Y con eso en mente empezó a relajarse un poco. Daba lo mismo lo que llevara puesto. Ya podía tranquilizarse y actuar con naturalidad delante de Pedro, algo que no habría hecho con los ridículos planes anteriores.
Paula habría llamado a Damián para decirle que no hacía falta que fuera al día siguiente si no le hubiera dicho ya a Felisa que pusieran un cubierto más en la mesa de Navidad para su novio. Aunque Pedro no había estado en casa cuando se lo había contado, Paula estaba segura de que Felisa se lo habría contado esa mañana durante el desayuno. Felisa era una mujer estupenda, pero bastante dada al chismorreo.
Sólo quedaba continuar con aquella charada.
—Seguro que mañana me alegraré de todo esto —murmuraba Paula en voz baja al salir del coche.
Por lo que le había comentado Felisa, la nueva novia de Pedro, Ailén, debía de ser una bruja.
—Es tan mona como la anterior —le había dicho Felisa después de decirle que era una creída—, sólo que más inteligente. ¡Y cómo presume de ello! Pero sé que no va a durar más que las demás; nuestro Pedro no supera los seis meses. Si ese chico sienta la cabeza algún día, me meto a monja.
Paula hizo una mueca mientras sacaba las dos pesadas maletas del maletero del coche. Ella haría lo mismo.
Pedro no era de los que se casaban, eso estaba muy claro; y tampoco le iba el romanticismo. Satisfacer sus necesidades sexuales era su juego en lo que se refería a las mujeres.
Una vez le había reconocido a Paula, cuando ella tenía unos doce años y acababan de ver una película romántica en la tele, que jamás podría enamorarse como los personajes de aquella historia. Le había confesado con tristeza que no tenía ni idea de lo que era sentir esa clase de amor.
Paula presumía que su incapacidad para amar a las mujeres estaba relacionada con haberse criado en un hogar sin amor, un tema que había oído discutir a sus padres poco antes de morir su madre. Aparentemente, Pedro había sufrido muchísimo a manos de un padre alcohólico y violento y se había escapado de casa para vivir en las calles de Sidney cuando sólo tenía trece años. Después de esto, había tenido que hacer algunas cosas horribles para sobrevivir.
Paula jamás se había enterado del grado de violencia de esas cosas, pero se las imaginaba. Justo después de cumplir dieciocho años, Pedro había pasado dos años en la cárcel por robar coches. Durante ese tiempo Pedro había conocido por fin lo que era la bondad y que alguien lo ayudara un poco. Un hombre había descubierto su inteligencia, su capacidad, un hombre que durante años había dedicado generosamente muchas horas a ayudar a los menos favorecidos.
Pedro entró a formar parte de un programa especial de re inserción que ese hombre había fundado. Enseguida se había convertido en uno de los alumnos más brillantes y conseguido completar sus estudios superiores en un tiempo récord. Ese hombre que había ayudado a Pedro había sido su padre.
—¡Paula!
Paula estuvo a punto de caerse del susto; pero al ver quién era, sonrió.
—Hola Juan, qué bien te veo.
El marido de Felisa debía de tener más de sesenta años ya, pero era uno de esos hombres atléticos que se movía siempre con agilidad y por el que los años no parecían pasar.
—¿Traes mucho equipaje, Paula? —el hombre se acercó al maletero—. Vienes para quedarte, ¿verdad?
—Todavía no, Juan. ¿Me has conseguido un buen árbol?
—Sí, una preciosidad. Lo he colocado en el sitio de siempre en el salón.
También he puesto los paquetes para decorar alrededor y he colgado las luces en la terraza de atrás.
—Estupendo. Gracias, Juan.
Juan asintió. A diferencia de su esposa, él no era un hombre muy hablador. Cuidaba maravillosamente de los extensos jardines de Goldmine, donde había muchos caminos y grupos de rocas, combinados con estanques y fuentes, estratégicamente colocados entre los árboles y las diferentes plantas.
Recogió las maletas de Paula sin que ella se lo pidiera y echó a andar por el camino que llevaba al porche delantero, fastidiándole a Paula el plan de colarse por los garajes sin que nadie la viera.
Para ser sincera, a Paula le habría gustado de todos modos cambiarse antes de que la viera Pedro. Habría sido agradable ver la cara de sorpresa de su tutor. Suspiró, cerró el coche y se apresuró por el camino para alcanzar a Juan, que ya había dejado las maletas a la puerta y en ese momento llamaba al timbre.
—Tengo llaves —dijo Paula.
Paula metió la mano en el bolso, pero en ese momento alguien abrió la puerta. Era Pedro.
Paula se alegró de llevar puestas las gafas de sol; y no por la reacción de Pedro al verla, sino por su reacción al verlo a él.
Tan preocupada había estado pensando en su propia apariencia que se había olvidado de lo atractivo que siempre le había parecido Pedro; sobre todo con la poca ropa como llevaba en ese momento: unos pantalones cortos y una camiseta blanca sin mangas que destacaba su precioso bronceado.
Paula paseó la mirada oculta tras las lentes oscuras por su cuerpo, hasta regresar a sus labios.
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