–Qué perspicaz eres, querida –dijo Pedro con una voz tan fría que a ella se le heló la espalda–. Esta noche tengo una cena de negocios, así que pasaré a buscarte a las ocho. Si lo de esta mañana fue una especie de indicio, me atrevería a decir que me darás más de lo que vale mi dinero. Estoy ansioso por ver lo que haces cuando el trato esté a punto de finalizar.
–Eres un bast…
–Vaya, qué vocabulario. Te veré a las ocho –la interrumpió–. Y ponte algo elegante –añadió antes de cortar la comunicación.
Paula se quedó mirando el auricular, completamente muda. Luego lo puso de golpe en su sitio murmurando una sarta de maldiciones impropias de una dama y fue a su dormitorio pisando con fuerza. ¿Cómo se atrevía a hablarle de ese modo? Ya se sentía como una mercancía, una posesión a la que su dueño se limitaría a decir cuándo saldrían juntos y adónde. Sólo que no le gustaba que él se lo dijera. Se quitó la ropa y la lanzó sobre la cama. Con manos temblorosas se arrancó un aro de oro de la oreja, pero el otro quedó enganchado.
–¡Maldición! –murmuró mientras manipulaba el delicado broche que de pronto se partió en dos.
Paula se dejó caer en la cama con la cara entre las manos y lloró a gritos, con unos sollozos que resonaron en el silencio. Estaba claro que las lágrimas eran una reacción infantil que la hacían sentirse más estúpida, pero al menos eran una forma de catarsis. El pendiente podía reemplazarse, pero su salud mental era otra cosa. Desde que había firmado sobre la línea de puntos actuaba como una loca. El beso sólo había sido el comienzo. Se había comportado como un monstruo al teléfono, desahogando sus frustraciones sobre Pedro. Y no porque en parte no se lo mereciera. Después de todo, no sería un caso perdido si no fuera por él. Seis meses. En ese momento le parecían una condena de por vida. ¿Cómo podría fingir ser su novia cuando siempre había soñado con serlo de verdad? ¿Y si la gente descubría la farsa? ¿Entonces qué sucedería? ¿Sería capaz de despedirla y buscar otra mujer que pudiera comprar? Porque realmente era eso, una cosa que Pedro había comprado. Dios, debía de pensar que era un objeto barato. «¿Y qué te importa lo que él piense? Piensa en Alicia. Se lo debes», se dijo a sí misma. Con el pensamiento puesto en Alicia se secó las lágrimas y fue al cuarto de baño, ansiosa por librarse de la pena bajo la ducha. Podía hacerlo. Si él la consideraba una mercancía, lo sería. Un paquete atractivo para enseñar a sus frívolos colegas. Y si deseaba algo más de ella, ya podía esperar.
Pedro llamó al timbre. Mientras esperaba, miró a su alrededor sin dejar de notar la atractiva combinación de colores crema y rojo que adornaban la casa de dos pisos con terraza. Unas pulcras hileras de setos rodeaban una pequeña extensión de césped de un verde intenso, animado por los vivos colores de grupos de petunias estratégicamente dispuestos. El sendero de entrada estaba flanqueado por grandes tiestos de terracota que armonizaban perfectamente con el colorido general de la casa. A veces le fastidiaba su ojo adiestrado para captar detalles. Era cierto que esa habilidad le resultaba de gran ayuda en el trabajo, pero nunca podía prescindir de ella. Ciertamente, Paula tenía talento. Si el exterior estaba tan logrado, el interior de la vivienda sería sorprendente. Admiraba el éxito de Paula. Siempre había deseado ser diseñadora, desde que había renovado la casa de Alicia a los catorce años. Había transformado la monotonía del interior en una obra de arte, al parecer sin mayor esfuerzo. Por eso no le sorprendió que un día le dijera que había decidido combinarle el vestuario.
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