisivo de su voz era como un cuchillo—. Te he tenido en mis brazos, he sentido el modo en que respondías a mí... No te mientas a tí misma.

Quería negarlo todo. Pero, ¿para qué? Tragó saliva.

—Te desprecio profundamente —le dijo.

—No tanto como yo me desprecio a mí mismo. Me desprecio por haber creído que tú eras la mujer con la que yo quería compartir mi vida. Estaba desesperado por encontrar a alguien como tú. ¡Qué ironía! Cuando cometo errores, son garrafales.

El Secreto: Capítulo 26

—¡Oh, Pedro! —sin pensar, apoyó la cabeza sobre el pecho de él.

Se agarró con firmeza a la tela de su camisa. De pronto, se dio cuenta de lo que hacía.

—¡No!

El la agarró de los brazos. Su mirada la paralizó. Había hambre, mucha hambre en sus ojos. Lentamente, fue recorriendo su cuerpo, de arriba abajo, con urgente necesidad. Paula no entendía, no comprendía cómo había llegado hasta allí. Sus dedos masculinos se deslizaron lujuriosamente por sus mejillas. Estaba hipnotizada por el azul profundo de su mirada. Lentamente, suavemente, su lengua trazó un surco sobre los labios femeninos. Ella se quedó inmóvil.

—¡No puedo...! —murmuró media frase. Pero la fiereza de aquella mirada la perturbaba. Se sintió avergonzada de lo que su cuerpo le pedía.

Pedro dejó escapar un gemido intenso y atrapó su boca con ansiedad. Pero un beso ya no era suficiente para ninguno de los dos. Los dedos de Pedro manipularon virtuosamente los botones de la camisa de seda y le desabrochó el sujetador. Su boca se deleitó con aquellos pechos cálidos. Paula comenzó a despojarlo de su ropa, le arrancó ferozmente la camisa. Necesitaba sentir al completo el tacto de su cuerpo contra su piel. Lo llenó de besos y hundió los dedos en la espesa mata de pelo negro, húmeda por el sudor del momento. Una serie de pequeños murmullos se escaparon de la boca de Paula. Pero no obtuvo respuesta.

Pedro permanecía en silencio. La tensión que había en su rostro hizo que ella dudara un momento. No había ternura, sólo deseo inmediato, hambriento, vacío de todo lo demás. Pero ambos se necesitaban del mismo modo, con el ansia inflamada del hambre. De repente, cayeron sobre el suelo.

Paula se colocó sobre su cuerpo.

—¿Estás bien? —le preguntó ella, al ver su rostro anguloso como si fuera el de un extraño.

Ella se apartó los mechones de pelo de la cara. Podía ver el pecho de su contrincante, subiendo y bajando bruscamente. Pedro no decía nada, sólo hacía. Agarró los extremos de la blusa desabrochada y los apartó, dejando al descubierto los senos excitados.

—Pronto lo estaré... muy pronto lo estaré...

Eran sus primeras palabras. Paula decidió que debería haber objetado ante aquella afirmación rotunda que no contaba con su beneplácito explícito. Pero no se sentía capaz de negarse a sí misma el placer del abrazo de aquel hombre. Una vez más, atrapó entre los labios la tersura de sus pezones. Sus cuerpos se unieron peligrosamente. Aquel juego empezaba a ser muy peligroso. Pero era imposible detenerlo. Después, después tendría tiempo para reflexionar...

La interrupción fue abrupta, cruel. La luz y el mido invadieron repentinamente la habitación. El cuerpo de Pedro impedía que Paula viera de quién se trataba. Por desgracia, eso no quería decir que a ella no la vieran. Se cerró la camisa.

—No tengo ni idea de dónde se ha metido —era la voz de Diana Hardcastle.

—Me da la impresión de que me han encontrado. Si no les importa... estoy bastante ocupado en este momento.

Cerraron la puerta de golpe.

—¡Dios santo! —Paula se puso tensa, el abandono de su cuerpo se transformó en rigidez. Levantó las manos y se cubrió la cara. Rodó por el suelo y se puso de rodillas.

—¿Qué van a pensar? —preguntó ella.

Pedro levantó una ceja.

—¿De verdad quieres que te responda?

—Supongo que a ti te da absolutamente lo mismo —de pronto, la realidad, cruda, cruel, volvía. Se sentía mal, físicamente mal. La imagen de lo que acababa de suceder era espeluznante. Había perdido el control, se había degradado.

—¿Debería importarme? —se sentó y comenzó a vestirse de modo lánguido y  despectivo—. Estás haciendo una montaña de un grano de arena.

En otras palabras, no significaba nada. Ella trató de no mostrar su dolor y su desconcierto. ¿Por qué darle armas?

—No me gusta ser objeto de chistes crueles —se abrochó la blusa con manos temblorosas. Trataba de contenerse, pero todo su cuerpo se agitaba.

—Diana no se lo va a contar a nadie. Lucas tampoco. Le da igual lo que ocurra detrás de las puertas. ¿O es que es de mí de quien tienes miedo? ¿Piensas que soy de los que se dedican a hacer alarde de sus conquistas cuando está entre amigos?

—Yo no soy una conquista —protesto ella. Los dientes le castañeteaban. ¿Era frío o era miedo? Su piel, que hacía unos instantes parecía estar ardiendo, se había vuelto fría como un témpano.

El Secreto: Capítulo 25

Los encargados del catering ya habían tomado al asalto toda la casa. Cansada de estar metida en su dormitorio, Paula se refugió en el estudio de Lucas. Sin duda, Lucas había sido un gran anfitrión, les había cedido sendas habitaciones  en su lujosa casa.

A pesar de todo, Paula echaba de menos la pequeña casa en Owl Cove, el constante ruido del mar y el olor a salitre. Sin duda, aquel pequeño lugar le había llegado al corazón. Pero tenía que admitir que la casa de Lucas le traía menos recuerdos dolorosos. Miró la pantalla negra del televisor y sintió el incontrolable y masoquista impulso de encenderla. ¿Por qué no? Apretó el botón del control remoto y las imágenes comenzaron a brillar y a moverse. Nada en aquella casa era pequeño, todo era ostentoso y excesivo. Aquel pensamiento la trasladó al barco de Pedro. La imagen de la pequeña y escueta cabina se dibujó dolorosamente en su cabeza.

—«¿Tú que opinas, Pedro?»

Su atención se centró en la pantalla. La persona que hablaba era media cabeza más baja que Pedro. Tenía que recomponer su vida, tal y como había hecho él, si los cotilleos eran ciertos.

En los últimos días, Diana Hardcastle se había convertido en una habitual del rodaje y no dejaba de lanzarse a su cuello, a lo que él no se oponía. ¡Pedro no había perdido el tiempo!

Miró al reloj que estaba en el escritorio de Lucas. Tendría que irse pronto a su habitación. Los invitados estaban a punto de llegar. Igual que Cenicienta. La diferencia estaba en que ella tendría que retirarse antes de la fiesta.

La actividad que había puesto toda la casa en estado de caos era para una fiesta por la entrega de premios. Era una oportunidad para empezar a lanzar la película. Pedro estaría allí, ya la había advertido Delfina.

—No, gracias, no me gustan ese tipo de eventos —le había dicho Paula a Lucas. Y era verdad.

Delfina iba a ser la acompañante de Lucas. Se había puesto un impresionante vestido rojo de noche. Diseño exclusivo. La farsa continuaba. La verdad era que no le habría gustado nada tener que ser la acompañante de Pedro en una ocasión así. Después de todo, había sido una afortunada al descubrir que era una rata. Si miraba las cosas desde el punto de vista adecuado, a la larga, saldría beneficiada.

Pedro se escabulló de la fiesta y optó por meterse disimuladamente en el estudio de Lucas. Se acercó al pequeño bar que había en un lateral y se sirvió un vaso de whisky. Se sentó y dejó la bebida sobre la mesa. Miró irritado el concurso que tenía lugar en la televisión, pero no se molestó en apagarla. Estaba cansado, inquieto, molesto. Ya había disimulado bastante. Había cumplido con su obligación.

Había intercambiado unas palabras amargas con Lucas cuando le había dicho que debía asistir a la fiesta. Pero, al final, allí había ido. Sabía que Lucas tenía razón y seguía su criterio. Pero él no era tan buen comerciante. Sólo estaba interesado en la parte creativa. Por eso eran un buen equipo. Dió un largo trago al licor. ¡Bueno, al menos algo en su vida funcionaba! Sí, el trabajo iba bien. Aunque la vida fuera de él careciera completamente de sentido.

Pedro dejó el vaso con rabia sobre la mesa. Unos papeles resbalaron hacia el suelo. Se levantó de la silla y se agachó a recogerlos. Entonces vió algo que llamó su atención. Eran unas zapatillas de piel. Una todavía estaba en el pie que la poseía. Dejó los papeles y se acercó al sofá. Se quedó sin respiración, aunque iba preparado para lo que se iba a encontrar. Estaba tumbada en el sofá, con un brazo bajo la cabeza. El otro le cubría la cara en un gesto defensivo. Una pierna estaba debajo de la otra que caía hacia el suelo.

Se movió y susurró algo. La seda que cubría su pecho subía y bajaba rápidamente. La tranquilidad que momentos antes mostraba su rostro se vio alterada por un sueño. «Quizás ha sentido que estoy aquí», pensó él. Su boca se curvó en una sonrisa amarga. Ella seguía hablando, murmurando. Él se arrodilló junto al sofá y trató de captar las palabras exactas.

—No, el bebé no, no el bebé no... por favor...

Él se levantó en el mismo instante en que ella abrió los ojos. Un grito agudo llenó la sala. Pero el ruido de la televisión lo ahogó. El pánico se adueñó de ella, luchaba desesperadamente por respirar.

jueves, 18 de agosto de 2016

El Secreto: Capítulo 24

Paula lo miró fijamente. Le daba absolutamente igual que todos los de alrededor la estuvieran mirando, que el silencio se pudiera cortar con un cuchillo.

Pedro la miró indignado. De pronto, su gesto cambió.

—¿Te encuentras mal, estás enferma?

—No. Necesito hablar contigo. Ahora. En privado.

Llegaron al trailer. Sólo entonces se dio cuenta de que estaba con el vestuario del personaje. Había tensión. A Paula le daba igual.

—He estado hablando con Candela.

—¡Es eso! —Pedro se relajó—. Es la última vez que permito que el sentimentalismo obnubile mi sentido común. Puedo explicarte lo de Candela...

—Me ha contado lo de tu hijo.

—¿Sí?

Su expresión no coincidía con el aire de liviandad que quería darle a sus palabras. Paula se sentía mareada.

—¿Tienes un hijo Pedro?

—Iba explicártelo cuando llegara el momento.

—¿Y cuándo crees que habría sido el momento? —lo miraba como si de un criminal se tratase.

—Por tu reacción, creo que nunca habría sido el momento —de pronto, aquella relación ya no era divertida—. Benjamín tiene...

—¡Sabes su nombre!
—Benja tiene casi trece años.

—¡Vaya! Resulta que sabe algo de matemáticas. ¿Cuántos cumpleaños te has perdido, Pedro?

Un dolor intenso inundó su mirada. Pero Paula se sintió engañada. Una vez más había sido una estúpida, no se había dado cuenta de con quién estaba.

—Las circunstancias hicieron que fuera imposible...

—Sí, claro —dijo ella—. Siempre hay circunstancias... como tu falta de decencia. Ahora entiendo porqué te marchaste de Ohio. Estabas huyendo de tu responsabilidad.

—Si fueras capaz de escucharme un instante, te contaría porqué estaba trabajando tan lejos de casa. Sólo teníamos dieciocho años...

Eso no era motivo para abandonar a nadie. Ella también había sido joven e inocente y, a pesar de todo, había tenido que vivir todos aquellos años con las consecuencias. Si no hubiera sido así, tal vez habría sido capaz de decir todo lo que estaba diciendo en su propio nombre, y no en nombre de otra mujer.

—Yo no me he olvidado ni de Benja ni de Marina —no levantó la voz, pero cada sílaba vibraba con una intensidad inusual—. Es extraño, pero nunca pensé que las cosas fueran blanco y negro para tí.

¿Cómo se atrevía a mirarla de un modo tan desafiante, con un aire de superioridad como aquél?

—Cuando se trata de hombres que abandonan niños, no puede haber excusas posibles. Ni siquiera tienes el valor suficiente para admitirlo.

—Mira, ése es el primer error, porque lo admito. Pensé que eras una mujer sensible capaz de mostrar compasión y perdón por los errores ajenos. Tu profesión lo exige.

—Dejo mi compasión para la mujer y el niño que abandonaste —le gritó. Estaba dándole la vuelta a todo, hacía que pareciera ella la abandonada.

—Yo no abandoné a nadie, pero eso es algo que no estoy dispuesto a discutir contigo.

—Porque no soy un estúpida que se creería tu cuento.

—Desde luego lo que no eres es la persona que yo creía que eras.

Su tono era frío, vacío y, por primera vez, sintió que estaba perdiendo algo, mucho tal vez. Pero no, no había nada que perder, pues, en realidad, había amado una falsificación de hombre, una imagen que no correspondía con el original.

—Así que aquello no fue nada más que un lío pasajero.

Él se encogió de hombros. Su actitud era despreciativa.

—Puede que no vea a mi hijo todo lo a menudo que querría, pero al menos tengo la certeza de que no lo está educando una hipócrita —soltó una carcajada cruel—. Me da la impresión que eres tú la primera que esconde un esqueleto en el armario. ¿Algún crimen inconfesable? No se preocupe, doctora, no estoy interesado en descubrir cuál es.

El golpe de la puerta anunció su partida.



Cuando Delfina se encontró con ella dos horas después, mientras se dirigía hacia el coche, no tenía en el rostro señal alguna de lágrimas. Se detuvo, temblorosa. El brillo que había alumbrado sus ojos aquellos últimos días había desaparecido.

—Han tenido una pelea —afirmó Delfina—. Pedro ha insultado a cualquiera lo suficientemente estúpido como para no desaparecer de su vista. Además, ha hecho una escena tan aterradora, que hasta yo me he asustado. Siempre que interpreta da la impresión de que se está guardando algo en la manga, pero hoy nos ha dejado sin habla. Seguramente habrás logrado que le den un Oscar.

—¡Me alegro de haber sido útil —dijo Paula con amargura. Toda aquella gente era tan egocéntrica, sólo se miraban el ombligo. Se alegraba realmente de haber vuelto al mundo real.

—¡Lo siento! —dijo Delfina—. Realmente siento lo que ha sucedido. Pero no te preocupes, volverán a estar  juntos.

—No, hermanita, no volveremos  a  estar juntos, sencillamente porque lo detesto. Y no pienso volver a verlo en toda mi vida.

Delfina retrocedió ante la virulencia de la explosión.

—¡Pau! ¿Qué ocurre? No pareces tú —levantó las manos para tranquilizarla y su hermana le lanzó una mirada fulminante—. Y respecto a lo de no volver a verlo, te quedan tres semanas de trabajo con él.

—¡Cielo santo! ¡Es verdad! No había pensado en eso —se cubrió la boca con la mano. El estómago se le encogió.

—Bueno, si le explico que estás mal, tal vez rescinda el contrato sin más complicaciones.

Paula levantó la cabeza con orgullo.

—¿Mal? —no estaba dispuesta a que pensara que la había afectado lo más mínimo el incidente—. No estoy en absoluto mal. ¡No estoy dispuesta a darle esa satisfacción!

Delfina la observó. Le podría resultar útil utilizar todo aquello en un par de escenas. Quién sabía, tal vez ella también conseguiría un Oscar.