—Me temo que sí.
—Ah, vaya.
—Da igual. Dime lo que pasó hace un rato para que te enfadaras tanto. ¿Estaba Pedro celoso como decía Ailén?
—Sí.
—¡Lo sabía! —exclamó Damián—. Le gustas, ¿verdad?
Paula negó con la cabeza.
—No me lo creía cuando me lo dijo. Y no sólo últimamente, sino desde que era una adolescente de dieciséis años.
—Vaya. ¿Y tú le has dicho que le correspondías?
—Sí.
—Entonces no lo entiendo —Damián parecía confuso—. ¿Cuál es el problema? Espero no ser yo. Supongo que le habrás dicho que en realidad no soy tu novio, ¿verdad?
—Sí, sí. Fui totalmente sincera con él. Incluso le dije que eras gay.
—¿Y?
—Siguió rechazándome. Dijo que él no era bueno para mí. Me dijo que mi padre le había pedido que me protegiera de los canallas de este mundo, de los cuales él se reconoce como el ganador de la medalla de oro.
—Por amor de Dios, ¿es que no se da cuenta de que después de aguantar sin seducirte y acostarse contigo todos estos años se ha convertido en uno de los buenos?
—Está claro que no.
—Esto requiere un plan más enrevesado. Mira, esta noche te sugiero que...
—Basta, Dami —le interrumpió—. Déjalo ya.
—Te estás dando por vencida —dijo en un tono que demostraba su decepción.
—No, sigo adelante. Y también Pedro. Ya me ha dicho que está deseando marcharse de aquí.
—Eso es porque no confía en sí mismo cuando está contigo. Le tienes contra las cuerdas, y quiere echar a correr para ponerse a salvo.
—Entonces que corra. Se ha terminado, Dami.
—¿Cómo se puede haber terminado cuando ni siquiera ha empezado?
—Podríamos dejar esta conversación y ponernos a comer, Dami?
Damián se encogió de hombros y se puso a comer unas gambas. Paula hacía lo posible por comer algo cuando Pedro regresó a la mesa. Se puso tensa mientras él retiraba la silla y el plato de Ailén; antes de tirar de su silla y sentarse a la mesa.
—Siento mucho lo que ha pasado, Paula —murmuró mientra sacudía su servilleta—. Gracias por sacar la cara por mí.
—No pasa nada. Ailén no debería haber dicho lo que ha dicho.
—¿Cómo?
—No, no debería. Pero entiendo por qué lo ha hecho; los celos te conducen a hacer... tonterías.
—Sí, lo sé. Siento mucho toda esta charada de hoy, Pedro.
—No me refería a tí, Paula. Me refería a mí mismo.
Ella se volvió a mirarlo, y se miraron a los ojos.
—Entonces estabas celoso, ¿no? —susurró.
—No vamos a hablar más de eso, Paula—le advirtió con brusquedad—. ¿Ha quedado claro?
Si su tono duro no era lo bastante convincente, sus ojos desde luego lo eran.
—Como que ahora es de día —dijo ella.
—Bien. Olvidémonos de todo lo que ha pasado hasta ahora y vamos a disfrutar de la comida de Navidad.
Paula se quedó allí sentada en silencio, estupefacta, mientras Pedro disfrutaba de la comida con aparente deleite. Se sorprendió aún más cuando se puso a charlar animadamente con el hombre que tenía a su derecha. ¿Estaría fingiendo, o sería cierto que los acontecimientos del día no le habían afectado? Ailén y él llevaban seis meses juntos, y acababa de dejarla en un instante. ¿Acaso no había sentido, no sentía, nada por ella? Estaba claro que no.
A lo mejor Pedro tenía razón. A lo mejor era un canalla. Paula miró a su derecha y disimuladamente le observó comerse media docena de ostras: se llevaba la concha a la boca, echaba la cabeza hacia atrás y se comía el delicioso bocado; después se relamía con deleite.
De tanto mirarlo, ensimismada, Paula acabó imitando sus movimientos sin darse cuenta.
—No eres capaz de parar, ¿verdad?
—¿Para el qué? —dijo ella con un hilo de voz.
—De tentarme. No, no te molestes en negarlo; ni en defenderte. Todo lo que has hecho hoy nos llevaba a este momento. Muy bien. Has ganado, Paula. Aunque dudo mucho que por la mañana lo veas como algo positivo.
—¿Pero de qué estás hablando?
Él esbozó de nuevo esa sonrisa fría, críptica.
—Te lo advertí, Paula. Si insistes en jugar con fuego, tienes que estar preparada para todas las consecuencias.
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