sábado, 16 de abril de 2016

Amores Que Matan: Capítulo 31

Pedro se quedó rígido y maldijo entre dientes.

—¿Quién diablos puede ser?

El mismo pensamiento se les ocurrió a los dos. Se miraron uno al otro y Paula se mordió el labio.

— Redway —dijo Pedro serio. —Podría ser —admitió ella.

— ¡Que se vaya al diablo! —murmuró él y saltó fuera de la cama. Se acercó al teléfono y lo levantó.

—¿Sí? —casi ladró en el teléfono.

Ella supo enseguida por la expresión de su rostro que era David. Dejó caer el auricular y se la quedó mirando. Ella se levantó de la cama.

Tomó el auricular y preguntó en voz baja.

—¿Quién habla?

—¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó David con voz furiosa.

Ella pensó desolada que eran dos hombres celosos. Se sintió como un hueso entre dos perros salvajes, pero David era con quien se podía hablar con más facilidad, no la atemorizaba como Pedro. No estaba segura de Pedro. Había algo en él que la asustaba, la atraía y atemorizaba al mismo tiempo.

—No puedo discutirlo por teléfono -contestó consciente de la presencia de Pedro.

Él se dirigió a la puerta y salió. Paula suspiró.

—David, me doy cuenta que debe de parecerte inexplicable, pero cuando te vea te lo explicaré lo mejor que pueda.

— Sólo una pregunta, cariño —dijo David en forma desagradable—. ¿Pasaste la noche con él?

En ese momento supo que todo se decidiría por la forma en que contestara y los segundos que pasaron antes de contestar le parecieron un siglo. Nunca tuvo la habilidad de pensar con rapidez, pero en ese momento lo hizo con terrible claridad.

—Sí —dijo por fin.

David le colgó el teléfono de golpe.

Ella podía haberle dicho entonces toda la verdad, haberse tomado su tiempo en decidir. Era lo que intentaba hacer. Todavía no estaba segura a cuál de los dos prefería, pero algo en su naturaleza se inclinó hacia el torturado y celoso carácter de Pedro, en parte porque en el fondo de su corazón sabía quién de los dos la necesitaba y deseaba más.

Se puso una bata cómoda. La había tenido durante años, era de angora beige y estaba gastada por el tiempo. Pedro la llamaba su «bata de conejito» y aunque tenía otras más bonitas y más favorecedoras, a veces se le antojaba usar ésta.

Pedro estaba en la cocina, ¡as persianas estaban levantadas y dejaban ver el jardín mojado por la lluvia. Observaba el colador del café con la expresión dura.

Miró a su alrededor cuando ella entró en la habitación.

—Miré las provisiones... hay huevos pero no tocino. En cambio hay mucho pan.

—¿Entonces huevos pasados por agua? —preguntó ella tranquila.

—Si quieres.

Sacó las tazas para los huevos con sus llamativas flores, los manteles individuales de paja y las servilletas haciendo juego.

Pedro la observaba mientras se movía rápida y segura.

—¿Qué dijo Redway? —preguntó por fin en un tono frío.

—Poca cosa —dijo dejando caer los huevos en el agua hirviendo.

—¿Estaba celoso? —Pedro parecía malicioso; había burla en ¡a voz.

Ella le miró y él desvió la mirada ruborizándose.

—No le gustó mucho—admitió.

— Pero, ¿le dijiste que no había pasado nada? -preguntó entonces furibundo—.

¡Por todos los cielos!

—¿Uno o dos huevos?

-Uno.

Durante el desayuno le preguntó:

-¿Dónde compraremos el departamento de Londres? ¿Tienes algún distrito favorito?

-Varios -le dijo él mirándola-. ¿Así que seguimos adelante? ¿Te vas a quedar conmigo?

-Creí que eso ya estaba claro.

—No mucho -cortó un pedazo de tostada y jugueteó con ella con la cabeza
inclinada—. ¿Por qué, Pau?

-Estamos casados.

—Tenías planes de divorciarte de mí.

—Cuando pensé que querías a otra persona -le explicó.

—¿Era ésa la única razón?

—Oh, sí. En eso soy como tú, Pedro. No te comparto con nadie.

De pronto preguntó:

—¿Con quién pensabas que me veía? Debes haberle dado un nombre a la otra mujer -su curiosidad despertó de repente y ella instintivamente sintió que sería mejor no satisfacerla. Sonrió para sus adentros, sabiendo que no quería que Pedro fuera consciente de Laura Blare, para que no pensara en ella en ese sentido.

—No —dijo con los ojos firmes-. Sólo sentí que tu alejamiento debía tener una razón.

—¿Y llegaste a la conclusión de que era otra mujer?

-Me pareció algo lógico.

Se quedó mirando las ventanas regadas por la lluvia.

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