jueves, 31 de agosto de 2023

Un Trato Arriesgado: Capítulo 48

Pedro vió el horror en la mirada de su padre y la conmoción en los ojos de Paula.


–Pero yo te apruebo, hijo. Siempre he estado orgulloso de tí.


–No, papá. Ocasionalmente me hablabas de negocios, pero, ¿Cuándo fue la última vez que me prestaste atención para algo más que no fuera censurar mi vida privada? –preguntó. Horacio se mantuvo en silencio. Lo miraba como si fuese un alienígena–. Desde que mamá se marchó, me he sentido como un intruso. Tus esposas eran más importantes que yo. ¿Quieres saber por qué era tan importante para mí convertirme en socio de la firma? Porque cometí la estupidez de pensar que así estaríamos más unidos. Verdaderamente tonto, ¿No es así?


Pedro se dejó caer en la silla más cercana y hundió la cabeza entre las manos. Su padre le puso una mano en el hombro.


–¿Hijo?


–Márchate, papá. Ahora necesito hablar con Paula. A solas.


La mano apretó el hombro con firmeza.


–Lamento haber hecho que te sintieras desplazado, Pedro. Nunca fue mi intención. Sólo quería lo mejor para tí y eso significaba crear una sólida empresa para asegurarte un futuro estable. En cuanto a tu madre, no pasa un solo día que no me reproche haber dejado escapar lo mejor que me ha ocurrido en la vida…


Horacio dejó de hablar y Pedro alzó la vista. Los ojos de su padre brillaban. Por primera vez en su vida vio a su padre conmovido hasta las lágrimas y eso le impactó más que cualquier otra cosa.


–Papá, yo…


–No, déjame terminar. Admito que no he sido el mejor padre del mundo. Lo único que supe hacer fue dedicarme de lleno a los negocios. Si no te dediqué más atención fue porque te pareces mucho a ella. Cada vez que me mirabas veía sus ojos, su dolor, y eso me destrozaba el corazón –dijo al tiempo que se pasaba una mano por el pelo–. Sé que es una excusa pobre, pero es lo que sentía. Cuando creciste ya era demasiado tarde. Se había creado un abismo entre nosotros y no tuve las agallas suficientes para remediarlo. ¿Podrás perdonarme?


Pedro se levantó de un salto y abrió los brazos. Por primera vez desde que tenía seis años, su padre lo abrazó. No fue el gesto habitual del golpecito en la espalda o de revolverle el pelo. No, fue un estrecho abrazo de auténtico amor paternal. Sintió que le quitaban un gran peso de los hombros y tragó saliva para deshacer el nudo que le apretaba la garganta.


–No hay nada que perdonar, papá. Sucede que no hemos sabido comunicarnos, eso es todo –murmuró con voz temblorosa.


Casi había creído que todo estaba solucionado cuando, por encima del hombro de su padre, vió el rostro de Paula que lo miraba fijamente. La carga repentinamente volvió a caer sobre sus hombros, diez veces más pesada. Su padre debió de sentir su rigidez, porque se apartó un poco con una mirada interrogante.


–Podemos continuar más tarde. En este momento hay una joven que merece tus disculpas mucho más que yo.


–Sí.


Pedro vió que su padre la besaba en la mejilla.


–No lo perdones tan pronto, Paula. Se merece todos tus reproches. 


Tras una cariñosa sonrisa dirigida a ambos, se marchó del despacho. Entonces Paula miró a Pedro con una mezcla de sorpresa y desconcierto. No podía creer que no hubiera tenido la suficiente confianza con ella para contarle la verdad sobre su padre. A pesar de todas la citas, las cenas y últimamente las tiernas mañanas en la cama, no le había dicho una sola palabra. Y eso le dolía más que cualquier otra cosa. Sólo había sido un medio para llegar a un fin. Nada más. ¿Y el trato incluía las relaciones sexuales? Bueno, él había aprovechado lo que se le ofrecía, sin arrepentimiento, sin recriminaciones. ¡Y pensar que había ido a contarle la verdad!


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