sábado, 30 de abril de 2016

Las Tinieblas De Mi Vida: Capítulo 9

—Es cierto que siempre ha habido cosas, cara, que prefiero no hacer solo… —la deliberada crudeza hizo que Pau se pusiera colorada—. Es una manía mía. Pero si estamos hablando de necesidades, yo diría que tú me necesitabas al menos tanto como yo a tí. ¿Vas a poner eso en tu artículo? ¿Esta es una visita de cortesía para informarme de la inminente publicación? Cuéntame, ¿desde qué ángulo vas a contar la historia?

—¡Vete al infierno!

—Que es donde estaba cuando tú me sacaste al compartir tu delicioso cuerpo conmigo. Mira, ése podría ser un ángulo interesante: Cómo salvé al millonario compartiendo generosamente mi cuerpo con él. Pero debo decirte que sólo fue una noche de sexo, no fuiste mi salvación eterna.

Eso era algo que se había dicho a sí mismo en más de una ocasión.

—Créeme, no querría serlo —replicó ella.

—¿Por qué has venido entonces?

—Porque estoy embarazada —Pau lo había dicho sin pensar—. Estoy embarazada de doce semanas.

Pedro, que estaba estirándose la corbata de seda, se quedó inmóvil. Durante unos segundos no hizo nada en absoluto, incluyendo, o eso le pareció a Pau, respirar.

—¿Embarazada?

—Fue una sorpresa para mí, te lo aseguro.

El corazón de Pedro, y todo el mundo a su alrededor, parecían haberse detenido.

—¿Estás segura?

—¿Crees que habría venido a verte si no lo estuviera? ¡Pues claro que estoy segura! —exclamó ella, un sollozo escapando de su garganta.

—¿Estás llorando?

—No, no estoy llorando —a través de las pestañas mojadas, Pau vió que él se tapaba la cara con las manos—. Y no sé tú, pero yo no veo ninguna necesidad de hablar sobre cómo o por qué…

—Creo que los dos sabemos cómo y por qué.

—El por qué sigue siendo un misterio para mí, pero estas cosas pasan —Pau se mordió los labios, incómoda.

—No, a mí no.

—Bueno, a mí tampoco me había pasado hasta ahora.

—¿Y crees que no lo sé? —le espetó él. No sólo había dejado embarazada a una mujer, había dejado embarazada a una virgen. En algunas sociedades, ésa sería una ofensa capital.

—Mira, no te preocupes. Yo no espero nada de tí, sólo he venido porque me parecía mi obligación decírtelo… y ahora que te lo he dicho tengo que marcharme — Pau se colocó la bandolera del bolso firmemente al hombro.

—¿Te vas?

—Sí.

—Esto es irreal.

Ella lo entendía porque pensaba lo mismo.

—Sé que no es fácil de aceptar al principio, pero te dejaré mi número de teléfono por si quieres ponerte en contacto conmigo.

Probablemente tiraría el número a la papelera en cuanto se hubiera ido, pensó, pero al menos habría hecho lo que debía hacer.

—¿Quién eres? —le preguntó Pedro entonces.

—Ya te lo he dicho, Paula Chaves.

Él sacudió la cabeza, impaciente.

—No, quiero decir, quién eres… ¿por qué estabas limpiando la habitación esa noche? ¿Qué hacías en un helado castillo en medio de ninguna parte? —Pedro sólo había notado el frío cuando ella se marchó—. La mujer con la que hablé al día siguiente…

—Andrea, mi cuñada. Yo le pedí que no… —Paula  pudiera oír el estridente sonido de un teléfono a lo lejos y le pareció extraño que cosas normales ocurrieran en otros lugares del edificio mientras ella estaba experimentando el momento más extraño de su vida. No volvería a quejarse de cosas mundanas otra vez.

—¿Qué no me dijera dónde estabas?

—Aunque no le hubiese pedido que fuera discreta, mi cuñada no habría dicho nada.

—¿Discreta? Se inventó no sé qué historia sobre una epidemia.

—No se la inventó, era verdad —suspiró Pau—. Mira, ya te he dicho que yo no voy por ahí acostándome con extraños y me marché porque… estaba avergonzada — recordaba la vergüenza que había sentido cuando despertó con la cara de un hombre entre sus pechos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario