martes, 26 de abril de 2016

Las Tinieblas De Mi Vida: Capítulo 4

—Mira, siento mucho lo de Candela, pero…

—No tienes que darme ninguna explicación, Nan. Cuando Candela quiere algo lo consigue sea como sea. Supongo que la noticia de su presencia aquí se filtró a la prensa.

—Me temo que sí. Aunque ya sabes de dónde salió la filtración.

—Ella nunca pierde una oportunidad de salir en las revistas, lo sé.

—Sobre esta chica, Pedro, ha venido de muy lejos para verte… ¿no podrías recibirla un momento? No tienes que darle el trabajo, sólo hablar con ella.

Pau entendió por fin la razón para las puertas abiertas… pensaban que había ido a solicitar un puesto de trabajo.

Aquello podría haberla hecho reír de no ser porque la respuesta de Pedro fue un bufido de desdén.

—Ya te dije claramente que no quería una ayudante, sino un ayudante.

—Pero los de la agencia no podían decir eso, ¿no? Los hubieran acusado de discriminación sexual.

—¿Por eso se incluyó una mujer en la lista? ¿Para quedar bien?

Pedro Alfonso se acercó al escritorio, su rostro reflejando una enorme irritación, para tomar una piedra de color verde con vetas doradas que empezó a pasarse por las manos.

Y, mientras lo observaba, Paula se pasó la lengua por los labios, nerviosa, como si esos dedos estuvieran tocando su piel, dejando un rastro de fuego… —¿Es la roca que trajiste del Himalaya?

—Sí —Pedro miró la piedra que tenía en la mano con expresión indescifrable.

No era difícil para Paula imaginarlo colgando de una pared rocosa porque parecía un hombre al que le gustaba saltarse los límites, probarse a sí mismo.

—Menuda experiencia, ¿eh? —sonrió Nan—. Yo no llegué a la cumbre, pero la próxima vez no pienso acobardarme. Quiero ver el mundo desde arriba.

Pedro dejó caer la piedra sobre el escritorio.

—Pero yo no lo haré más.

En cuanto lo hubo dicho, se arrepintió. Le desagradaba la autocompasión en los demás y mucho más en sí mismo.

—Lo siento. No puedo abrir la boca sin…

—¿Recordarme que soy ciego? El hecho de que tú lo hayas olvidado es lo que te mantiene aquí. Eso y que tu aspecto de niño bueno engaña a la competencia y le da un falsa sensación de seguridad. Tú eres la única persona que no me tiene envuelto entre algodones.

Aunque había habido otra persona.

Pedro cerró los ojos, pero eso no sirvió de nada. A veces pensaba que era un invento de su imaginación, pero su imaginación no sería capaz de conjurar recuerdos tan vividos. Oía su voz diciéndole cosas que nadie más se había atrevido a decir, pero cada palabra y cada acusación habían sido totalmente acertadas.

«Cobarde» quizá había sido un poquito duro pero… una sonrisa iluminó sus facciones. Su respuesta entonces no había sido tan tolerante u objetiva.

Aquella chica se había convertido en el inocente, pero provocativo, foco de toda la rabia e impotencia que lo consumían. Tal vez por culpa de su voz. Tenía una voz suave, ronca, una voz que podía meterse en la piel de un hombre.

Ella le había dicho cosas que nadie más le hubiera dicho, cosas que necesitaba escuchar. Había tirado sus defensas con un par de observaciones y lo había hecho sentir lo que no quería sentir: dolor.

Acostarse con ella había sido increíble; un error, pero la clase de error que le gustaría cometer otra vez.

—Todos te tratan con guantes de seda —estaba diciendo Nan— porque les das miedo. Y eso no ha cambiado desde el accidente.

—¿Sugieres que no soy un hombre justo, que soy un matón? —preguntó Pedro, más interesado que ofendido.

—No, sugiero que eres un hombre que se pone metas muy altas y espera que los demás se esfuercen de igual forma. Pero no todo el mundo tiene tu concentración ni tu capacidad de trabajo.

Había hecho falta algo más que eso para que Pedro superare los terrores que había despertado la ceguera.

Había hecho falta una voluntad de hierro.

—Bueno, sobre esa chica…

Pedro, impaciente, empezó a golpear el escritorio con los dedos.

—Ya sabes cuál es mi opinión sobre estas cosas. ¿Para qué voy a perder el tiempo?

—Fue incluida en la lista por error. Se llama Paula… ¿no podrías verla un momento? —en cuanto lo hubo dicho, Hernán dejó escapar un suspiro—. Bueno, quiero decir…

Él levantó una ceja, irónico.

—Sé lo que has querido decir, Hernán. Y me gustaría que dejaras de preocuparte tanto por no herir mis sentimientos. Pero no, no voy a verla. No creo que se me pueda acusar de discriminación sexual en esta empresa. ¿No tenemos más ejecutivas que cualquier otra compañía?

—Sí, pero…

—Yo no tengo ningún problema para contratar mujeres, al contrario. Pero no quiero una en mi despacho.

La idea de que unos dulces ojos llenos de compasión, unos ojos que no podía ver, lo siguieran por la oficina le parecía intolerable.

—Esta podría ser diferente.

—¿Quieres decir que no sería compasiva, que no intentaría protegerme como una madre? Por muy grosero que fuera con ella… —Y lo serías.

—Eso da igual.

—Se enamoraría de tí, claro. Ojalá me pasara eso a mí —rió Nan.

Pedro hizo un gesto de desdén.

—Por favor, no confundas la sensiblería con el amor.

—No voy a enamorarme de tí —Pau estaba diciendo la verdad aunque, evidentemente, no se habría sentido tan cómoda si estuvieran hablando de sexo.

Había deseado a aquel hombre como no había deseado a ningún otro en cuanto puso sus ojos en él. Y el deseo había hecho que olvidase sus principios en una explosión de descontroladas hormonas…

Pero el amor era algo muy diferente; el amor no tenía nada que ver con ese relámpago que te robaba la capacidad de pensar. El amor no tenía nada que ver con la química, ocurría gradualmente y crecía con el paso del tiempo.

El deseo, por otro lado, estaba hecho de un material más fino. No perduraba y por eso podía mirar a Pedro ahora y sentir nada más que… no, no, mirarlo no era buena idea.

Y cuando los dos hombres se volvieron hacia ella, Pau se vió obligada a revaluar el poder del deseo.

¡Sus hormonas seguían activas!

Sabía que Pedro no podía verla, pero tenía la impresión de que estaba mirando dentro de su alma…

Su corazón latía con tal fuerza que apenas podía llevar aire a sus pulmones.

—No he venido a buscar trabajo.

Sus increíbles ojos, negros y rodeados de unas pestañas absurdamente largas, estaban dirigidos directamente a su cara, pero Paula sentía como si esa penetrante mirada estuviera leyendo sus pensamientos. Y como esos pensamientos incluían a un Pedro desnudo, era una sensación muy turbadora.

Él apretó los puños cuando esa vocecita, con su ronca y sensual resonancia, lo golpeó como una bofetada.

La había buscado, pero no había sido capaz de encontrarla. La mujer que había aparecido en su vida esfumándose y dejando sólo el aroma de su cuerpo en las sábanas para demostrar que no había sido un sueño…

Estaba allí, lo había encontrado. Y, como le pasó la primera vez, el simple sonido de su voz lo excitaba. Después del accidente su apetito sexual estaba en hibernación, pero había sido despertado por la propietaria de esa voz. Y cuando desapareció, inexplicablemente también había desaparecido el deseo.

Había vuelto.

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