Paula se avergonzó de sus palabras y sonrió cohibida.
-Bueno, es que iba a misa los domingos a escuchar al padre McPhee echar fuego desde el púlpito. Si él supiera lo que he hecho me lo haría expiar.
-Yo, en cambio, nunca dejé que la conciencia me atormentara -replicó Magda alegre-. Sin duda existe un lugar especial en el infierno para pecadoras como yo, pero mientras tanto... Bueno, durante aquellos años disolutos fui inteligente y me hice con este precioso apartamento, con la boutique de Chelsea y con unas cuantas acciones. Nunca encontré a ningún hombre con el que deseara compartir el resto de mi vida, pero eso no me impidió disfrutar de ellos. Sin embargo tampoco nunca me he hecho enemigos, no conscientemente, al menos. La mayor parte de esos hombres ahora son mis amigos, y aún me invitan a fiestas de sociedad.
-No me importa el tipo de vida que hayas llevado, Magda -contestó Paula mirándola con afecto-. Para mí siempre serás un ángel. Antes de conocerte estaba desesperada, hundida y a punto de volver a casa con el rabo entre las piernas. Pero luego todo cambió. Me ofreciste un empleo e incluso un lugar para vivir. Te estaré eternamente agradecida.
-Bueno, tú eres una persona honesta y sincera, y eso no es muy corriente en Londres en estos días. Hay que andarse con pies de plomo.
-Ya, lo sé -murmuró Paula-. Eso es precisamente lo que yo no he hecho.
-¡Vamos, venga! ¡No es el fin del mundo! Te han roto el corazón y todo te parece vacío, pero lo superarás. Eres joven, aprendes rápidamente. Acepta mi consejo, olvídalo todo y sigue adelante con tu vida.
Paula bajó los ojos. No quería herir a Magda, pero ella era incapaz de comprender. En el lugar del que provenía aquél era un asunto de honor familiar, por no mencionar el orgullo y el respeto hacia uno mismo. Pedro Alfonso había pisoteado y arrastrado esos valores por el barro, y tenía que pagarlo. No sabía cómo, pero lo conseguiría. Haría que ese hombre se arrepintiera de haberle puesto la mano encima. Magda volvió a alcanzar el frasco de las aspirinas. Paula se levantó de la silla.
-Ayer noche llegaste tarde, tienes resaca. Sé que hoy pensabas hacer inventario en la tienda, pero puedo hacerlo yo sola. ¿Por qué no te quedas en la cama y descansas?
-Eres muy amable, querida -la miró agradecida-. Me temo que ya no aguanto tanto como antes. Pasaré el día descansando. Pero no te preocupes, en cuanto recargue mis baterías, volveré a la carga.
Paula recogió las tazas del desayuno y luego el resto del salón. Satisfecha del trabajo, miró a su alrededor y sonrió. Cuando Magda le ofreció una habitación de alquiler por sólo una pequeña cantidad simbólica no esperaba que se tratara de un apartamento tan magnífico. Magda tenía estilo y buen gusto. Los muebles eran de época y la casa estaba llena de alfombras. Unas puertas correderas comunicaban el salón y la terraza, ofreciendo una hermosa vista sobre el río.
Miró por un momento el puente de Chelsea y sintió nostalgia del mar y de las grandiosas montañas de Kindarroch. Luego respiró hondo. Sólo los perdedores se permitían a sí mismos hundirse en la propia compasión y en la tristeza por el pasado.
Ella había estado a punto de sucumbir. Durante sus primeras semanas en Londres, había vagado de un empleo a otro y de una pensión en otra, quedándose pronto sin ahorros. Sólo las palabras de la anciana adivinadora María, que le había dicho que encontraría a una amiga, la habían animado a seguir.
Por supuesto María le había dicho también que conocería a un hombre joven y rico, pero. había olvidado mencionar que no sería más que un canalla lascivo y mentiroso. Sin embargo, si lo hubiera hecho, quizá no lo hubiera tomado muy en serio. Todo parecía muy lejano ya, a pesar de que no habían pasado más que un par de meses desde que se marchó de Kindarroch.
Mucha gente de Kindarroch hubiera preferido caminar descalzo sobre cristales antes que entrar en casa de María, allá en lo alto de la montaña. Paula, en cambio, ni siquiera estaba nerviosa.
Los ancianos, incluso su madre, hablaban siempre de ella entre susurros y después de mirar a ambos lados para asegurarse de que no andaba cerca. María era la séptima hija de una séptima hija, así que a nadie le sorprendió que poseyera un “don”. Era vidente, tenía visiones del futuro. En realidad aquello tampoco resultaba extraño en una cultura en la que convivían en paz el mito romántico y la leyenda con la televisión vía satélite y los hornos microondas. Sin embargo se decía que María podía leer en el corazón y en los ojos de aquellos que se le acercaban. Naturalmente aquello provocaba recelos. Todo el mundo tenía algún pequeño secreto que guardar, así que la evitaban siempre que podían.
Pero nada de eso asustaba a Paula. María nunca había hecho el menor daño a nadie, y eso era más de lo que podía decirse de muchos otros. Un día, de vuelta de la oficina de correos, la vio cargando con bolsas de la compra y enseguida se acercó a ella para ofrecerle ayuda. Una vez a las puertas de su casa hubiera sido una descortesía negarse a aceptar la invitación de entrar a tomar una taza de té. María se quitó el chal y sonrió agradecida. -Deja las bolsas ahí, Paula. Ponte cómoda mientras yo voy a la cocina.
Paula se sentó frente a una mesa de pino y miró a su alrededor llena de curiosidad. Desde la ventana del diminuto salón se veía todo el puerto, vacío excepto por unas gaviotas que esperaban pacientemente a que llegara algún barco del mar. Hacia el sur se veían los picos de Skye sobre el horizonte.
El salón le resultó extraño. Estaba limpio, ordenado y bien cuidado, pero era todo terriblemente viejo, de los años veinte o treinta. Era como volver a un tiempo pasado. Paula recordó las historias que se contaban sobre María. Se decía que provenía de una de las islas, que había llegado a puerto sola en una barca saliendo de entre las brumas de la mañana con su cabello negro, que por aquel entonces sólo contaba diecisiete años, que se había enamorado de un joven pescador del pueblo y que en un mes se había casado con él. Pero ocurrió una tragedia. Dos días después de la boda, el barco en el que navegaba su marido se hundió en una tormenta. Nadie sobrevivió. Desde ese momento ella vivió sola y se decía que pasaba el tiempo mirando por la ventana y esperando el retorno de su amado.
Era una historia que siempre la conmovía, pero también la hacía preguntarse... Si María tenía realmente ese don, ¿por qué no había avisado a su marido y a los otros pescadores para que no salieran a navegar? Quizá, se dijo, fuera precisamente ese doloroso trauma lo que había despertado sus poderes dormidos.
Una vez más, volvió a mirar a su alrededor. ¿Era ese el aspecto original de la casa, la forma en que ella la decoró cuando entró por primera vez? Nada parecía haber cambiado... el tiempo parecía haberse detenido. Todo continuaba igual. ¿Como en un santuario, quizá?, se preguntó. De pronto recordó algo. Tendría unos ocho años cuando ocurrió. Había un montón de niños jugando en el puerto. Joaquín Rodríguez tenía un tirachinas y disparaba sobre las gaviotas. Entonces María gritó:
-Joaquín Rodríguez... ¿Es que no sabes en las gaviotas mora el alma de los pescadores muertos en el mar que esperan volver a nacer?
Era una idea que le hubiera resultado extraña a cualquier niño. Joaquín no volvió a disparar nunca jamás.
María entró en el salón con una bandeja y Paula se puso en pie.
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