jueves, 31 de agosto de 2023

Un Trato Arriesgado: Capítulo 46

Paula alzó la vista al sentir que se ponía rígido. Diego se aproximaba a ellos. Pedro alzó la mano.


–Enhorabuena, Rockwell.


–Sin resentimientos, ¿Eh, Alfonso?


Los hombres se estrecharon la mano.


–Enhorabuena, Diego –dijo ella.


–Gracias, preciosa. Algún día tenemos que reunirnos –dijo. 


Antes de que ella pudiera moverse, Diego le dió un rápido beso en la mejilla y se alejó.


–Por encima de mi cadáver –murmuró Pedro–. Todavía le interesas.


–¿Tú crees? –preguntó ella al tiempo que batía las pestañas para hacerlo reír nuevamente.


Él puso los ojos en blanco.


–¡Mujeres! Déjame ir a hablar unas palabras con mi padre y luego nos reuniremos en el ascensor. ¿De acuerdo?


Con orgullo, Paula lo vió acercarse al grupo donde estaba su padre y unirse a la conversación. Había que ser un gran hombre para hacerlo y sintió que lo quería aún más por eso. Al ver que Lucrecia se integraba al grupo se juró que le diría la verdad. ¿Qué era lo peor que podía suceder? «Nunca más volverá a dirigirte la palabra. Lo perderás. Otra vez», pensó. Luchando contra las lágrimas, Paula se alejó de allí. Lo haría al día siguiente. Seguro que no sería egoísmo por su parte si compartían una noche más, ¿Verdad? Paula respiró hondo varias veces y luego llamó a la puerta.


–Pase –Paula entró en el despacho–. Vaya, la dama en la que estaba pensando –dijo Pedro al tiempo que rodeaba el escritorio y la abrazaba–. ¡Qué bien hueles! –murmuró con los labios en los cabellos de la joven.


Paula se separó para poner distancia entre ellos. De otro modo no sería capaz de seguir adelante.


–¿Tienes un minuto?


–Siempre tengo tiempo para tí. Especialmente en este despacho –contestó mientras palmeaba la mesa que le traía recuerdos de un apasionado encuentro.


Ruborizada, Paula se aclaró la garganta.


–Tenemos que hablar.


La sonrisa desapareció de la cara de Pedro.


–Cuando una mujer dice «Tenemos que hablar», normalmente quiere decir «Yo hablo y tú escuchas». ¿No es cierto?


Ella negó con la cabeza.


–No, aunque no estaría mal que escucharas por una vez.


Pedro alzó una ceja.


–Muy bien. Siéntate, soy todo oídos.


Cuando ella abría la boca, el teléfono empezó a sonar. 


–Perdona –dijo antes de levantar el auricular. Luego habló con evidente enfado.


Ella suspiró. Iba a ser más difícil de lo que pensaba. Había elegido el despacho para confesarle la verdad por una razón específica. Tendrían que hablar en voz baja y había pocas posibilidades de que él la distrajera con sus talentos físicos. Al menos no durante las horas de oficina. Era una cobardía, pero no tenía otra opción. Si hubiera elegido otro lugar y él insistiera en que continuaran con el trato, dudaba si sería capaz de negarse. Después de todo, Pedro podía ser muy persuasivo cuando se lo proponía. Paula dió un brinco en la silla cuando él colgó con brusquedad.


–Lo siento. Necesito ver a alguien un momento. ¿Te importa esperarme?


–No, adelante. Iré a tomar un café.


–Gracias. Esto no debería durar más de diez minutos. Cuando vuelvas entra directamente –dijo al tiempo que se concentraba en unos documentos. Cuando ella abría la puerta, lo oyó decir–: Me alegra que hayas venido. Estoy de acuerdo contigo en que es hora de hablar.


Ella se volvió y lo sorprendió mirándola intensamente. Paula asintió con una sonrisa, repentinamente ansiosa de abandonar la atmósfera sofocante del despacho. Con la esperanza de que una fuerte dosis de cafeína le calmara los nervios, se las ingenió para hojear una revista mientras tomaba el café. De pronto miró el reloj y se sorprendió al ver que habían pasado los diez minutos. Tras llamar discretamente a la puerta del despacho, Paula la abrió. Pedro estaba muy concentrado en la conversación que mantenía con Diego. Cuando llegaron a sus oídos las palabras «Treinta mil dólares» y «Ella los ganó», supo de qué discutían. Paula dejó escapar un sonido ahogado y al verla, Pedro saltó del asiento. Su mirada afligida le heló el corazón.


–Puedo explicarlo. La verdad es…


–¿La verdad? –exclamó Paula mientras entraba en la habitación y se detenía a dos pasos de la mesa–. Tú no sabes lo que es eso. Déjame decirte unas cuantas verdades –dijo alzando la voz con rabia, sin poderlo evitar.


–Calla ahora mismo –ordenó Pedro con suavidad y ella siguió su mirada, en ese instante fija en su padre, que acababa de entrar. 


–No –Paula cruzó los brazos sobre el pecho como para contener el dolor que sentía en el corazón. Ya no le importaba nada. Toda la incertidumbre, la decepción y el sufrimiento de los últimos meses la empujaban a la confrontación-. ¿Quieres la verdad, Pedro? ¿La verdad, sólo la verdad y nada más que la verdad? Bien, allá va.

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