-No lo hagas, Paula –pidió Pedro en un tono desprovisto de toda emoción, aunque el miedo amenazaba con hacerle tartamudear.
Era el miedo irracional de enfrentarse a ella en presencia de su padre y de perder a la mujer que lo significaba todo para él.
–No me digas lo que tengo que hacer –replicó Paula con los ojos llenos de ira fijos en él.
–No es lo que parece. Diego y yo hablábamos… –alcanzó a decir antes de vislumbrar las lágrimas en los ojos verdes.
Incluso en ese momento tan inoportuno no dejó de notar su belleza. Paula había cruzado los brazos sobre el pecho jadeante, y lo miraba con los ojos brillantes de dolor. Se le encogió el corazón al reconocer cuánto significaba para él. En ese instante tan dramático, de pronto supo que realmente podría amarla. «Estupendo» Paula volvió su mirada furiosa hacia Diego, que no había dicho una palabra desde que ella entró en la oficina.
–¿Así que ahora son amigos? ¿Intercambiando confidencias? –preguntó con tanta dureza que Diego se quedó helado.
Pedro movió la cabeza de un lado a otro.
–No seas ridícula. Yo…
–¿Ridícula? Muy gracioso viniendo de tí. No puede haber nada más ridículo que pagar a alguien para que finja ser tu novia a fin de que papi te convierta en socio de su empresa.
Se produjo un silencio total. Pedro miró a Paula horrorizado, casi sin creer que ella acabara de decir esas palabras. Su mirada se desvió a su padre, que estaba junto a la entrada y permanecía en silencio. La cara de Horacio enrojeció al entrar en la habitación y tomar el control de la situación.
–Diego, déjanos solos, por favor. Mi hijo y yo necesitamos aclarar ciertas cuestiones.
Como a cámara lenta, Pedro observó que Diego movía la cabeza de un lado a otro y abandonaba el despacho. Paula también se dirigió a la puerta.
–Deseo que te quedes, Paula.
Aunque su padre habló con suavidad, Pedro conocía bien ese tono. No era una petición, era una orden. Paula se detuvo.
–Yo no tengo nada más que decir –declaró con la mirada fija en Horacio–. Esto queda entre tú y él –añadió indicando a Pedro con un movimiento de cabeza, sin mirarlo siquiera.
–Lo sé, pero tú también estás implicada. Quédate, por favor –pidió Horacio al tiempo que la abrazaba.
Era exactamente lo que Pedro quería hacer en ese momento, pero no podía. Por el modo en que Paula lo había mirado, dudó seriamente si volvería a tener otra oportunidad. ¿Qué había hecho? Horacio movió la cabeza de un lado a otro.
–No puedo creer que un hijo mío haya intentado comprar su promoción en la firma, por no hablar de haber utilizado a una mujer para conseguirlo –dijo con una mirada penetrante–. ¿A qué demonios estás jugando?
Durante un momento, Pedro no pudo hablar. Finalmente, Paula se decidió a mirarlo. La visión de las lágrimas que corrían por sus mejillas, fue como un puñetazo en el estómago que lo dejó sin aliento. Entonces se sentó, observado por dos pares de ojos: unos severos y de un tono azul parecido al suyo y los otros de un verde luminoso, llenos de dolor. Sólo había una manera de afrontar la situación. Como ella había dicho, era la hora de la verdad. De toda la verdad. Se puso de pie y se aproximó a su padre.
–Sé lo que parece todo esto, pero tengo mis razones.
Su padre alzó las manos.
–No sigas. Con razón o sin ella, lo que has hecho es inexcusable. Oh, Dios, ¿En qué estabas pensando? ¿Pagar a Paula para que fingiera ser tu novia, y todo por la maldita sociedad?
Pedro negó con la cabeza.
–No sólo por eso –murmuró.
–¿Qué? –gritó Horacio.
–No fue sólo porque me nombraras socio, papá. Fue por tí y por mí, para que me reconocieras como tu hijo, para que me aceptaras –declaró antes de hacer una pausa de un segundo. Temía que si no hablaba en ese momento, nunca lo haría–. Todo lo que siempre he deseado era conseguir tu aprobación, que reconocieras mis logros…
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