-¿Y cuándo has visto tú a María? --preguntó su madre-. ¿Es ella la que te ha metido esa idea en la cabeza?
-¡Oh, no! Sólo la ayudé a llevar las bolsas de la compra esta mañana, y cuando llegamos a su casa, me invitó a tomar el té.
De repente se hizo el silencio.
-¿Y entraste?
-Sí, pero de todos modos yo ya me había hecho a la idea de marcharme, y te aseguro que no se lo había contado a nadie. Sin embargo ella lo sabía.
-Bueno... -dijo su padre-, ésa es María. No ocurre nada sin que ella lo sepa.
-Sí, tiene un sexto sentido -susurró su madre respetuosa-. No es de extrañar que el pobre párroco se dé a la bebida cada vez que la ve. ¿Y cómo es su casa?
-Pues... es todo muy antiguo, pero está limpio. Y no tiene ningún gato negro ni ninguna bola de cristal, si es a eso a lo que te refieres.
-¡Oh! -exclamó su madre en cierto modo defraudada-. ¿Pero qué te dijo?
-Sólo me dijo que no tenía de que preocuparme, que yo era una Chaves y que los Chaves siempre han sabido cuidar de sí mismos.
-¿Y eso es todo? -volvió a preguntar su madre defraudada otra vez.
-¿No es suficiente? -preguntó Catriona evadiendo diplomáticamente la pregunta-. ¿No dices tú siempre que tiene un don y que se puede confiar en ella?
-A mí me basta, desde luego -aseguró su padre con firmeza haciendo un gesto ante lo inevitable-. Haremos una fiesta de despedida en el bar del hotel la noche antes de tu marcha.
-Bueno... -sonrió cansada su madre-, tienes razón. Siempre supe que algún día te marcharías.
Pero vendrás a visitarnos, ¿verdad?
-Por supuesto, mamá -contestó besándolos y abrazándolos a los dos.
Paula se dió la vuelta antes de que sus padres pudieran ver las lágrimas que coman por sus mejillas.
Cuando el piso estuvo limpio, Paula llamó a la puerta de la habitación de Magda. Estaba dormida, así que cerró con cuidado para no despertarla, se puso el abrigo y salió. La boutique estaba a sólo diez minutos de camino. Era domingo, de modo que se vistió con vaqueros y un jersey de algodón.
A pesar del dolor de su corazón, la expresión de su semblante seguía siendo risueña mientras saludaba a los conocidos con los que se iba encontrando. Al llegar a la tienda se hizo una taza de café y, luego, comenzó a hacer el inventario.
Aquella sonrisa y el pretendido buen humor no eran más que una fachada. Una vez sola, la máscara desapareció. En sus ojos y en su boca se reflejaron la tristeza y la amargura. Lo intentó con todas sus fuerzas, pero pronto comprendió que sería incapaz. En cualquier otro momento habría hecho el inventario en media hora, pero aquella mañana le resultaba imposible concentrarse. Su mente simplemente no estaba preparada, estaba demasiado preocupada con oscuros pensamientos sobre venganzas y engaño.
¿Cómo podía haber sido tan estúpida como para enamorarse de aquel demonio sin corazón?, se preguntó. Se decía que los Chaves podían cuidar de sí mismos, pero era evidente que uno de ellos no. ¿Cómo era posible que se hubiese rendido tan fácilmente? Quizá, se dijo, tras su máscara orgullosa no había más que una simplona chica escocesa de montaña, una campesina que aún seguía creyendo en las historias que se contaban en su pueblo sobre amantes secretos y ancianas que adivinaban el futuro. ¿Es que acaso había querido creer que Pedro Alfonso era el hombre con el que estaba destinada a casarse? ¿Era ella misma su peor enemigo?, se preguntó.
El arma del destino que había hecho que se conocieran había sido un adolescente patinando sobre ruedas y provocando el caos en la acera. Los paseantes habían titubeado y se habían echado a los lados para evitarlo. Paula lo había conseguido justo a tiempo, pero había chocado con un extraño que salía en ese momento de una oficina inmobiliaria.
-¡Ooops! -exclamó apenas sin aliento-. Lo... lo siento.
El extraño la sujetaba con los brazos para evitar que se cayera mientras ella tartamudeaba aquella disculpa. Sólo llegaba a ver el nudo de su corbata.
-Pues yo no -contestó una voz profunda y cálida que pareció resonar dentro de ella-. Encantado de conocerte. Este es mi día de suerte. Puedes caer en mis brazos todas las veces que quieras.
Estuvo a punto de decirle que le bastaba con sus piernas para sostenerse en pie, pero levantó la cabeza y cambió de opinión. Lo primero que le vino a la mente era que aquel hombre era excepcionalmente guapo. Bajo sus cejas negras, levemente inclinadas en un gesto de ironía, sus ojos eran de un gris claro y luminoso sorprendente, y su mirada era viva y observadora. Era un rostro que evocaba de inmediato fantasías sobre encuentros románticos bajo el cielo estrellado de lejanos desiertos. Un rostro que haría vibrar el corazón de cualquier mujer.
-¿Te has hecho daño? -preguntó con aire de preocupación.
El timbre de su voz la hacía estremecerse, pero consiguió sacudir la cabeza en una negativa. Podía oler su fragancia personal, el refrescante olor de su loción de afeitar...
El ruido del tráfico resonó en sus oídos, siendo consciente entonces del resto de la gente, que se apresuraba a subir al autobús de vuelta a casa. Estaba a solas con él en medio del silencio, atónita y muda. Sus ojos seguían fijos en los de ella. Tenía la boca seca.
-Con un poco de suerte, ese chico se partirá una pierna antes de provocar un accidente -dijo él. -Sí -consiguió contestar ella al fin sin aliento-. Sí, no... no es muy seguro andar por las calles en estos días. Algunas personas no tienen la menor consideración, ¿no es cierto?
Aquella había sido una observación brillante, reflexionó Paula irónica. ¿Por qué no habría dicho algo inteligente, algo interesante?, se preguntó. Le resultaba difícil hacer comentarios sofisticados cuando estaba tan nerviosa. Él aún no la había soltado.
-Pareces un poco agitada, y estás muy pálida -observó él-. Lo que necesitas es un brandy. Vamos.
Paula abrió la boca para protestar, pero sus labios no pudieron pronunciar palabra. Se dejó llevar hasta el bar más cercano, a sólo unos metros. Aquel hombre la agarraba con amabilidad, pero también con firmeza. Sólo al verse sentada frente a una mesa en un rincón consiguió decir algo tartamudeando y delatando su estado de nervios:
-No .... no me gusta el brandy. Y la verdad es que no creo que...
-¿Un whisky, entonces? Insisto en que tomes una copa -la miró paternal-. Por razones médicas.
Paula sonrió débilmente. Se sentía abrumada por el encanto y la fuerza de su personalidad.
-Bueno, está bien, un whisky pequeño. Glenlivet... y un poco de agua mineral, por favor. Eso era lo que pedían siempre los turistas ingleses en el bar del puerto de Kindarroch. A los vecinos les hacía gracia que siempre pidieran todos lo mismo. Así que, se dijo, debía de ser muy sofisticado.
El extraño llamó a un camarero, pidió las bebidas y luego se sentó frente a ella. Entonces se presentó y le ofreció su mano:
-Me llamo Pedro Alfonso. ¿Y tú?
-Paula Chaves-murmuró ella cortés tomando su mano fría y firme.
-Paula-repitió él como para sí mismo son. Es un nombre muy bonito. Te va muy bien.
Ya te digo que me enganchó jajaja.
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