—No sé -dijo burlándose-. Te queda bien. Sobre todo el estilo.
Era de solapas bajas, dejaba ver el atrevido camisón negro y ella se ruborizó.
—Me iré a cambiar.
—No puedo quedarme, espera un minuto... Hablé con mis amigos de la televisión y logré que te concedan una entrevista.
— ¡Eso es maravilloso!
—Llámame señor Arréglalo Todo —dijo con modestia.
—¿Cuándo?
-¿Cuándo puedes ir?
—No tengo gran cosa que hacer por el momento —dijo y desvió la mirada.
David se metió las manos a los bolsillos del pantalón.
—¿Hay café? No he desayunado.
—Haré un poco —entró en la cocina e hizo un gesto al ver el caos que había.
Tendría trabajo para rato. Preparó el café y sacó dos tazas. David entró, vió el desorden y exclamó:
— ¡Dios Todopoderoso! —Ella se rió.
—Lo arreglaré más tarde.
Él se quitó el suéter que era del mismo color que el pantalón. —¿Tienes un delantal? Estos pantalones cuestan una fortuna y no quiero ensuciarlos.
— ¡ No tienes necesidad de hacer nada!
—¿Oíste alguna vez la frase «el trabajo se aligera con muchas manos»?
— ¡David, en serio, no hagas nada!
Él buscó detrás de la puerta y sacó un delantal de plástico azul brillante estampado con chillonas flores rosadas, dos corazones enlazados y el romántico mensaje de ¡hola, marinero!
David lo miró con disgusto.
— ¡No soy yo! —pero se lo metió por encima de la cabeza. La hizo reír y él le dió una palmada cariñosa.
-Nada de bromas... estoy aquí para trabajar —comenzó a apilar los platos y ella siguió preparando el café. Cuando estuvo listo, sirvió dos tazas.
Se sentaron a tomar el café y charlaron acerca de la obra de televisión. Él le explicó el tema.
—Tu papel es una parte pequeñísima, pero podría servirte de mucho. Ayuda bastante el que lo vean a uno en la pantalla.
Le hizo una serie de preguntas y escuchó absorta cuando se las contestó, con los codos sobre la mesa y la cabeza apoyada entre las manos. Su ocupación favorita siempre había sido hablar de teatro y así seguía siendo.
Él miró el reloj.
— ¡Dios, se me hizo tarde!
-Lo siento, es mi culpa. No debí entretenerte.
-¿Y para qué son los amigos?
—Antes decías que para pedirles dinero prestado.
— Y para dormir con ellos —agregó mirándola de soslayo de forma maliciosa.
Paula rió y él añadió:
—Aunque por más insinuaciones que hacía, jamás me demostraste tanta amistad.
— Nunca insinuaste nada —dijo con franqueza. -¿No? ¿Estás segura?
Se oyó un insistente timbrazo en la puerta. -Flor —dijo él-. Le abriré al irme.
Salió y ella se rió, dándose cuenta que se le había olvidado quitarse el ridículo delantal. Oyó que se abría la puerta y luego la nota violenta de la voz de Pedro. El color abandonó su rostro. Se puso de pie de un salto y abrió la puerta de la cocina.
Pedro la miró por encima de David. Los grises ojos se fijaron en todos los detalles de su aspecto y ella se vió a través de sus ojos y se acobardó. Estaba desaliñada y vestida de forma provocativa. La bata de seda medio abierta, mostraba el blanco cuello y el comienzo de los senos. Estaba descalza como si acabara de levantarse y tenía el cabello despeinado.
Las facciones de su marido se endurecieron al observarla con más detenimiento.
Miró con lentitud a David, quien lo estudiaba con una expresión peculiar y con labios ligeramente sonrientes.
Paula no encontraba qué decirle. Esperaba que hablara y levantó la cara con desafío.
Pedro recorrió la figura de David en mangas de camisa y con desdén se detuvo en el mandil.
— Vístete —le dijo con los labios apretados—. Voy a llevarte a casa.
—No, amigo -intervino David-. Ella se queda.
Pedro le golpeó. Sucedió demasiado rápido para que Paula se diera cuenta... durante un minuto se miraron como perros salvajes, al siguiente, David volaba por el cuarto y caía con la cabeza sobre la pared.
Ella corrió y se arrodilló a su lado horrorizada.
-¿David, estás bien? ¿Estás herido?
Él se tocó la cabeza y gruñó.
—Por supuesto que estoy herido. Tal vez tenga la cabeza dura, pero si me doy contra un muro, maldito si no duele.
Ella se volvió para mirar a Pedro.
—No había necesidad de hacer eso -dijo furiosa.
Pedro no contestó. Estaba blanco y respiraba con dificultad. Apretaba y aflojaba las manos. Su cara estaba tensa por la furia.
—Eres una mujerzuela —dijo con respiración desacompasada, giró y salió cerrando la puerta a sus espaldas.
Sólo entonces se le ocurrió a ella lo que él pudo haber pensado. La cegó tanto el saber que amaba a otra mujer que no se le ocurrió que Pedro pudiera dudar de su propia fidelidad. Si hubiera tenido algo de humor hubiera reído. En vez de eso, soltó una maldición y David soltó una risotada.
-Eso no lo hace una dama.
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