—Déjanos solos, Nan.
El joven lo miró, sorprendido.
—¿Dejarte solo… con ella?
—Sí —sonrió Pedro, al notar su preocupación.
Paula tragó saliva. Se había preparado para el encuentro, pero no era aquello lo que esperaba. No sólo el aspecto de Pedro había cambiado, también sus maneras.
El Pedro Alfonso que conoció en Escocia estaba luchando contra sus propios demonios mientras intentaba acostumbrarse a lo que le había pasado. Estaba furioso, frustrado, sus maneras abrasivas y beligerantes.
Aquel hombre, con su aire de estudiada autoridad, no parecía haber experimentado un momento de duda en toda su vida.
—Te llamaré si estoy en peligro.
«¿Y qué haré yo si estoy en peligro?», se preguntó Paula. Porque ver a Pedro de nuevo había despertado un ejército de mariposas en su estómago.
«Esto es lo que yo quería», se recordó a sí misma. Aunque, de repente, estar a solas con Pedro Alfonso ya no le parecía tan recomendable.
—Espera un momento, Nan —dijo él entonces—. ¿Cómo es?
—¿Perdona?
—¿Es rubia de ojos azules, morena…?
Pedro ya sabía que era pequeña, de suaves curvas y piel aún más suave. Era una sorpresa para él reconocer cuántas veces había pensado en el rostro que había trazado con los dedos esa noche, ese rostro tan pequeño de barbilla decidida, naríz respingona y labios generosos. Pero era frustrante no saber el color de los sedosos mechones.
—Tiene los ojos azules, muy azules, y es pelirroja —dijo Nan. Aunque luego pareció avergonzado y miró a Pau con gesto de disculpa—. Perdone.
Ella sacudió la cabeza.
—No es usted el maleducado.
No, no lo era. Pero tampoco tenía un aura de sexualidad que hacía imposible que una mujer se relajase en su compañía.
El comentario hizo reír a Nan mientras salía del despacho y cerraba la puerta.
—Soy… —empezó a decir Pau.
Pedro inclinó a un lado la cabeza. El cabello rojo explicaba su temperamento y coincidía con la imagen mental que se había hecho de ella.
—Sé quién eres, cara. Y pareces haber impresionado favorablemente a Nan. Así que pelirroja y de ojos azules…
—No creo que el color de mis ojos sea relevante.
—Posiblemente no, pero como tú y yo nos conocemos íntimamente… claro que nunca hemos sido presentados.
—¿Cómo has sabido que era yo? Tú no podías…
Pau tragó saliva cuando Pedro dió un paso adelante, moviéndose con toda confianza, como si conociera el sitio de memoria. Y así debía de ser.
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