martes, 5 de abril de 2016

Amores Que Matan: Capítulo 11

—No sé -dijo burlándose-. Te queda bien. Sobre todo el estilo.

Era de solapas bajas, dejaba ver el atrevido camisón negro y ella se ruborizó.

—Me iré a cambiar.

—No puedo quedarme, espera un minuto... Hablé con mis amigos de la televisión y logré que te concedan una entrevista.

— ¡Eso es maravilloso!

—Llámame señor Arréglalo Todo —dijo con modestia.

—¿Cuándo?

-¿Cuándo puedes ir?

—No tengo gran cosa que hacer por el momento —dijo y desvió la mirada.

David se metió las manos a los bolsillos del pantalón.

—¿Hay café? No he desayunado.

—Haré un poco —entró en la cocina e hizo un gesto al ver el caos que había.

Tendría trabajo para rato. Preparó el café y sacó dos tazas. David entró, vió el desorden y exclamó:

— ¡Dios Todopoderoso! —Ella se rió.

—Lo arreglaré más tarde.

Él se quitó el suéter que era del mismo color que el pantalón. —¿Tienes un delantal? Estos pantalones cuestan una fortuna y no quiero ensuciarlos.

— ¡ No tienes necesidad de hacer nada!

—¿Oíste alguna vez la frase «el trabajo se aligera con muchas manos»?

— ¡David, en serio, no hagas nada!

Él buscó detrás de la puerta y sacó un delantal de plástico azul brillante estampado con chillonas flores rosadas, dos corazones enlazados y el romántico mensaje de ¡hola, marinero!

David lo miró con disgusto.

— ¡No soy yo! —pero se lo metió por encima de la cabeza. La hizo reír y él le dió una palmada cariñosa.

-Nada de bromas... estoy aquí para trabajar —comenzó a apilar los platos y ella siguió preparando el café. Cuando estuvo listo, sirvió dos tazas.

Se sentaron a tomar el café y charlaron acerca de la obra de televisión. Él le explicó el tema.

—Tu papel es una parte pequeñísima, pero podría servirte de mucho. Ayuda bastante el que lo vean a uno en la pantalla.

Le hizo una serie de preguntas y escuchó absorta cuando se las contestó, con los codos sobre la mesa y la cabeza apoyada entre las manos. Su ocupación favorita siempre había sido hablar de teatro y así seguía siendo.

Él miró el reloj.

— ¡Dios, se me hizo tarde!

-Lo siento, es mi culpa. No debí entretenerte.

-¿Y para qué son los amigos?

—Antes decías que para pedirles dinero prestado.

— Y para dormir con ellos —agregó mirándola de soslayo de forma maliciosa.

Paula rió y él añadió:

—Aunque por más insinuaciones que hacía, jamás me demostraste tanta amistad.

— Nunca insinuaste nada —dijo con franqueza. -¿No? ¿Estás segura?

Se oyó un insistente timbrazo en la puerta. -Flor —dijo él-. Le abriré al irme.

Salió y ella se rió, dándose cuenta que se le había olvidado quitarse el ridículo delantal. Oyó que se abría la puerta y luego la nota violenta de la voz de Pedro. El color abandonó su rostro. Se puso de pie de un salto y abrió la puerta de la cocina.

Pedro la miró por encima de David. Los grises ojos se fijaron en todos los detalles de su aspecto y ella se vió a través de sus ojos y se acobardó. Estaba desaliñada y vestida de forma provocativa. La bata de seda medio abierta, mostraba el blanco cuello y el comienzo de los senos. Estaba descalza como si acabara de levantarse y tenía el cabello despeinado.

Las facciones de su marido se endurecieron al observarla con más detenimiento.

Miró con lentitud a David, quien lo estudiaba con una expresión peculiar y con labios ligeramente sonrientes.

Paula no encontraba qué decirle. Esperaba que hablara y levantó la cara con desafío.

Pedro recorrió la figura de David en mangas de camisa y con desdén se detuvo en el mandil.

— Vístete —le dijo con los labios apretados—. Voy a llevarte a casa.

—No, amigo -intervino David-. Ella se queda.

Pedro le golpeó. Sucedió demasiado rápido para que Paula se diera cuenta... durante un minuto se miraron como perros salvajes, al siguiente, David volaba por el cuarto y caía con la cabeza sobre la pared.

Ella corrió y se arrodilló a su lado horrorizada.

-¿David, estás bien? ¿Estás herido?

Él se tocó la cabeza y gruñó.

—Por supuesto que estoy herido. Tal vez tenga la cabeza dura, pero si me doy contra un muro, maldito si no duele.

Ella se volvió para mirar a Pedro.

—No había necesidad de hacer eso -dijo furiosa.

Pedro no contestó. Estaba blanco y respiraba con dificultad. Apretaba y aflojaba las manos. Su cara estaba tensa por la furia.

—Eres una mujerzuela —dijo con respiración desacompasada, giró y salió cerrando la puerta a sus espaldas.

Sólo entonces se le ocurrió a ella lo que él pudo haber pensado. La cegó tanto el saber que amaba a otra mujer que no se le ocurrió que Pedro pudiera dudar de su propia fidelidad. Si hubiera tenido algo de humor hubiera reído. En vez de eso, soltó una maldición y David soltó una risotada.

-Eso no lo hace una dama.

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