jueves, 16 de junio de 2016

Un Amor Imposible: Prólogo Primera Prte

—¿Quieres más café?

Pedro negó con la cabeza y dirigió una mirada especulativa al que una vez había sido su jefe y, desde hacía tiempo, era su mejor amigo.

Estaban sentados en la terraza de la magnífica mansión de Miguel, comiendo juntos, como siempre hacían cada vez que Pedro volvía a Sidney.

Miguel le había preguntado a Pedro acerca del proyecto del complejo residencial que se traía entre manos y había parecido complacido cuando le dijo que iba a ser un negocio muy exitoso.

Pero Pedro intuía que pasaba algo; siempre había sido muy intuitivo.

—¿Pasa algo, Miguel?

—Nada concreto. Simplemente tengo el presentimiento de que no voy a seguir mucho tiempo con vida.

—¿Has ido al médico? —preguntó Pedro, estupefacto ante aquella respuesta.

—Hace poco me hicieron una revisión y simplemente me dijeron que perdiera unos kilos y bebiera menos.

—Entonces ¿por qué te ha dado por pensar eso?

—Sé que algún día moriré y quiero estar preparado.

—Sólo tienes sesenta y un años, Miguel.

—De todas formas, he decidido rehacer mi testamento. Debería haberlo hecho cuando murió Alejandra, pero no me sentí con ánimos de hacerlo.

—Espero que no se te haya ocurrido dejarme nada, ¿verdad? —le avisó—. Ya has hecho mucho por mí, Miguel.

Miguel le había dado una educación y un trabajo cuando nadie lo habría hecho. Y además, le había enseñado todo lo relacionado con el mundo empresarial. Como colofón, le había dado la oportunidad de invertir en una película que se había convertido en una de las más exitosas de Australia. La novia del desierto les había dado mucho dinero a los dos.

—Pensé que tal vez quisieras el Rolls —le dijo Miguel—. Sigue yendo estupendamente. Ya sé que ahora prefieres los coches deportivos, pero no hay nada como un Rolls—Royce.

Pedro sonrió.

—De acuerdo, puedes dejarme el Rolls.

¡Cómo le gustaba ese coche En su juventud, había pasado horas lavándolo y abrillantándolo, sintiéndose como un príncipe cuando estaba tras el volante. La única pega había sido el uniforme de chófer que había tenido que llevar. No le gustaba cómo le trataba la gente cuando iba de uniforme, como si fuera inferior a ellos, pero nunca se lo había dicho a Miguel.

—Me gustaría nombrarte albacea de mi testamento. Si no te importa, claro.

—Por supuesto que no.

—Bien, también me gustaría que fueras el tutor legal de Paula hasta que tenga veinticinco años.

Pedro se puso tenso al oír esa petición, pero recordó que todo aquello era hipotético. Las posibilidades de que Miguel muriera antes de cumplir los setenta eran remotas, pero si por alguna desafortunada razón ocurriera, él estaría en una posición muy incómoda.

Había estado evitando a la única hija de su amigo desde la comida de Navidad de hacía unos años. La adolescente desgarbada y larguirucha había desaparecido dando paso a una voluptuosa mujer de curvas sinuosas. Hasta entonces, no había pensado que los ojos de Paula fueran bonitos. Almendrados y de un color verde oscuro, enmarcados por unas espesas cejas, no le habían parecido nada especiales. Sin embargo, en aquellos momentos, con las cejas depiladas y maquillados, había pensado que tenían una fascinante belleza exótica. Nada más mirarla, Pedro había sentido un ataque de lujuria tal que le había hecho sentirse culpable. Y las cosas habían ido de mal en peor. Ella lo había acorralado bajo el muérdago y le había dado un beso inocente, pero la reacción de él al beso no había tenido nada de inocente. Había tenido que contenerse para no meter la lengua en su dulce boca. Si ella hubiese sabido los lujuriosos pensamientos que poblaban su mente, no lo habría mirado con tal adoración.

A partir de entonces, él la había evitado; sólo visitaba a Miguel cuando sabía que ella estaba en el internado o el día de Navidad. Y en Navidades, siempre había llevado a alguna chica con él.

Pedro dejó vagar su mirada en esos momentos por la piscina y un recuerdo de las últimas Navidades asaltó su mente. Paula contoneándose al bajar las escaleras que llevaban a la piscina, ataviada con un minúsculo bikini verde esmeralda.

Él estaba solo en la piscina. Micaela no había querido acompañarlo; no había querido mojarse el pelo.

Paula no tenía esos remilgos. Se había lanzado de cabeza al agua y había aparecido al lado de él.

—¿Quieres que hagamos una carrera? —le había retado.

Aquello le había recordado las incontables veces que habían hecho eso cuando él había sido chófer y ella, una niña. El problema era que ya no era una niña. Y él ya no era chófer. El podía tener a cualquier mujer que quisiese, excepto a Paula. ¡Pero, demonios, cómo la había deseado en esos momentos!

No hay comentarios:

Publicar un comentario