Él le echó una mirada pero abrió los ojos cuando vió lo que llevaba puesto y luego volvió a prestar atención a la tostada que estaba haciendo.
—No importa.
Ella se acercó, su camisón flotaba, y se puso de puntillas, besando su mejilla.
—Mmmm... tu piel está fría. Es la loción para después del afeitado que te compré el día de tu cumpleaños, ¿verdad?
— Sí —le dijo él y cuando se volvió a mirarla, ella lo besó ligeramente en la boca.
-Huele bien -le dijo ella.
Entonces la rodeó con un brazo y sus labios oprimieron con fuerza los suyos, buscando una respuesta. Ella le pasó los brazos por el cuello y le devolvió el beso, moviendo los dedos entre su oscuro cabello. Sintió cómo se encendía en él la pasión. Su cuerpo le traicionó y se apretó contra ella, pero se apartó despacio volviéndose hacia la cafetera.
-¿Quieres café?
Ella pensó que no iba a ser fácil. Es difícil cambiar viejos hábitos y Pedro tenía más orgullo que cualquier hombre normal. Luchaba con fuerza contra ella, para conservar el control sobre sí mismo, y trataba aun en ese momento de ocultar sus sentimientos. Antes, ella se hubiera apartado de la fría apariencia que le mostraba, pero ahora iba a humanizarlo aunque le llevara toda la vida.
Cuando él se fue a trabajar, ella se vistió y fue de compras al pueblo, enfrentándose con caras desconocidas con una sonrisa y algunas palabras preparadas.
— Estuve de vacaciones, sí... oh, me divertí mucho, gracias.
— Estás mejor —le dijo Juana Eddows la esposa del médico—. Durante mucho tiempo me has tenido preocupada. Te sentó bien el descanso. Eres otra persona.
—Así me siento -dijo sonriente Paula.
—Los invito a cenar —dijo Juana impulsivamente y Paula sonrió.
-Me encantaría.
Consultaron sus agendas y llegaron a un acuerdo.
—Pedro estará libre —prometió Paula pensando en que insistiría para que lo estuviera.
La señora Cáceres se sorprendió al verla.
—No sabía que había vuelto, señora Alfonso. El señor no me dijo nada.
Paula adoptó la calmada sonrisa que practicó en el pueblo.
—Le sorprendí. Me extrañaba aunque no lo admitiera nunca.
— Así son los hombres —sonrió asintiendo la señora Cáceres—. Mi marido es igual, testarudo como una mula.
Pedro llegó más temprano de lo que esperaba y ella vio su coche desde la alcoba mientras estaba eligiendo su vestido. Entró en la casa sin hacer ruido. No la llamó, sólo caminó de habitación en habitación y luego subió lentamente la escalera. Durante un momento se quedó parado en el descansillo, luego, abrió la puerta de la alcoba y Paula le miró.
Durante un segundo, antes de que recobrara su fría expresión habitual pudo ver la agonía en su rostro. No esperaba verla. Pensó que se había ido.
-Querido, llegaste temprano -dijo con ligereza y se le acercó con rapidez a besarle.
Pedro casi retrocedió, pudo sentir en su piel la reacción instintiva de rechazo.
Luego, ella le deslizó los brazos alrededor del cuello y Pedro bajó abruptamente la cabeza y su boca se apoderó de la suya acercándola hacia sí.
Ella se dejó llevar por la posesiva caricia de sus manos y comenzó a respirar de prisa. Su corazón latía con fuerza.
La levantó en sus brazos con toda facilidad, todavía besándola y la llevó a la cama. La última vez luchó desesperadamente con él, resistiéndose con cada músculo, pero ahora, no era así y la dominó, encontró correspondencia en ella.
Ninguno de ellos habló. Hicieron el amor silenciosamente, abandonándose a su pasión mutua.
Se quedaron acostados en la cama, satisfechos, y Paula cayó en un sueño profundo. Cuando despertó, la habitación estaba oscura y Pedro la tenía abrazada.
Ella se movió y él levantó la cabeza para mirarla. Le sonreía.
-Te dormiste como un bebé.
-¿Y tú?
— No, yo sólo te observaba.
Ella rió y se estiró y lo sintió apretar la mano.
—No estoy segura de que eso me guste.
—¿Por qué no?
—Dormida, se vuelve una vulnerable — le dijo y luego recordó que una vez le comentó que había pronunciado el nombre de David en sueños. Él también lo recordaba, lo supo por la helada expresión de su rostro. Ahora que le conocía mejor comenzaba a leer esas expresiones.
Volvió a estirarse, deliberadamente, moviendo la mano sobre el torso desnudo al tiempo que enredaba los dedos en el cabello oscuro.
—Estaba soñando.
-¿Ah, sí?
—Soñé que me hacías el amor —mintió sin importarle-. No puedo saber por qué. Sintió que se relajaba.
Ella pensó, levantando la cabeza para encontrar su boca, que aunque le llevara toda la vida, haría que tuviera confianza para así sacarlo de su helada concha.
Algo en su fuero interno la hizo preguntar si podría soportar ese esfuerzo interminable para calmar sus celos, pero ella no hizo caso.
-¿No tienes hambre? -le preguntó poco después y él gimió-
-Sí, un hambre desesperada —pero no hablaba de comida y ella se rió de él.
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