Mientras lo observaba dar las gracias por el premio, comprendió que, si no tenía cuidado, podía cometer el error de enamorarse de él. Un riesgo merecedor del Premio a la locura. Un riesgo que no estaba dispuesta a correr.
—Sólo un piso más —dijo subiendo la escalera de incendios detrás de Paula.
— ¿Te he dicho que no me gusta la altura? —-preguntó ella, agarrada a la barandilla de hierro.
La entrega de premios había terminado quince minutos atrás y había dado paso al baile. A Paula no le apetecía bailar y, al parecer, a Pedro tampoco, por lo que sugirió llevarla en una aventura. Ella tenía que haberse negado, pero no pensaba con claridad desde el beso.
— ¿En qué piso estamos ahora? —preguntó, un poco sin aliento debido a la subida.
— En el veinticinco —se colocó a su lado en la estrecha escalera—. Sólo faltan tres.
Ella se quitó los zapatos de tacón alto y siguió subiendo a pesar del cansancio.
—Espero que valga la pena.
— La vale —le prometió él.
Le tomó la mano y la ayudó el resto del camino.
Al fin llegaron a la parte de arriba de las escaleras. Pedro se peleó un momento con la puerta gruesa de acero, pero consiguió abrirla y salieron a la azotea.
Paula miró la vista panorámica de Denver y se quedó sin aliento. Las luces de la ciudad brillaban como un millón de estrellas en el terciopelo oscuro de la noche. Valía la pena la subida.
— ¿Te gusta? —preguntó él.
—¡Es increíble!.
—Tú también —la tomó en sus brazos—. Llevo toda la noche queriendo decírtelo.
El cumplido hizo que se sintiera aún más culpable por guardarle el secreto a Lance.
— ¿Por qué la escalera de incendios conduce a la azotea? —preguntó, para cambiar el tren de sus pensamientos.
Él pareció confuso un momento.
—Supongo que por si un incendio bloquea todas las salidas en los pisos más bajos. Aquí arriba hay un helipuerto, por lo que un helicóptero podría rescatar a la gente.
Ella se estremeció. Más por la idea de quedarse atrapada en un incendio que por la brisa nocturna.
— ¿Tienes frío?.
Paula negó con la cabeza, pero él se quitó la chaqueta y se la puso sobre los hombros. Estaba aún caliente de su cuerpo y ella apretó las solapas contra sí y la olió. El viento revolvía el pelo de él y ella no pudo evitar fijarse en lo magnífico que estaba a la luz de la luna.
Lautaro Golka jamás podría convertirse en Pedro por mucho que lo intentara. Y por mucho que a ella le atrajera Pedro, jamás podría ser algo permanente en su vida. Se movían en mundos distintos y no podía engañarse a sí misma como hacía Lautaro.
Las manos de él descansaban en sus hombros mientras disfrutaban de la vista. Sentía el cuerpo de él contra su espalda.
— Gracias por acompañarme esta noche.
—De nada.
Era el momento de decirle la verdad sobre Lautaro. Así podrían seguir caminos separados y no tendría que volver a verlo ni combatir sus traicioneros deseos.
Se volvió a mirarlo y respiró hondo. Pero él la besó y ella emitió un gemido en vez de las palabras que pensaba decir.
Pedro la abrazó por la cintura y la estrechó contra sí.
La besó en los labios de nuevo y ella le devolvió el beso con toda la pasión de su corazón, con la pasión que había tenido encerrada desde aquella noche inolvidable en su cama.
Pedro gimió también y levantó las manos hasta su rostro para acariciarle las mejillas con ternura. Apartó la boca y susurró:
— Te deseo, Pau. Te necesito.
Acarició la curva del trasero de ella y la levantó en vilo hasta que ella abrazó la cintura de él con las piernas y el vestido le subió por los muslos. La besó y retrocedió hasta que la espalda de ella quedó apoyada en una chimenea de ladrillo.
Le acarició los muslos sin dejar de besarla y ella gimió con suavidad y le desabrochó los botones de la camisa para tocarle el pecho.
Pedro echó atrás la cabeza y las manos de ella bajaron hacia el cinturón. Él le sujetó las muñecas contra la chimenea y fue bajando la boca por el cuello de ella.
Paula gimió con suavidad. Él le soltó una de las muñecas para tirar del vestido hacia abajo y liberar los pechos. La brisa nocturna enfrió los pezones, pero él los calentó con la lengua, primero uno y luego el otro.
A ella le palpitaba todo el cuerpo y sabía que no podría resistir mucho más. Bajó la mano libre a la cremallera del pantalón de él, consciente de que él era el único que podía apagar el fuego que crecía en su interior. Pero algo la hizo vacilar.
El ruido de voces en las escaleras se abrió paso al fin entre la niebla de su deseo. Se apartaron jadeantes y se arreglaron la ropa con rapidez. Paula se subió el escote del vestido, horrorizada por lo que había estado a punto de ocurrir. Casi habían hecho el amor en la azotea, donde cualquier podía verlos.
Eso era una prueba más de que, en lo referente a Pedro, no podía confiar en sí misma. El poder que tenía sobre ella era demasiado grande. Demasiado peligroso.
Se abrió la puerta de la escalera y salieron dos parejas. Los miraron un momento y se alejaron hacia el otro lado de la azotea.
— Creo que deberíamos buscar un lugar más íntimo —susurró con un brazo en torno a la cintura de ella—. Y cuanto antes mejor.
Lautaro Golka no había suscitado nunca esa respuesta en ella. Ni él ni ningún otro hombre. ¿Pero era sólo lujuria o había algo más? Sólo había un modo de descubrirlo.
Deseaba tan desesperadamente a Pedro, que sentía miedo. Había visto lo que esa clase de desesperación podía hacerle a la gente, lo destructora que podía ser. Su corazón le decía que se lanzara y corriera el riesgo, pero su cabeza sopesaba las consecuencias. Un hombre como Pedro no buscaba compromisos. ¿No había dejado claro esa noche que su trabajo era su vida?
Paula sabía que no podía darle su cuerpo sin entregarle también su corazón. Un corazón que él no le había pedido y que posiblemente no quería. Lo que implicaba que ella seguiría el mismo camino desastroso que sus padres. Se dejaría llevar por la pasión en lugar de por la lógica.
—Creo que debería llamar a un taxi.
Él frunció el ceño. Le acarició la mejilla con el pulgar.
— ¿Qué te pasa?
Ella se apartó.
—Tengo que irme a casa.
Se dirigió a las escaleras antes de que él le hiciera cambiar de idea.
Pedro se acercó y la tomó del brazo para detenerla.
—Paula, espera. Si de verdad es lo que quieres, yo puedo llevarte a casa.
Ella lo miró a los ojos.
—Prefiero tomar un taxi. No he debido venir esta noche, ha sido un error.
— El modo en que acabas de besarme no es ningún error —los dedos de él se cerraron en torno a su muñeca—. No puedes irte ahora.
Paula tragó saliva y buscó las palabras que pudieran hacer que la soltara; aunque para ello tuviera que mentir.
— Yo no debería besar a nadie —dijo—. Ya tengo novio.
Pedro palideció y la soltó como si quemara. Ella bajó las escaleras de dos en dos, con la mano en la barandilla para no perder el equilibrio. Pero no tenía que haberse molestado en darse prisa. Él no la había seguido.
Cuando al fin llegó a la acera y paró un taxi, se dió cuenta de que no llevaba zapatos, que seguían en el piso veinticinco, donde se los había quitado en la ascensión hasta la azotea.
Pensó un momento si volver a por ellos. Pero optó por subir al taxi.
—Olvídate de los zapatos —murmuró para sí—. Olvídate de Pedro y olvídate de todo.
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