La joven suspiró aliviada.
—Cuando encuentres a tu impostor, y seguro que lo encuentras pronto, puede que te sorprenda descubrir que su motivo para suplantarte no era tan malvado. Tal vez haya una explicación razonable para su acción.
—Ya estás defendiéndolo otra vez — dijo él con sequedad—. ¿Qué puede haber de razonable en suplantar a otro hombre durante tres meses? ¿En usar su nombre, su departamento y sus logros en beneficio propio?
Ella respiró hondo.
—Tal vez sus acciones no nos parezcan razonables a tí o a mí —admitió—, pero eso no las convierte necesariamente en malas. Mira mi padre. Me secuestró, sí, y mi madre sufrió por ello. Pero ella no parecía darse cuenta de que mi padre también sufría, de que, de no ser así, jamás habría hecho algo tan desesperado.
— ¿Y quieres decir que mi impostor podía estar desesperado por algún motivo?
—No lo sé —ella no quería analizar el comportamiento de Lance.
No comprendía por qué no había confesado todavía la verdad. ¿Debería darle unos días más antes de romper su promesa de guardarle el secreto?
Si podía convencer a Pedro de que no acusara a Marcelo, esperaría.
— Lo único que sé es que a mi madre le interesaba más la venganza que la reconciliación. Fue ella la que empujó al fiscal a acusar a mi padre.
—¿Y él te culpó a tí?
Paula asintió, con un nudo en al garganta. Una reacción ridícula, ya que todo aquello había ocurrido más de quince años atrás.
— Eso no fue justo —declaró con rabia—. Tú no tienes la culpa de lo que pasó entre tus padres.
— Puede que no —ella tragó saliva con fuerza para no llorar delante de él—. Mi padre nunca lo dijo claramente, pero sé que le hice mucho daño. Vi lo decepcionado que estaba cuando pensaba que había elegido a mi madre frente a él. Nuestra relación nunca volvió a ser la misma.
Pedro le tocó la mano un instante.
— Él se lo pierde.
Paula lo miró. Él se inclinó un poco y le tomó la mano. Ella cerró los ojos y esperó el beso.
Pero el sonido de un claxon detrás de ellos rompió el momento. Pedro le soltó la mano y metió la marcha del Cámaro. La larga línea de vehículos empezaba a moverse hacia delante.
Pedro, tumbado en la manta, miraba las colinas enmarcadas por el azul brillante del cielo y pensaba cuánto tiempo hacía que no se sentía tan satisfecho. Paula, sentada a su lado, terminaba un trozo de pastel de zanahoria.
—No puedo creer que lo hayas hecho tú —dijo.
— Ya has probado todos mis talentos culinarios: tortillas y pastel de zanahoria.
El prado estaba lleno de mantas, pues los habitantes de Pleasant Valley habían acudido en masa al picnic anual del pueblo. Pedro había puesto la comida llevada por él en la mesa común. Paula había pasado de la carne seca de búfalo y la ensalada de patatas, pero había tomado dos trozos de pastel de zanahoria.
Lanzó un gemido y se tumbó a su lado, con la cabeza apoyada en una mano.
—Estoy llenísima.
—Pues te alegrará saber que el picnic anual del pueblo va seguido de la siesta anual del pueblo.
Paula se echó a reír. Miró a la gente que dormitaba a su alrededor.
—Eso es muy tentador.
Él la miró.
—Tú también lo eres.
El sol arrancaba brillos dorados a su pelo castaño, recogido en un moño apretado. En un impulso, levantó la mano y empezó a quitarle horquillas para soltárselo.
— ¡Eh! —protestó ella, intentando detener la cascada de rizos que caía sobre su rostro.
Pedro sonrió.
—¿No te he dicho que en los acontecimientos públicos de Pleasant Valley está prohibido recogerse el pelo?
—¿Sí?
— Sí. Pregúntale a mi padre si no me crees.
Ella miró la manta donde estaban los padres de él.
—Creo que están durmiendo.
—O eso o besándose. Yo procuro no mirar por si acaso.
—¿Y por qué no me ha detenido el sheriff si está prohibido recogerse el pelo? — siguió ella la broma.
— Porque estás conmigo. Yo soy muy importante en este pueblo.
— Bueno, pero yo no quiero violar la ley —se ahuecó el pelo con los dedos y se tumbó boca arriba a mirar el cielo—. Por cierto que tú debes tener cuidado con el peso. Creo que has comido cuatro o cinco trozos de pollo.
— Seis —confesó él—. El pollo frito de mi madre es una de mis debilidades.
— ¿Tienes más?
—La tarta de merengue y limón —musitó él. La miró—. Los ojos avellana grandes. Las bibliotecarias puritanas.
— Te burlas de mí.
—¿De verdad? —susurró él—. ¿Te gustaría ver mi mayor debilidad?
—No sé —murmuró ella, adormilada—. ¿Dónde tengo que mirar?
Él se sentó y le tendió la mano.
—Ven conmigo y te lo mostraré.
Ella vaciló un momento, pero se dejó poner en pie antes de soltarle la mano.
— ¿Les decimos a tus padres que nos vamos?
Pedro miró la manta colocada debajo de un pino enorme donde yacía su padre al lado de su madre.
—No creo que nos echen de menos.
Ella lo siguió por un camino polvoriento.
—¿Adonde vamos?
—Ya lo verás —prometió él. Apartó una rama y la dejó pasar delante.
Volvió a tomarle la mano y esa vez ella no la soltó. Siguieron el sendero, que se metía cada vez más en el terreno rocoso del pie de las montañas. La nieve cubría las cimas de éstas, pero allí abajo hacía calor.
—¿Cuánto falta para esa debilidad tuya? —preguntó ella, un poco jadeante.
La subida era difícil, incluso para alguien como Pedro, que se había criado en la zona.
— Ya casi hemos llegado.
Al fin llegaron a una planicie, lo bastante alta para que las mantas tendidas en el prado parecieran baldosas pequeñas. Paula se sentó en una roca plana para recuperar el aliento y disfrutar de las vistas.
— No creo que pueda seguir subiendo.
—No hace falta —anunció él—. Hemos llegado.
Ella miró los pinos y rocas que los rodeaban.
— ¿Es aquí?
Él señaló una abertura en la pared de roca.
—Justo ahí. Yo la llamo la Cueva Alfonso. De chico era mi escondite secreto. Hay muy pocas personas que sepan que existe.
Ella palideció.
—¿Una cueva? ¿Una cueva oscura, estrecha y claustrofóbica?
Él se echó a reír.
— Para mí es un lugar íntimo y acogedor. ¿Quieres echar un vistazo?
—No estoy segura —repuso ella—. Supongo que es una cueva muy bonita, pero...
Él sonrió al ver su expresión.
— Pero no te gustan las cuevas.
— Nunca he estado en ninguna —confesó ella—. Y no sé si quiero empezar ahora.
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