Cuando las formalidades hubieron concluido, los asistentes comenzaron a marcharse. Paula, muy sonriente, aceptó las felicitaciones de los otros participantes con la mano en la de Pedro, que no la había soltado en todo ese tiempo. Cuando la última persona se hubo retirado, le dolía la cara por el esfuerzo de mantener una expresión de felicidad. ¿Felicidad? Nada más lejos de la realidad. Era hora de solucionar ese lío de una vez por todas.
–¿Podemos hablar, Pedro? A propósito, ya puedes soltarme la mano. La comedia ha terminado.
Notó que la calidez de su mirada se apagaba.
–¿Te apetece una copa? Por tu expresión, me parece que la vas a necesitar – dijo al tiempo que la soltaba.
A ella no le gustó el matiz de dureza que había en su voz, aunque eso podía llevarlo bastante mejor que su talante amistoso. No iba a ser fácil hablar con él.
–Una copa pequeña de vino blanco, por favor. Estaré en la mesa del rincón.
–¿Así que has elegido la mesa más apartada del recinto? O me vas a decir cuánto te ha emocionado que te haya elegido o estás planeando deshacerte de mí. ¿Cuál de las dos posibilidades es? –preguntó. Paula se puso rígida, sorprendida de su habilidad para leerle la mente–. Entiendo, ¿Vas a hacerme pagar por lo que sucedió hace nueve años, verdad? –dijo antes de volverse al camarero–. Un copa de vino blanco y un zumo de naranja para mí, por favor. No, pensándolo mejor, un whisky para mí.
Paula lo esperaba a mitad de camino hacia la mesa. Observó que Pedro se pasaba la mano por el pelo, luego consultaba su reloj y golpeteaba con el pie el brillante suelo. Parecía que no hallaba la hora de salir de allí, como le sucedía a ella. ¿Por qué diablos la había elegido? Desde luego que se sentía halagada. ¿Qué mujer no lo habría estado? El fino traje azul marino y la camisa de seda en tono marfil no podían ocultar su poderosa fuerza. La ropa de confección no desvirtuaba el ancho pecho, la esbelta cintura y las largas piernas. Seguro que la camisa ocultaba un estómago plano. No cabía duda de que Pedro estaría impresionante sin ropa alguna. La imaginación de Kara remontó el vuelo mientras lo visualizaba completamente desnudo.
–¿Planeando el ataque?
La interrupción la devolvió de golpe al presente, pero no le calmó el pulso acelerado. Tendría que controlar su cuerpo para enfrentarse a él.
–No soy una clienta, Pedro. No planeo ningún ataque. Sólo quiero hablar contigo –replicó mientras se dirigía a la mesa con la cabeza alta, más enfadada por la respuesta irracional de su cuerpo que con él.
¿Qué habría pasado con la tranquila y tímida Paula que él había conocido? Pedro pensó que se sentiría feliz por haberla elegido. Pese a su instinto de buen abogado, al parecer, se había equivocado.
–Aquí tienes, vino blanco, como pediste.
Pedro no pudo evitar mirarle las nalgas cuando se sentó. Era impresionante. El vestido negro realzaba todas las curvas de su cuerpo. Los grandes senos, la estrecha cintura y las larguísimas piernas. Una vez más, su mente se entregó a las imágenes sensuales. «No olvides que esto es un acuerdo de negocios»
–Díselo a mi libido –murmuró al tiempo que bebía un sorbo de whisky.
–¿Qué dices, Pedro?
Lo miraba con sus brillantes ojos verdes. Convencer a su libido iba a ser una dura tarea.
–Nada. ¿Qué querías decirme?
Paula respiró hondo. Iba a ser difícil concentrarse en la tarea si Pedro seguía mirándola como si fuera su próximo bocado.
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