Al sentirla pegada a su cuerpo, Pedro dejó escapar un gemido y apartó la boca bruscamente. Paula lo miró con fijeza y luego dió un paso atrás mientras se estiraba la chaqueta. ¿Qué diablos se había apoderado de ella para provocarlo de ese modo? Prácticamente lo había invitado a besarla. Y pensar que había deseado aparecer serena y controlada ante él… ¡Vaya broma! Su cuerpo la había traicionado. ¿Cómo podría fingir ser su novia durante seis meses cuando el primer día no había podido apartarlo de sí? El beso había acabado con todas las ideas que albergaba sobre su autocontrol y su desdén. Había pensado que Pedro era patético al tener que comprar la compañía de una mujer para asegurarse un puesto como socio en la empresa de su padre. También se había burlado de la idea de que todavía lo amaba; más bien atribuía el renacer de sus sentimientos a una nostalgia de la adolescencia. ¡Seguro! De los dos, la única patética era ella.
–Debo marcharme, Pedro.
Le dió un vuelco corazón al notar el desconcierto en su mirada. Pedro rodeó el escritorio, ciertamente con la intención de poner el mayor espacio posible entre ellos.
–Nos mantendremos en contacto. Tengo muchas invitaciones para cenar en las próximas semanas y necesitaremos coordinar nuestros horarios.
–Muy bien. Llámame –dijo, y luego hizo una pausa–. Pedro, en cuanto al beso…
–No te preocupes. Tómalo como una manera insólita de sellar un pacto – declaró casi sin mirarla, mientras metía el contrato en una carpeta–. Te llamaré.
Sintiéndose convenientemente castigada y rechazada, Paula salió de la habitación. Sólo tras cerrar la puerta y apoyarse en ella, se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración. Dejó escapar el aire con una sensación de alivio que duró poco. Si ese beso había sellado el contrato, deseó de pronto haber leído la letra pequeña con más cuidado.
Tras entrar en la casa, Paula cerró de un portazo y luego se quitó los zapatos de tacón. La cartera cayó con un golpe sordo en el sofá al tiempo que ella se hundía en los cómodos cojines y cerraba los ojos. ¡Qué día! Desde que esa mañana había firmado el estúpido contrato de Pedro, las cosas habían ido cuesta abajo. Rápidamente. Se había quedado atrapada en unas obras de la carretera cuando iba camino a Bondi y llegó a la cita con media hora de retraso. Pilar, la pedante esposa de Javier Normanby, la había regañado durante una hora a pesar de las excusas de ella por no haber podido avisar. Aún no podía creer que el encuentro con Pedro esa mañana la hubiera dejado en tal estado de agitación como para haber olvidado cargar el teléfono móvil. Para empeorar las cosas, Pilar y su insoportable hija adolescente habían puesto reparos a todas sus ideas para renovar la suntuosa mansión. Cuando llegó la suegra de Pilar y se unió a ellas, Paula había recurrido a todas las reservas de tacto que poseía. Pero las tres se mantuvieron férreamente unidas.
–Pilar, querida, ¿No crees que la cretona es demasiado tosca?
–Oh, no, mamá, es realmente divina. Las ideas de Paula son muy originales, ¿No te parece? Después de todo, ella es la experta.
Sólo en ese momento la queridísima madre se había dignado a mirar a Paula desdeñosamente, como si fuera un objeto que el perro galés de la familia hubiera hecho entrar a la fuerza en casa.
–Bueno, sólo si estás segura, Pilar. Papá y yo contamos con otros profesionales por si no te entiendes con esta señorita.
Paula había sonreído amablemente, pensando en la excelente comisión, pero luego les había dedicado unas cuantas muecas en cuanto le volvieron las espaldas enfundadas en vestidos de Gucci.
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