sábado, 2 de abril de 2016

Amores Que Matan: Capítulo 7

-¿Qué se siente al hacer una película? - le preguntó ella.

—Un aburrimiento terrible. Me puse a leer algunos libros. Esperas, esperas... Medio tiempo de leer «Guerra y Paz».

—Debes haber estado desesperado.

— Pensé en tí —dijo de pronto y la miró a la cara.

—¿Con todas esas muchachas hermosas a tu alrededor? El mundo del cine está lleno de ellas -dijo incrédula.

— ¡Muchachas hermosas! -comentó con desdén. —¿Vas a decirme que pudieron resistir tu encanto juvenil? —No lo diré —la miraba de forma insolente.

— Me imagino que podías elegir lo que quisieras.

—¿Celosa? —la sonrisa de David fue irónica.

—Locamente.

Él le puso un dedo en la mejilla y despacio lo llevó a la comisura de la boca.

-Te extrañé.

Paula  asintió, sin contestar y sin discutir. Ella también lo extrañó. Durante tres años fueron parte uno del otro y James los separó. Pensó en el telegrama que

David mandó para la boda y suspiró.

—Nunca conociste a Pedro.

La boca grande y fuerte se endureció.

—Mas vale así.

-¿Porqué?

—Le hubiera roto su hermosa naríz.

Ella no tomó en serio sus celos. Jamás hubo nada romántico entre ellos, sólo una perfecta camaradería. En los viejos tiempos, David la usó para mantener a raya a otras muchachas. La abierta adoración que le profesaba fue un arma útil en contra de otras mujeres y ella lo permitió sin discusión. David la levantó y la sentó sobre la mesa de la cocina con tanta facilidad como si fuera una criatura. Ella lo miró de arriba abajo y por primera vez lo inspeccionó bien.

—Cambiaste —comentó.

—Tú también —le dijo mirándole con los ojos entreabiertos. La última vez que te ví no tenías ese cuerpo -puso una cara picara-. El matrimonio mejoró tu figura.

—Gracias —dijo con risa nerviosa. Jamás lo había notado hasta ese momento, pero se dio cuenta que su cuerpo cambió durante los dos años con Pedro.

—Cuando nos conocimos, eras una pequeña monstruosidad, muy flaca. Maduraste de forma interesante.

—Ambos maduramos —dijo mirándolo de reojo. Desde la última vez que se vieron, los hombros se habían ensanchado, lo que le daba una esbeltez que imaginaba que lo hacía irresistible para las mujeres que conocía. Las columnas de chismes publicaban sus aventuras amorosas—. Tienes una gran reputación en Estados Unidos.

Las mujeres te persiguen por todas partes.

La miró con burla y añadió cínicamente:

-No desperdicié las oportunidades que se me presentaron.

— ¡Vil criatura!

—¿Y tú? ¿El matrimonio resultó tal como esperabas? - los brillantes ojos la recorrieron de nuevo-. Lo que sí puedo decir, es que te dio algo. ¿Siempre fuiste tan atractiva?

—¿Quieres decir que nunca lo notaste?

Volvieron a caer en la antigua forma de hablar burlona, como si nunca se hubieran separado.

— Yo sí lo noté, la que no lo hizo fuiste tú —se puso serio de pronto—. ¿Por qué desapareciste, Pau? ¿Demasiado absorta por tu esposo?

— Algo así —desvió la mirada para ocultar su expresión.

—Dos años —dijo suavemente—. Dos malditos años... no vuelvas a hacerme eso.

Flor entró al cuarto y se los quedó mirando.

—¿Se divierten?

—Nos estamos poniendo al día —contestó David—. Hay muchas cosas que recordar.

—Tú eres la estrella de la velada -murmuró Flor-. ¿Podría esperar hasta más tarde? La gente está esperando hablar contigo, conocerte.

—Que esperen —se encogió de hombros con una arrogancia nueva y Paula lo miró con agudeza.

Flor suspiró.

-Vamos, David. ¡Con nosotros no te portes como estrella!

Se le endureció el rostro y los ojos azules mostraron frialdad.

-¿Qué dices?

El rostro de Flor enrojeció.

—Todos sabemos que eres un genio en el teatro, pero te agradecería que accedieses a bajar del pedestal por una noche.

Los ojos de David brillaron y Paula le puso una mano sobre el brazo. Los músculos se estiraron bajo sus dedos, volvió la cabeza y la miró.

-Flor tiene razón... podemos hablar después. -Paula lo miró suplicante y su rostro adquirió una expresión curiosa. Frunció las cejas y se quedó sentado observándola.

Inconscientemente, había usado la voz humilde y de súplica que se había acostumbrado a emplear con Pedro. Su carácter lo hacía necesario y el cambio en ella fue tan gradual, que sólo lo notó bajo la astuta mirada de David.

La bajó de la mesa sin apartar las manos de su cintura.

—¿Piensas marcharte temprano?

Al pensar en volver a la fría y vacía elegancia de su hogar, su rostro se puso rígido como una máscara.

-No, no tengo prisa en irme.

-Quédate aquí esta noche -dijo Flor al observarla-. Hay un cuarto de huéspedes.

—Gracias, me gustaría.

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