jueves, 16 de junio de 2016

Un Amor Imposible: Capítulo 2

Paula tenía que reconocer que era verdad, y por eso había hecho lo que él le había sugerido. Sin embargo, ella siempre había sospechado que detrás de todo aquello estaba el hecho de que Pedro quería que ella pasara el mayor tiempo posible fuera de casa para así poder tener mayor libertad de movimientos. Tenerla dos cuartos más allá del suyo sin duda limitaría su libertad de acción.

Pedro cambiaba de novia como quien se cambia de camisa.

Cada vez que Paula volvía a casa, Pedro tenía una novia distinta colgada del brazo; cada una más bella que la anterior. Paula detestaba verlo con todas ellas.

El último año, Paula había restringido sus visitas y sólo iba en Pascua y en Navidad, además de las vacaciones de invierno, durante las cuales Pedro siempre había estado fuera, esquiando. Ese año llevaba sin ir a casa desde Pascua, y Pedro no se había quejado; más bien había aceptado de buena gana sus muchas y variadas excusas. Cuando llegara a casa al día siguiente, el día de Nochebuena, haría nueve meses que Pedro y ella no se veían. Sólo de pensarlo Paula se puso nerviosa. «¡Pero qué estúpida soy!», se reprochaba. «Nada cambiará jamás».

Había llegado la hora de enfrentarse a la amarga verdad; de dejar de rezar para que ocurriera el milagro.

—Se llama Pedro Alfonso—respondió Paula  con naturalidad—. Ha sido mi tutor legal desde que tenía dieciséis años; y desde que a los ocho años perdí la cabeza por él, no la he vuelto a recuperar.

Se negaba a llamarlo amor. ¿Cómo podía estar enamorada de un hombre como Pedro? Él había prosperado en los negocios, pero también se había convertido en un mujeriego.

A veces Paula se preguntaba si se habría imaginado que él había sido amable y bueno con ella cuando ella era una niña.

—¿Has dicho ocho? —le preguntó Damián.

—Sí. Entró a trabajar de chófer de mi padre cuando yo tenía ocho años.

—¡Era su chófer!

—Es una larga historia. Pero no fue Pedro el causante de mi obsesión con la comida. Fue su novia.

Ésa que no le había dejado ni a sol ni a sombra las Navidades pasadas; una bella y esbelta modelo en cuya presencia Paula se había sentido inferior.

Ya durante aquellas Navidades Paula se había consolado comiendo. Entre Navidad y Pascua, cuando Paula había vuelto a casa, había engordado diez kilos. Cuando la había visto Pedro se había quedado boquiabierto, seguramente del susto, pero no había dicho nada. Su nueva novia, una impresionante pero igualmente delgada actríz, no había sido tan discreta y enseguida había hecho un comentario socarrón sobre el aumento de la obesidad en Australia.

Consecuentemente, a finales de mayo Paula había engordado cinco kilos más.

Un día Paula había visto una fotografía del colegio que le había hecho reflexionar; y finalmente había buscado la ayuda de Damián.

Y allí estaba, con una figura esbelta y la autoestima por las nubes.

—O más bien sus dos novias —añadió Paula.

Pasó a darle más detalles de la relación con su tutor, aparte de las circunstancias que la habían animado a apuntarse al gimnasio.

—Sorprendente —comentó Damián cuando ella terminó de contarle.

—¿Qué es lo que te parece tan sorprendente? ¿Que estuviera tan gorda?

—Nunca estuviste gorda, Paula. Sólo te sobraban un par de kilos y te faltaba un poco de tono muscular. No, me refería a lo de tu herencia; porque tú no te comportas como una de esas niñas ricas.

—Es porque no lo soy. Al menos hasta que cumpla veinticinco. Durante años, tuve todos los gastos cubiertos, pero en cuanto terminé los estudios y pude ganarme la vida, tuve que mantenerme o morirme de hambre. Al principio me sentó un poco mal, pero finalmente entendí la postura de mi padre. Los regalos nunca le hicieron ningún bien a nadie.

—Eso depende. ¿Entonces este Pedro vive en la casa de tu familia sin pagar alquiler?

—Bueno, sí... En el testamento de mi padre decía que podía hacerlo.

—Hasta que tú cumplas veinticinco.

—Sí.

—¿Y cuándo será eso, exactamente?

—Bueno, en febrero. El dos.

—Y supongo que entonces echarás a esa sanguijuela de tu casa y le dirás que no quieres volver a verlo.

De momento Paula pestañeó, pero al instante se echó a reír.

—Estás totalmente equivocado, Damián. Pedro no necesita vivir sin pagar el alquiler. El tiene mucho dinero propio. Podría comprarse su propia mansión si quisiera.

En realidad, había querido comprarle la suya, pero ella había rechazado la oferta.

Paula sabía que la casa era demasiado grande para una chica soltera, pero era lo único que le quedaba de sus padres y, sencillamente, no quería deshacerse de ella.

—¿Y cómo es que este Pedro tiene tanto dinero? —preguntó Damián—. Has dicho que era el chófer de tu padre, ¿no?

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