Cuando Felisa le puso delante un poco de flan en un cuenco, Paula no pudo negarse, aunque sí trató de tomárselo muy despacio. Pedro, por el contrario, engulló su parte en dos segundos y después tuvo el atrevimiento de servirse una segunda porción. Claro que él hacía pesas tres o cuatro veces por semana, y también nadaba bastante.
Aunque ya tenía treinta y seis años, no tenía ni un gramo de grasa en su cuerpo largo y esbelto; y aparte de ensanchar un poco por los hombros y el pecho, Pedro no había cambiado mucho desde que se habían conocido. Físicamente no había cambiado mucho, pero en otras cosas el cambio había sido notable. Pedro siempre se había adaptado a la empresa en la que estuviera, mostrándose a veces amable y encantador y otras adoptando un aire sofisticado y de saber hacer; ambos personajes muy alejados del joven introvertido y furibundo que había sido cuando había ido a vivir a Goldmine.
Paula recordó que con ella nunca se había enfadado, y cómo siempre había sido dulce, amable y generoso con su tiempo. Gracias a Pedro la vida de una niña solitaria había sido menos solitaria. ¡Y cuánto le quería por ello!
Paula prefería mucho más al Pedro de antaño que al que tenía sentado a su lado en ese momento. Al principio, cuando se había metido en el mundo de los negocios, ella había admirado su ambición. Pero el éxito había convertido a Pedro en un hombre que ansiaba la buena vida, alimentándose de placeres tan fugaces como superficiales. Aparte de la casa de verano de Happy Island, tenía un ático de lujo en Gold Coast y un chalé en las pistas de nieve del sur. Cuando no estaba trabajando para ganar más dinero, iba de un sitio a otro, siempre en compañía de su última conquista amorosa. Pero el amor no formaba parte de la vida de Pedro.
Su padre siempre había dicho lo orgulloso que había estado de Pedro; había alabado la ética profesional de su protegido, su intelecto y su vista para los negocios. Y Paula se daba cuenta de que, profesionalmente, había mucho de lo que estar orgulloso. Pero sin duda su padre, de haber vivido, se habría sentido decepcionado con el modo en que Pedro llevaba su vida personal. Había algo censurable en un hombre a quien las novias sólo le duraban seis meses y que presumía de que jamás se casaría con ninguna. Para ser sinceros nunca había presumido de su incapacidad para enamorarse; sólo se había limitado a afirmar que era así.
Paula tenía que reconocer que por lo menos Pedro era sincero en sus relaciones personales. Estaba segura de que nunca le contaba mentiras a sus novias, y que éstas siempre sabían desde el principio que su papel en la vida de Pedro era estrictamente sexual y definitivamente temporal.
—Me alegra ver que aún eres capaz de disfrutar de la comida.
El chistoso comentario de Pedro sacó a Paula de su ensimismamiento. Cuando vió que se había servido otra porción y se la había zampado sin darse cuenta, se puso un poco tensa.
—¿Quién podría resistirse al flan de Felisa? —le dijo tranquilamente para no delatarse—. Las próximas Navidades haremos una comida de Navidad más reducida, Felisa, y podrás cocinar lo que te apetezca.
—¿No vas a continuar con la tradición de tu padre? —le preguntó Pedro en tono de desafío.
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