El juicio duró muchos meses. Paula y su madre sufrieron el acoso de los fotógrafos y los periodistas hasta el mismo día en que enterraron a su padre.
-Fue una pena que nunca se llegara a saber la verdad de toda esa historia -continuó Claudio Hammond moviendo la cabeza-. Estoy seguro de que Horacio se habría convencido. Pero no quiero aburrirte, querida, especialmente en un día como hoy. Los viejos como Horacio y yo no pueden interesarte mucho. Anda y diviértete. Todavía es temprano.
Paula le miró atontada. Pedro Alfonso era el hijo del hombre al que ella más odiaba. el responsable del suicidio de su padre y de la prematura muerte de su madre, el causante de todas sus desgracias, el culpable de que perdiera a David, el hombre que amó. Trató de serenarse, y lo consiguió, nadie debía notar su sufrimiento. Necesitaba estar sola y entró al tocador.
Los recuerdos se apoderaron de ella. Hacía doce años que su madre y ella se habían cambiado el apellido Chaves por el de Schulz. Pero ese cambio no pudo erradicar la vergüenza que la madre sentía. Su esposo había sido acusado de ladrón y su suicidio antes de que fuera sentenciado, lo confirmaba. Durante los cinco años siguientes, Paula vió cómo su madre iba decayendo poco a poco. El rostro se le marchitó y desapareció su aspecto alegre y juvenil. En los últimos meses ya ni se tomaba el trabajo de arreglarse. Tenía treinta y ocho años cuando sufrió un ataque al corazón; eso diagnosticó el médico, pero Paula sabía cuál había sido la verdadera causa de su muerte. A los diecisiete años, la chica juró vengarse de Horacio Alfonso. Decidió ser secretaria para tener algún día la oportunidad de trabajar para él, y desacreditarle. No sabía cómo iba a hacerlo, sólo sabía que si se había equivocado con su padre, tenía también que haberlo hecho en otros casos, casos en los cuales lo único que le interesaba era ascender en su carrera. Antes de terminar los estudios supo que Horacio Alfonso se había retirado y sus planes de venganza se vieron frustrados. Pero acababa de enterarse de que Horacio tenía un hijo, y precisamente él, el hijo del hombre al que odiaba, le había dicho que quería casarse con ella. No le gustó desde el principio, ni siquiera antes de saber quién era. Sin embargo, después de tanto tiempo, se le brindaba la oportunidad de vengarse. La idea de la venganza, que había abandonado hacía tiempo, volvió a asaltarla.
-Querida Paula-Rosa Hammond entró en el tocador para reunirse con ella frente al espejo-. Por un momento pensé que te habías marchado sin despedirte.
Paula se sobrepuso con dificultad.
-No haría eso, señora Hammond -trató de sonreír.
En sus ojos se reflejaba una profunda tristeza. Le agradaba la esposa de su jefe, le parecía que tenía un sorprendente sentido del humor, a pesar de las toscas maneras de su marido, propias de los hombres del norte del país. Rosa, siendo originaria del sur, era más reservada, pero a su franco esposo le gustaba llamar a las cosas por su nombre, lo que a veces provocaba situaciones embarazosas. A Paula le parecía una pareja encantadora.
-A Claudio y a mí nos gustaría que vinieras mañana a comer con nosotros. ¿Podrás? Rosa arqueó las cejas; seguía siendo una mujer atractiva y vigorosa pese a sus sesenta años de edad.
-Sólo estaremos los cuatro.
-¿Los cuatro?
-Tú, Claudio, yo y por supuesto Pedro.
Si lo último pretendía ser un incentivo, tuvo todo el efecto contrario.
-Lo siento -negó Paula con la cabeza-. Tengo que visitar a mi tía.
Rosa hizo un gesto de disgusto, parecía desilusionada.
-¿No podrías ir otro día?
-No, me temo que no.
Juana, su tía abuela, no le perdonaría que faltara a una de sus visitas. La anciana estaba en un asilo desde hacía dos años. A veces Paula pensaba que era su tía la que dirigía el asilo, en lugar de la directora.
-¡Qué lástima! -exclamó Rosa contrariada-. Pedro sólo va a estar con nosotros el fin de semana. después volverá a su casa. ¿Podrías venir a tomar el té?
De nuevo, Paula negó con la cabeza, contenta de tener una excusa real para negarse; de lo contrario. Rosa lo habría notado. No quería volver a ver a Pedro Alfonso jamás. Le odiaba por los amargos recuerdos que le evocaba.
-Suelo pasar el día entero con mi tía -le dijo.
-Bueno. supongo que nada se puede hacer -murmuró Rosa disgustada-. Me hubiera gustado que conocieras a Pedro.
-Ya le conozco -dijo Paula con voz fría.
-Me refiero a conocerle fuera de la confusión de la boda. Estuvo en América varios años y ha perdido contacto con muchos de sus amigos. Por su puesto, hemos sido amigos de la familia desde que Pedro era niño. Pero pensé que quizá tú... bueno, si no se puede, es lo mismo -se detuvo resignada. Regresa a la fiesta, Paula.
-Dentro de un momento voy. Quiero retocarme el maquillaje.
Rosa sonrió.
-Tú siempre estás hermosa. Cuando se llega a mi edad, entonces sí se necesita algo más que un retoque.
Paula rió, pero su humor se desvaneció tan pronto como la dama se hubo retirado. Sospechaba que había sido Pedro Alfonso el que había pedido a los Hammond que la invitaran. Ella se llevaba bien con la pareja, le gustaba hablar con Rosa cuando iba a la oficina de su esposo, pero nunca había sido invitada a su casa. Pedro Alfonso había estado en América varios años. Paula pensó con amargura que para un hombre como él, cuyo padre era famoso y respetado, debían estar abiertas todas las puertas. Durante mucho tiempo estuvo tratando de olvidar su odio, y lo consiguió cuando se enamoró de David. Después de ser abandonada, volvió a renacer el odio por el hombre causante de sus desdichas. Tuvo que abandonar su departamento y buscarse un nuevo empleo, tratando siempre de no amargarse la existencia por segunda vez. Y cuando todo parecía olvidado, aparecía Pedro Alfonso en su vida, amenazando su seguridad y destruyendo su confianza en sí misma. No estaba dispuesta a permitir que la destruyeran. Ella era Paula Schulz, no Paula Chaves. Era la competente secretaria de un famoso abogado de Londres y ningún ser humano podría reprocharle su pasado. Se excusaría lo más pronto posible y abandonaría la recepción para no volver a ver jamás a Pedro Alfonso.
-Creí que ibas a quedarte ahí toda la noche, gatita.
Allí estaba Pedro Alfonso, apoyado contra la pared a una distancia prudente. Evidentemente, la estaba esperando. Paula vio cómo se acercaba a ella. No se parecía a Horacio. Tenía el pelo más oscuro que su padre, era más alto y no tenía tendencia a engordar; sus facciones eran parecidas aunque más definidas en el hijo, la rudeza no estaba oculta bajo una capa de encanto y una expresión agradable. Aquella rudeza escondida se desató con crueldad una vez que Horacio Alfonso tuvo a su padre en las manos. Era como ver a una serpiente reptando tras un indefenso ratón. Su padre no lo pudo sosportar. y acabó quitándose la vida. Eso era lo que ella le debía a Horacio. Al día siguiente de la muerte del padre, alejadas de toda la publicidad, su madre y ella leyeron la carta que él había escrito para ellas. Declaraba su inocencia a pesar de haber pasado varios meses en una celda de la prisión, supo que no podría cumplir la pena que le esperaba y prefirió morir antes que vivir degradado.
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