Paula respiró hondo.
—Eso es muy noble de tu parte, pero da la casualidad de que yo no estoy dispuesta a dejarte marchar.
Lo besó en la boca por sorpresa y él se quedó un momento inmóvil, pero luego la abrazó y apretó su cuerpo contra él. La besó con pasión y Paula respondió de igual modo.
Cuando la fuerza del beso la empujó contra una mesa de madera, se tumbó en ella y tiró de él hacia sí. Unos libros cayeron al suelo mientras se desnudaban con rapidez, demasiado frenéticos para ir despacio.
Después de negarse tanto tiempo sus sentimientos, Paula anhelaba sentir. Sentir las manos de él acariciando su cuerpo, sentir su lengua húmeda en los pezones. Gimió y lo abrazó con fuerza, con urgencia.
Su respuesta pareció excitarlo aún más.
—No puedo... esperar —movió la mano entre las piernas de ella—. Mírame, Pau.
La joven abrió los ojos, lo vóo inclinado sobre ella y supo que Pedro quería que supiera que era él el que le hacía el amor, quería desvanecer para siempre cualquier imagen de su suplantador. No sabía que lo había hecho ya la primera noche que estuvieron juntos.
—Te quiero, Pedro —susurró ella en la penumbra—. Mi Pedro.
Al oír su nombre, él la penetró y unió sus cuerpos y sus almas en una entidad perfecta. Carne con carne, corazón con corazón. Ella empezó a moverse con él, con la espalda resbalando en la superficie pulida de la mesa. Se agarró a los bordes para sostenerse y el orgasmo llegó deprisa.
Pedro acalló sus gritos de placer con la boca y la besó profundamente mientras la seguía al abismo. Más tarde, cuando los dos pudieron respirar de nuevo, la abrazó y se colocó de espaldas, ofreciéndole su cuerpo a modo de almohada.
— ¿Te he dicho ya lo emocionante que me parece tu club de lectura de los Jueves?.
Ella se abrazó a él.
—La próxima semana hablaremos de Grandes ilusiones. Y yo tengo algunas propias, así que espero que vengas preparado —abrió mucho los ojos, horrorizada—. ¡Oh, Pedro! Hemos olvidado usar preservativo.
Él levantó la cabeza para besarla.
— No, yo me he puesto uno.
— ¿Cuándo?
— En el último momento —rió él—. Me parece que estabas demasiado excitada para fijarte en eso.
—Es posible —murmuró ella, con tristeza.
Él le acarició la barbilla.
— Eh, ¿qué te pasa?
— ¿Siempre llevas preservativos encima por si tienes suerte?
— No —repuso él con seriedad—. Lo creas o no, éste lo guardé en la cartera justo antes del picnic. Supongo que esperaba tener ocasión de hacerte el amor en Pleasant Valley.
Ella lo miró.
— Pero allí ni siquiera me besaste.
— Quería que tú dieras el primer paso. Yo intentaba cortejarte.
— ¿Llevándome a una cueva? —sonrió ella.
—Allí tenía velas —confesó él—. Y champán. Después de espantar a las serpientes estaba decidido a conseguir que entraras, pero tú dijiste que no te sentías bien y querías irte.
— ¡Oh! — exclamó ella con un suspiro—. No puedo creer...
Él le puso una mano en la boca y frunció el ceño.
— Creo que oigo algo.
Paula se quedó inmóvil y se esforzó por escuchar. Captó el ruido de una llave en la cerradura seguido del sonido de pasos. Pedro la estrechó con fuerza, con aire protector.
—¿Quién es? —susurró.
—El hombre de la limpieza —murmuró ella, horrorizada.
Si los descubrían, como mínimo perdería su dignidad, y quizá también su trabajo.
—Vámonos
Él buscó sus pantalones. La ropa de los dos estaba esparcida por el suelo, con algunas prendas colgando de libros en los estantes. Se vistieron deprisa pero en silencio. El hombre de la limpieza, que se había puesto a silbar, se acercaba cada vez más.
—Necesitamos un plan de huida —susurró.
— Hay una puerta en la parte de atrás — repuso ella. Tomó las sandalias—. Pero nos verá si vamos hacia allí.
—Si lo distraemos no. ¿Preparada para correr?
Paula se imaginó teniendo que explicar aquel incidente a la directora y tragó saliva con fuerza.
—Preparada.
Pedro levantó uno de los libros que habían caído al suelo desde la mesa y lo arrojó lejos de ellos. Aterrizó con fuerza en el suelo de linóleo y el ruido hizo que el hombre de la limpieza dejara de silbar.
— ¡Eh! —gritó—. ¿Quién hay ahí?
— Corre —susurró.
Paula echó a correr descalza hasta la puerta de atrás. Cuando la cruzó, oyó a Pedro detrás de ella.
Los dos siguieron corriendo hasta que llegaron al seto alto que rodeaba el estacionamiento y los ocultaba de la biblioteca.
— Lo conseguimos —musitó ella, jadeante.
Él le rodeó la cintura con el brazo.
— El pobre hombre pensará que hay un fantasma.
—No creo. Llamará a la policía. No es la primera vez que un vagabundo intenta dormir en la biblioteca. Eso explicará los ruidos.
— Entonces estás a salvo.
Paula lo miró.
—¿Lo estoy?
—Sí. Siempre estarás a salvo conmigo. Te lo prometo.
La joven se inclinó a besarlo y sus pechos rozaron el torso de él.
—Tenemos que salir de aquí.
Él le tomó la mano.
—Sígueme.
Ella obedeció, disfrutando plenamente de la aventura de enamorarse.
—Adonde tú quieras.
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