Sin saber qué decir para consolarlo, incapaz de emitir un sonido que no fuera un suspiro estrangulado, había tomado su cara entre las manos para besarlo…
El gesto había sido absolutamente espontáneo y, se dio cuenta enseguida, un error. Él se había puesto tenso al sentir el roce de sus labios y, durante un segundo, permaneció inmóvil.
Besar a un hombre tan guapo que no quería ser besado podía ser algo que hicieran otras mujeres de su edad sin darle la menor importancia, pero Pau no era así.
Ella sí le daba importancia; de hecho, mortificada, estaba a punto de disculparse cuando él sujetó sus manos.
El corazón de Pau empezó a latir con fuerza al recordar el roce de sus dedos mientras le decía algo en italiano…
Había sentido más que oír el gemido que pareció salir de lo más profundo de su alma antes de que él buscara sus labios.
Pero ella había dado el primer paso.
Y no era excusa pensar que Pedro parecía necesitar ese beso.
Claro que, si él no se lo hubiera devuelto y la tormenta no los hubiera dejado sin luz… no habría habido ningún problema. Ningún problema, ninguna vergüenza, ningún hijo.
Pau se mordió los labios, intentando borrar las gráficas imágenes que aparecían en su cabeza. Había ocurrido y no tenía sentido darle vueltas porque no conseguiría nada con ello.
—¿Está aquí el señor Alfonso? —logró preguntar. Aunque casi deseaba que le dijera que no.
El hombre, mirando hacia la puerta que había tras él, suspiró antes de asentir con la cabeza.
—Soy Hernán Paz, pero llámame Nan.
Después de un segundo de vacilación, Pau estrechó su mano.
—Estás temblando —dijo él, mirándola con cara de preocupación.
Pau metió las manos en los bolsillos de la chaqueta, diciéndose a sí misma que debía relajarse. ¿Qué podía pasar? Que los de Seguridad la echaran de allí con cajas destempladas sería una nueva experiencia. Aunque su última nueva experiencia no había terminado siendo tan buena al final, por muy agradable que le hubiese parecido en el momento.
—He venido desde muy lejos para ver al señor Alfonso —insistió. En realidad, sólo había tenido que hacer trasbordo en el metro, pero no veía nada malo en exagerar un poco dadas las circunstancias—. Y no pienso irme hasta que lo vea, lo digo en serio.
Desearía sentirse tan resuelta como quería aparentar, pero al menos le había salido bien.
—Te creo —dijo Nan—. Y haré lo que pueda, pero… —luego se encogió de hombros, como diciéndole que se preparase para una desilusión—. ¿Quieres sentarte un momento?
Pau, a quien le gustaría estar en cualquier otro sitio, donde fuera, se dejó caer sobre una de las sillas pegadas a la pared.
Después de llamar suavemente a la puerta del despacho del que acababa de salir, Hernán desapareció en el interior. Desde donde estaba, Pau pudo oír la voz de Pedro Alfonso y su corazón, de nuevo, empezó a hacer de las suyas. Su voz le recordaba cosas que quería olvidar… lo cual sería más fácil si él no estuviera al otro lado de la pared.
Tal vez había sido un error ir allí personalmente, pensó. Tal vez una carta, un correo electrónico o algo que no la hubiera puesto en contacto directo con aquel hombre habría sido más acertado.
Pau no se dió cuenta de que se levantaba o que cruzaba la habitación, pero debió hacerlo porque de repente estaba frente a la puerta.
El despacho era grande, pero no se fijó en las paredes forradas de roble o en el ventanal que ofrecía una panorámica del río Támesis. Sólo le pareció ver una mezcla de diseño contemporáneo y muebles antiguos antes de ir directamente a la alta figura de hombros anchos que estaba de espaldas a ella, ligeramente de perfil.
El hombre con el que había pasado una noche llevaba el pelo largo y tenía sombra de barba. Era un ser elemental como la tormenta que retumbaba fuera mientras hacían el amor.
Aquel hombre, sin embargo, iba perfectamente afeitado y llevaba el pelo muy corto. Los vaqueros gastados habían sido reemplazados por un traje de chaqueta gris de diseño italiano… sí, era el epítome de la elegancia y la sofisticación.
De repente, aquello ya no le parecía una obligación o una formalidad, sino un error mayúsculo. Pau sintió el deseo de salir corriendo y se hubiera dejado llevar por ese instinto si sus piernas le respondieran.
—¿Quieres que cierre la puerta? Ella está ahí fuera y—
—No, déjala abierta, Candela no entiende el concepto de «menos es más» cuando se trata del perfume.
Pau, al ver que Pedro arrugaba la naríz con desagrado, se preguntó si aquel gesto tenía que ver con la repugnancia al exótico aroma o con la persona a la que le recordaba.
Desde que leyó aquel artículo en el periódico sobre la relación de Pedro con Candela había estado preguntándose si sería el hermoso rostro de la actriz el que veía mientras hacía el amor con ella esa noche. Las dulces palabras en italiano que la habían derretido podrían ir dirigidas a otra persona, alguien que fuera de verdad bella mía, su preciosa ex prometida, salvo que lo de ex era parte de la cuestión.
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