—Todavía me faltan varios meses —protestó Paula.
—Quiero saber que estás bien cuidada cuando te dejo sola.
Ella paseaba todos los días por el pueblo, se encontraba con amistades, charlaba con ellas y encontraba sus preocupaciones hogareñas más aceptables ahora que ella misma estaba a punto de dar a luz. Hablaban del embarazo y aprendió a poner oídos sordos a lo que podía preocuparla.
—No hagas caso —dijo Juana tranquilizándola—. Estás muy sana. No hay razón para que te vaya mal. Algunas mujeres exageran.
Mientras esperaba tener el niño, los meses le parecieron interminables. Ahora, Pedro se portaba de forma muy diferente. A Paula le gustaba hablarle, como si un enorme obstáculo hubiera desaparecido entre ellos. Lo que ahora la preocupaba era cómo reaccionaría al nacer la criatura. Temía que acusara la aparición de una tercera persona en su hogar.
Lo que David le dijo lo cambió. Estaba más tranquilo, más amoroso. Manifestaba tiernamente sus sentimientos.
Conforme se acercaban los días del nacimiento, encontró que el tiempo pasaba con más lentitud. Comenzó a mirar el reloj, a contar con los dedos los días que faltaban.
—Sólo seis días y luego...
— Podría retrasarse un poco —advirtió Bernardo, el médico.
— No un hijo de Pedro. -Y podría ser niña. Paula movió la cabeza.
-Pedro querrá un niño.
—Querrá lo que venga —dijo Bernardo—. Y tú también.
—¿No se puede devolver si no es del sexo esperado? -se burló ella.
— Definitivamente no.
Por fin el niño llegó un día a medianoche. La despertó de un sueño inquieto con un dolor que le hizo gritar y agarrarse a Pedro.
— ¡Querida! - se sentó él, alarmado. -Bernardo-murmuró-. Busca a Bernardo...
-Llamaré al hospital-dijo Pedro.
Ella se dió cuenta entonces de lo que significaba el dolor.
— ¡Ya viene... Pedro! —él marcaba, pero ella gimió con pánico—. ¡Pedro!
Él regresó a su lado después de terminar la breve conversación y la abrazó por lo que ella pudo apoyarse contra él con un suspiro.
—Quédate conmigo, te necesito.
Pero en el hospital le enviaron a la sala de espera mientras se llevaban a Paula, dejándola en las manos de enfermeras y médicos.
— Una niña —le dijeron horas después, aunque a ella le parecía que habían pasado siglos y estaba agotada.
— Una niña... —murmuró mirando el arrugado y lloroso bulto que le ofrecían. Los pequeños párpados se abrieron de una forma curiosamente familiar y los ojos de Pedro la miraron, azules y profundos en la criatura, pero como los de él, bajo oscuras cejas, y en un rostro idéntico al de su padre.
— Una niña larga y flaca —dijo sonriente la comadrona.
Cuando Pedro entró a verla, estaba medio dormida, con la expresión agotada. Él le sostuvo la mano mirándola con una sonrisa y ella luchó contra el cansancio que la envolvía.
— ¿La viste? —oyó preguntar a su propia voz y trató de sonreír, pero estaba muy cansada.
— Sí —dijo apasionado. Le besó la mano y luego los dedos, uno por uno con mucha ternura—. Amor mío, estás muy cansada.
— Sí —dijo cerrando los ojos porque tenía miedo. Él parecía indiferente al bebé y Paula quería que lo amara. ¿Cómo podía estar tan frío frente a ese pequeño ser que ya llevaba su sello?
—¿Ya pensaste en un nombre? —preguntó sin dejar de jugar con sus dedos—. ¿Qué te parecería Olivia? Es un bonito nombre —rió con suavidad y ella abrió los ojos sorprendida—. Todo ese cabello negro en una cabecita tan pequeña -dijo él—. Tiene un curioso aspecto. ¿Te fijaste en sus uñas? Son perfectas.
Paula se le quedó mirando sin respirar. Él hablaba, acariciándole con un dedo la palma y ella vió que había notado cada detalle de la niña. Habló de sus pestañas, orejas y dedos de los pies, como si estuviera asombrado de encontrar que tenía esas cosas.
Cuando se fue, Paula durmió durante horas, muy complacida. Temía que no quisiera una niña, pensaba que preferiría un hijo, pero ahora veía que toda su naturaleza se inclinaba a ver a una hija con adoración. Iba a ser un padre muy amante.
Al día siguiente su habitación parecía una floristería. Regañó a Pedro cuando entró, y él se rió, encogiéndose de hombros divertido.
—Te lo mereces... ¿Cómo está Olivia hoy? ¿Puedo verla? Ayer salí a comprarle unos juguetes... un conejo de peluche de cuatro pies de altura... espera a verlo.
Ella le observó con ojos sonrientes.
— Pedro, es muy pequeña para juguetes.
—Oh, pero quiero que crezca rodeada de cosas bonitas —dijo con seriedad-. Mientras estás aquí, haré que decoren el cuarto vacío. Pensé que estaría bien con pintura blanca y calcomanías.
La enfermera entró sonriendo de oreja a oreja y llevando una canasta de plata de rosas rojas, docenas de ellas. Parecía que el rocío brillaba sobre las flores. Paula gruñó:
-¡Oh, Pedro! ¡Qué extravagante eres! Ya estoy sumergida en flores.
La enfermera las colocó cerca de la cama y salió, pero Pedro dijo en voz baja.
—No son mis flores, Paula.
Ella le miró y se mordió el labio.
Él se agachó y sacó una tarjeta de entre las rosas y se la entregó con una expresión vacía. Ella la miró lentamente y sus manos temblaron. Pedro recogió de nuevo la tarjeta y la miró. No traía nombre. Sólo tres palabras: «A mi amor». Pedro leyó en voz alta, inexpresivo.
— Debe haberlas mandado por cable. Sigue en España. Paula lo miró nerviosa.
—¿Cómo lo sabes?
— Le telefoneé anoche -dijo Pedro y ella se sorprendió tanto que abrió los ojos de par en par.
Pedro se la quedó mirando, estaba muy calmado.
—Tenía que decirle que estabas bien. Sabía que esperaba oírlo.
Ella bajó la vista, jugueteando con el encaje de su mañanita, le temblaban los dedos.
—Fue muy amable por tu parte.
—Le debía algo —dijo Pedro-. Para ser franco, tenía que hablar con alguien de Olivia... no puedo pensar en otro ser en este mundo que estaría tan interesado en ella como Redway, y yo necesitaba hablar. Se la describí y me dijo que debía ser muy bonita y que no aguantaba las ganas de verla.
Paula no podía apartar los ojos de su rostro.
-Qué bien -dijo con asombro, preguntándose si sus oídos no la engañaban, y si no sería realmente Pedro quien hablaba con tanta naturalidad de David y, aún más, describirle a Olivia.
—Algo muy curioso me sucedió cuando la ví —le dijo suavemente—. Descubrí que el amor es como un virus... divídelo y se multiplica, cuanto más estires el amor, más grande se hace... es algo elástico.
A Paula se le llenaron los ojos de lágrimas.
-Lo sé, querido, lo sé bien.
Pedro volvió a mirar la tarjeta que todavía tenía en la mano.
—De todas maneras, no voy a darle oportunidad para bombardearte con cartas de amor -y rompió la tarjeta en mil pedazos-. Todo tiene un límite.
Cuando las llevó a casa, la sorprendió con agrado encontrar que se había tomado la molestia de amueblar el cuarto de la niña con un montón de juguetes costosos; había todo tipo de animales de peluche, colocados alrededor de la habitación sobre repisas, y de un cordón blanco, colgaban mariposas multicolores.
—¿Eso no la hará parpadear? —preguntó dudosa.
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