martes, 14 de junio de 2016

Extraños En La Noche: Capítulo 46

1. Encontrar a Pedro.

El viernes por la noche se había acercado a Lorena en el bar Alligator, donde trabajaba de camarera los fines de semana y, aunque al principio ella no había querido decirle el paradero de Pedro, terminó por hacerlo cuando comprendió que Paula no estaba dispuesta a rendirse.

Eso había sido lo más fácil. Lo difícil había sido convencerse de que podía afrontar la parte salvaje de la costa oeste de Nueva Zelanda. Pedro hacía fotos cerca de la ciudad remota de Harihari y tardaría tres días en llegar allí. Una vez en Queenstown, tendría que alquilar un helicóptero para llegar hasta donde estaba Pedro. La preparación del viaje había llevado al segundo punto de la lista.

2. Investigar Nueva Zelanda.

Había pasado el sábado en Internet y en la biblioteca, investigando todos los aspectos del viaje. Había descubierto que el clima en Nueva Zelanda en julio era cálido, por lo que había hecho las maletas de acuerdo con ello. También había estudiado a fondo las plantas y los animales y descubierto que no había serpientes venenosas pero sí muchos mosquitos.

Miró el siguiente punto de la lista.

3- Vaciar las cuentas bancarias.

El coste el viaje de ida y vuelta había agotado prácticamente su tarjeta de crédito. Lo que implicaba que tendría que gastar sus ahorros para pagar los hoteles, la comida, el transporte en Nueva Zelanda y los demás gastos.

Terminó de revisar la lista y se disponía a cruzar la puerta de embarque cuando la detuvo una voz.

—¡Paula!

Se volvió y vió a Eliana Myerson que corría hacia ella. La directora había intentado disuadirla del viaje, pero había aceptado darle vacaciones.

—Me alegro de haberte encontrado — dijo sin aliento.

— ¿Qué ocurre? —preguntó preocupada.

—Te han llamado a la biblioteca. Una tal Lorena.

—¿Lorena O'Conner? ¿Y qué ha dicho?

Eliana se acercó a ella y le puso una mano en el hombro.

—Será mejor que te sientes.

Ella sintió miedo.

— Dímelo.

— Ha desaparecido.

—Desaparecido —repitió ella.

— Al parecer ayer salió para una sesión de fotos sin llevarse un guía —la directora respiró hondo—. Y no volvió.

—Eso no significa que le haya pasado nada ... A lo mejor quería estar solo.

—Puede —asintió—. Pero no puedes hacer este viaje sin saber lo que te vas a encontrar allí. Creo que es mejor que te quedes aquí y esperes noticias. Lorena opina igual.

Paula no lo dudó ni un momento.

— No puedo quedarme aquí. Quizá Pedro me necesite.

Eliana movió la cabeza.

—No le servirás de mucho si tú también te pierdes. Y tú no tienes ninguna experiencia de sobrevivir en territorio salvaje. Estarías fuera de tu elemento y sólo Dios sabe los peligros que puedes encontrarte.

Paula sabía que la directora tenía razón. Su experiencia se reducía a lo que había leído en libros.

El altavoz anunció en ese momento la última llamada para embarcar con destino a Nueva Zelanda y Paula comprendió que la decisión que tomara en ese instante podía ser de vida o muerte.

Pedro llevaba una semana solo, luchando contra los elementos y el terreno duro de la costa oeste de Nueva Zelanda y seguía sin poder quitarse a Paula Chaves de la cabeza. Unos días atrás, había escapado de su guía, quien parecía más una niñera que un experto en el terreno y desde entonces acampaba en la ribera del río Whataroa y se decía que lo estaba pasando muy bien.

Pero nunca había sido un buen embustero.

Al contrarío que Paula. Aún le costaba creer que lo hubiera traicionado de ese modo, sobre todo después del modo en que habían hecho el amor en la biblioteca. La pasión que había visto en sus ojos no era mentira. Pedro conocía bastante a las mujeres para estar seguro de eso.

Por eso entendía aún menos su engaño.

Se subió a una roca para buscar el ángulo ideal para la siguiente foto, metió la mano en la mochila y se colocó un chaleco arnés naranja brillante. Una cuerda de nylon de doble fuerza colgaba del chaleco. Ató el extremo al tronco de un árbol cercano a la roca y probó su resistencia.

Tomó la cámara y se la colgó al cuello. Luego se acercó con cuidado al borde de la roca. Seis metros más abajo caía una catarata, que ofrecía una vista impresionante de la naturaleza en su estado más primitivo. Una niebla húmeda le mojó la cara y tapó la lente de la cámara hasta que estuviera listo para sacar la foto.

Se acercó más al borde, levantó la cámara y ajustó la lente. Sus pensamientos se desviaron una vez más hacia Paula y se preguntó si estaría trabajando en la biblioteca en ese momento. No, más probablemente estaría en la cama, teniendo en cuenta el cambio horario. O en la cama de Lautaro.

Resbaló en la superficie musgosa de la piedra y perdió el equilibrio. Luchó por recuperarlo y tendió la mano hacia una rama que colgaba cerca, pero falló y quedó colgado en el aire, balanceándose adelante y atrás en el arnés, que era lo único que le impedía caer a la traicionera catarata.

— Genial —murmuró.

Procuró valorar racionalmente su situación. No tenía buen aspecto. Intentó ampliar el movimiento agarrándose al arnés y moviendo las piernas como hacía de niño en los columpios, pero la cuerda del arnés era demasiado corta para darle impulso suficiente para llegar a la roca. Intentó subir por la cuerda, mano sobre mano, pero el cordón era muy delgado y resbaladizo y no conseguía agarrarse bien.

Siguió pues colgado en el aire y preguntándose si ese año ganaría el Premio a la Locura de modo postumo. Sonrió por la ironía de todo aquello. Había perdido su concentración pensando en Paula. Él corría riesgos todos los días, pero a la primera señal de peligro de que podía perder su corazón había salido corriendo. Y ese incidente demostraba que no podía huir de Paula. Ella estaba en su mente y en su corazón las veinticuatro horas. La quería y no había dejado de quererla.

Pero era demasiado tarde para decírselo ya. Merecía un premio, sí, el Premio a la Cobardía por no haber tenido el valor de quedarse en Denver a luchar por la mujer a la que amaba.

A medida que avanzaba el día y seguía colgado en el aire, empezó a preguntarse cuánto tiempo podría sobrevivir sin agua y comida. No había visto un alma en los tres últimos días, por lo que sabía que las probabilidades de que lo rescataran no eran muchas. El cansancio pudo con él a media tarde y empezó a adormilarse a ratos soñando con Paula.

—Pedro, ¿estás bien?

Abrió los ojos y la vió de pie en el borde de la roca. Volvió a cerrarlos porque no quería despertar y perder la imagen de ella, tan clara y vivida en su mente.

— ¡Pedro!

Le pareció que olía a jazmín. Algo le golpeó el estómago y abrió de nuevo los ojos. La Paula de sus sueños le tiraba trozos de tierra pegada. Uno le dió en la rodilla y otro, más grande, en el codo.

— ¡Ah, eso duele! —dijo él. Extendió la mano para frotarse el codo y guiñó los ojos—. ¿Paula?

Seguramente estaba alucinando. Paula no podía estar en Nueva Zelanda y mucho menos en la ribera del río Whataroa.

— ¿Estás bien, Pedro?

Tenía una mochila caqui a la espalda y arañazos en las piernas y los brazos. Llevaba botas gruesas de montaña y un sombrero caqui que ocultaba casi todo su cabello castaño.

—Me duele un poco el codo, pero nada más —en su mente empezaba a abrirse paso la posibilidad de que ella no fuera una ilusión—. Un poco colgado en este momento.

— Eso no tiene gracia —lo riñó ella—. No puedo creer que hagas algo así sólo por una estúpida foto. A partir de ahora, no podrás correr esos riesgos con tu vida.

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