martes, 23 de febrero de 2016

Recuerdo Perdurable: Capítulo 6

-Bien, entonces no vuelvas a llamarme señor Alfonso. Llámame Pedro.

Paula sonrió en respuesta. Estaba muy ruborizada y nerviosa, pero esperaba que él no lo notara.

-Muy bien... Pedro -él volvió a mirar el reloj, así que Paula se bebió el whisky deprisa y añadió-: Yo también tengo que marcharme.

Pedro la escoltó hasta la puerta de salida tomándola del brazo. Al llegar hizo una pausa y dijo:

-Te mandaré un coche a recogerte a las siete y media. ¿Te parece bien?

-Sí... -contestó con voz ronca a causa de la excitación-. Le diré al portero que esté atento. Pedro volvió a sonreír, luego se dio la vuelta y se marchó. Ella lo observó. Se quedó allí inmóvil, incapaz de creer en lo que acababa de suceder. Algo tenía que salir mal, se dijo. Seguramente él cambiaría de opinión. Se sentaría vestida a esperarlo y el coche nunca llegaría.

Aunque a lo mejor no, recapacitó. Quizá mandara el coche. En tal caso más valía que se arreglara. ¿Pero qué podría ponerse?, se preguntó.

Entonces se le ocurrió volver a la tienda. Se dijo a sí misma que Magda lo comprendería. Entró en el rincón donde guardaban la ropa rechazada por tener algún defecto y encontró lo que buscaba. Sujetó el vestido y se preguntó si se atrevería a ponérselo. Tragó saliva. Estaba nerviosa. El vestido no tenía tirantes, era de seda china de color verde pálido y llevaba una etiqueta con el nombre del diseñador y el precio. Por ese dinero se podía comprar incluso un buen coche de segunda mano, pensó.

Para cualquiera que no se fijara mucho aquel vestido era toda una sublime creación. Tenía aspecto de caro. Sin embargo para Magda, que con su vista de águila veía cualquier pequeña imperfección, ese vestido no valía nada. En casos como aquél, Magda se ponía en contacto con el proveedor, que invariablemente le recomendaba que se deshiciera de él como mejor le pareciera. Magda por lo general solía regalarlos a las tiendas de segunda mano de East End. Era gracioso pensar que alguna pobre y respetable anciana pudiera ir a trabajar con un abrigo de quinientas libras que había comprado por nada.

Paula encontró una estola de seda que hacía juego con el vestido, la dobló y salió de la tienda aprisa para volver a casa.

El teléfono sonó a las siete y media en punto. Contestó apenas sin aliento y luego corrió a la ventana. Una enorme limusina negra estaba parada frente a la puerta. Entonces, respirando profundamente e intentando calmarse, aprovechó la última ocasión para mirarse al espejo.

Al hacerlo la primera vez que se probaba el vestido se había sentido desesperada. Nunca se atrevería a salir a la calle de ese modo, se dijo entonces. No podía llevar sujetador, aunque realmente eso era lo de menos. El vestido le sentaba bien, pero dejaba demasiado al descubierto. No obstante el efecto era espectacular. Estuvo dando vueltas de un lado para otro y finalmente fue haciéndose a la idea.

Antes de salir, se puso la estola y un abrigo que tomó prestado de Magda. Tomó el ascensor y bajó al vestíbulo donde Carlos, el portero, la miró dos veces antes de sonreír y desearle una buena noche.

Dentro del coche, en la oscuridad, estuvo mirándose vanidosamente en el espejo. Aunque no llevaba maquillaje sus mejillas estaban encendidas. Sólo se había pintado los labios. Estaba muy nerviosa, y ruborizada.

Tenía que relajarse, reflexionó. Tenía que intentar mostrarse elegante y sofisticada, como las mujeres que iban a comprar a la tienda. Ellas hablaban como arrastrando las palabras, llamaban «cariño» a todo el mundo y... bueno, quizá no hiciera falta ir tan lejos, sólo imitar su «estilo». ¿Lo conseguiría?, se preguntó, ¿o lo estropearía todo? ¿Estaría toda la noche atemorizada y sin decir palabra mientras él se aburría mortalmente de ella?

Paula  hizo un gesto de burla ante su propia imagen en el espejo, y luego sintió como un cosquilleo en la nuca, como si María estuviera susurrándole algo al oído: «Nunca he conocido a ningún Chaves que se amedrante ante un desafío», escuchó. Parpadeó y respiró hondo. Estaba comenzando a escuchar voces en su cabeza. Sólo faltaba eso. Pero María tenía razón, pensó. Aquél era un desafío, y lo consiguiera o no, iba a poner todo de su parte. El tráfico en West End era caótico, como siempre, pero la limusina llegó enseguida al restaurante. El chófer le abrió la puerta y el portero se acercó quitándose la gorra.

-¿Es usted la señorita Chaves?

-Sí.

-El señor Alfonso la está esperando.

La guió hasta el vestíbulo, donde la encargada del guardarropa le guardó el abrigo y la estola, y luego entró en el restaurante, donde un camarero la escoltó hasta una mesa en un rincón reservado.

Mientras miraba a su alrededor se le hizo un nudo en el estómago. Aquel lugar, tan silencioso, refinado y elegante, casi la intimidaba. Estaba decorado al estilo victoriano. Los tonos plateados brillaban a la luz de las velas, y sólo se oía el murmullo de las conversaciones y el tintineo de las botellas contra las copas de vino.

Y de pronto, él estaba allí, resplandeciente y con traje, tal y como lo había imaginado, poniéndose en pie con una sonrisa al verla llegar.

-Paula la miró de arriba abajo con una expresión de aprobación-. ¡Estás magnífica con ese vestido!

-Gracias -murmuró ella ruborizándose de inmediato. Aquella bienvenida la animó, así que se atrevió a sonreír mientras se sentaba-. Me alegro de que te guste, me ha costado bastante decidir qué ponerme. Sólo al final opté por este vestido -Eres una mentirosa, reflexionó. Apenas podía creer que hubiera sido capaz de decir eso. Entonces el camarero le ofreció la carta, pero ella la rechazó-: Elige tú, Pedro. ¿Qué me recomiendas?

Pedro torció la boca divertido.

-Pato a la naranja. Es la especialidad del chef -el camarero se marchó después de tomar nota y él añadió-: Me he tomado la libertad de pedir un buen vino antes de que llegaras, pero si te parece demasiado seco pediré otro.
No le hubiera importado que en vez de vino hubiera pedido agua caliente del grifo, pensó mientras lo observaba servir las copas. Paula la elevó hasta los labios y dio un trago con delicadeza, saboreándolo por un momento. Luego asintió y se limpió ligeramente con la servilleta.

-Muy bueno -murmuró-. Justo como a mí me gusta.

¿Pero sería posible que fuera ella la que estuviera diciendo aquello cuando era incapaz de distinguir entre un clarete y un jerez?, pensó admirada ce sí misma. Trató de justificarse pensando que en el fondo no lo estaba engañando, sólo trataba de ser agradable. Después de todo tenía que mostrarse cortés, tenía que hacer un esfuerzo por mostrarse interesante. Y según parecía estaba teniendo éxito. Al menos él no le quitaba la vista de encima.

Durante la cena hubo un momento de turbación, y fue cuando él le preguntó en qué parte de Escocia vivían sus padres.

-Bueno, no creo que hayas oído hablar del pueblo -contestó con naturalidad-. Se llama Kindarroch. Está al oeste de Highlands. Es un lugar muy tranquilo.

-¿Y es ésa la razón por la que decidiste venir a vivir a Londres? -sugirió él con una sonrisa cómplice-. No tienes aspecto de ser del tipo de chicas a las que les gusta ir de caza o de pesca, no puedo imaginarte con botas y un perro labrador corriendo por la finca.

¿Finca?, se preguntó Paula. ¿Quién había dicho nada de ninguna finca? De todas formas, si él se empeñaba en creer que ella era una aristócrata escocesa, no tenía ningún inconveniente. Cuando se conocieran mejor, se reirían de ello. Después de todo, el hecho de que lo pensara sólo demostraba que ella tenía «estilo».

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