–Gracias por la invitación –dijo mientras recogía la llave–. Espero con ansia poder utilizarla. Va a ser divertido descubrir tus secretos.
–Me atendré a ello.
Luego le dió un casto beso en la mejilla, le guiñó un ojo y se alejó.
–Buenas noches, Pedro.
Ya en la puerta, él se volvió.
–Personalmente, creo que los cerditos son graciosos… ¿O tal vez la mujer que los lleva? –dijo antes de lanzarle un beso con la mano y cerrar la puerta tras de sí.
La sonrisa de Paula se desvaneció en sus labios. En menos de media hora, Pedro nuevamente había derribado las barreras que ella había interpuesto cuidadosamente. Sin embargo, el encuentro de esa noche había sido diferente. Lo percibió apenas él entró en la sala. Se había mostrado más abierto, menos seguro de sí mismo. De hecho, había sido el Pedro que conocía, el de los viejos tiempos. El hombre que amaba. Paula intentó borrar ese pensamiento, pero fue imposible. Con un nudo en el estómago, abrió la mano y contempló la pequeña llave. ¿Estaba jugando con fuego? ¿Qué abría esa llave? Si abría alguna cosa, esperaba que no fuese la caja de Pandora.
Pedro aceleró bajo una gran tensión. Había tenido que recurrir a toda su fuerza de voluntad para alejarse de Paula. Estaba seguro de que ella había deseado su beso. Y había resistido, a pesar del deseo que se apoderó de él desde que le abrió la puerta con ese pijama tan gracioso. A pesar de que le encantaba la lencería de satén, al verla casi se había derretido. ¿Cómo unos cerditos podían ser tan sensuales? ¡Seguramente se estaba volviendo loco! Se había tenido que contentar con la imagen de ese cuerpo inclinado hacia él y la fugaz visión de los senos bajo la tela. El fin de semana sería diferente. Tal vez tendrían la oportunidad de terminar lo que habían comenzado en el yate. Sin ataduras, desde luego. Las cosas se harían a su manera. No tenía intención de enamorarse de una mujer que consideraba el dinero como un requisito para estar junto a él. Aunque no había pensado en ello las últimas veladas que habían pasado juntos. Había estado demasiado absorto en ella como para pensar en el tema y para ponderar las razones que la habían llevado a pedirle tamaña cantidad de dinero. Gracias a Dios que él no se parecía a su padre. Aunque Horacio Alfonso dijera que admirar a las mujeres era como apreciar una obra de arte, Pedro sabía que ésa había sido la causa de la aflicción de su madre. ¿Por qué otro motivo tuvo que abandonarlo cuando sólo tenía seis años, dejándolo con un padre adicto al trabajo que se había casado con su secretaria al año siguiente? No era estúpido. A muy temprana edad se había dado cuenta de las cosas y había sufrido fuertes rabietas cuando su padre empezó a llevar a casa a «Tía Celia», sólo dos meses después de la partida de su madre. Cuando Celia fue a vivir con ellos, sintió tanta amargura que se negó a aceptarla como su madrastra. Sorprendentemente, el matrimonio duró veinte años y con el tiempo él empezó a quererla. Para él fue una verdadera conmoción cuando Celia abandonó a su padre. Sin embargo, Horacio volvió a casarse tras haber obtenido el divorcio. Y llegó Lucrecia, la esposa número tres, más ávida de dinero que las otras. ¿Cómo podía su padre ser tan crédulo? Tras ese pensamiento, asestó un puñetazo al volante. ¿Cómo podía acusar a su padre de ser estúpido con Lucrecia cuando él se comportaba de la misma forma con Paula? Era cierto que ella lo encontraba atractivo, aunque el dinero era parte importante de esa atracción. Incluso ella misma lo había dado a entender. Sin dinero no habría pacto. Pedro movió la cabeza de un lado a otro mientras aparcaba el coche. Luego entró en su apartamento. De ninguna manera permitiría que una mujer le clavara sus ávidas garras. Incluso aunque fuera la mujer que se adueñaba de todas sus fantasías y que le hacía anhelar mucho más.
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