Había decidido evitar a Pedro como a la peste, pero, ¿qué había hecho en cuanto se le había presentado la oportunidad? ¿Había salido corriendo en dirección contraria? No, como una idiota había acabado en una situación bastante íntima con él.
-¿Qué quieres decir? -preguntó él con un peligroso tono de inflexión en la voz.
-Quiero decir que no estoy de acuerdo contigo. ¿Cuántos años tienes? ¿Treinta y seis? Hablas como si hubieras programado tu vida con un ordenador -su falta de simpatía por aquella actitud brillaba en sus ojos-. Estoy segura de que tienes buenas intenciones, pero si los hijos de tu hermano se han criado en un ambiente de amor y cariño, ¿crees que los vas a engañar ni por un sólo minuto con ese aséptico acuerdo? -deslizó la vista hacia los dibujos infantiles clavados en la escayola-. ¿Lo han dibujado ellos?
Pedro siguió la dirección de su mirada.
-Lo hicieron Joaquín y Nicolás-confirmó con voz más suave al hablar de los niños-. Son los más pequeños... los dos más pequeños.
-¿Gemelos?
Pedro asintió.
-Los colores indican que han mejorado. Hasta hace poco usaban sólo negro.
Todavía tienen terribles pesadillas y, de momento, mi madre los está cuidando. Necesitan estabilidad.
-Pensar que les puedes crear seguridad por el hecho de casarte y venirte a vivir al campo es patético -dijo con ansiedad y compasión por ellos y por él-. El matrimonio no debería ser una necesidad impuesta, Pedro. Es calidez, generosidad y sobre todo amor.
Era lo que sus padres habían tenido en abundancia y lo que ella deseaba obtener algún día.
-Despierta al mundo real, Paula. Estás acostumbrada a conseguir lo que quieres, pero las cosas no funcionan así. En el mundo real la gente se compromete a menos que sea terminalmente egoísta.
-Entonces quizá yo sea egoísta porque no estoy preparada para comprometerme. Y eso no quiere decir que no entienda la realidad. Eres tú quien tiene problemas con eso. ¡Lo que vas a hacer no es real! Es todo una falsedad, una mentira. No puedes crear un hogar como si hicieras una película. Señor especialista, ¿es que nunca sigues tus instintos? - Era un desperdicio, un horrible desperdicio, pensó apesadumbrada.
-Es una suerte para ti que no siga mis instintos -bramó él enfadado con la respiración agitada.
Tenía los puños apretados y los nudillos blancos.
-¿Y si estuviera dispuesta a correr el riesgo?
¿Cómo se le habría ocurrido aquello?, se preguntó apretando los labios antes de decir más barbaridades.
-Olvídalo. No he dicho nada.
-No alegues ahora amnesia selectiva. He oído muy bien lo que has dicho.
Su voz tenía una cualidad contenida y ronca y sus ojos eran despiadados mientras la contemplaba sin pestañear.
Paula lanzó una carcajada temblorosa intentando sin éxito descifrar sus intenciones. ¿No le había acusado de reprimido y aburrido? Pues en ese momento parecía cualquier cosa menos eso. Parecía imprevisible y peligroso.
La curva de sus labios sensuales le contrajo el estómago. Se humedeció los labios resecos e intentó ocultar la creciente sensación de nerviosismo.
-Soy conocida por decir estupideces.
-Pero lo decías en serio -la acusó él con la misma táctica que ella empleaba para desarmarlo.
Atrapada por su astucia, Paula lo miró con la misma sensación de impotencia que una polilla atraída hacia la llama. En cuanto la analogía penetró en su cerebro le produjo una sensación de irritación. Aquello quería decir que se sentía impotente cuando lo único que tenía que hacer era salir de allí corriendo. Pero la comunicación entre su cerebro y sus extremidades parecía haberse cortado y permaneció inmóvil.
-Ven aquí, Paula.
La ronca orden le erizó el vello de la nuca. Sólo un tonto obedecería a una orden así. «¿Por qué estoy haciendo esto?», se preguntó mientras avanzaba con firmeza hacia él.
Pedro no pareció sorprendido ante su sumisa obediencia. Los ojos le brillaron con primitiva satisfacción deslizando la mirada por su esbelta figura. Entonces alargó la mano y le rozó el hombro deslizando los dedos por la curva de su brazo. Fue una caricia leve e impersonal, pero la hizo temblar. Él estaba temblando también, notó Paula con sorpresa cuando apoyó las dos manos en sus hombros y la atrajo hacia abajo para sentarla en sus rodillas. Un puro y primitivo deseo borró todo pensamiento racional de la mente de Pedro. Apartando lentamente los mechones sedosos de su frente, tomó la fina cara entre sus dos manos.
Paula se concentró en respirar. Estaba sin aliento y con el corazón desbocado y creyó que hasta él lo oiría.
-¿Y si mis instintos me dicen que haga esto...? ¿Y esto?
Puntuó sus palabras con una serie de besos lentos, con labios entreabiertos y devastadores.
-Eres la mujer más embrujadora que he conocido en mi vida -susurró con voz ronca cuando ella arqueó el cuello con gesto incitador. Las manos de Pedro le sujetaron la cabeza, que cayó hacia atrás con impotencia. El primitivo bramido cuando ella posó las manos en su plano estómago le produjo un estremecimiento. El calor de su piel traspasaba la tela bajo sus dedos y le devolvió un vago sentido de la realidad. Paula abrió los ojos para encontrarse con los de él clavados en ella.
-No puedo hacer esto -gimió ella jadeante. Pero todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo le gritaban lo contrario. Se estaba ahogando en el sabor de sus labios, en el masculino aroma y las calientes caricias de sus dedos.
-¿Por qué no? -preguntó él con ronco abandono. La fricción de sus manos se deslizó hacia sus nalgas y cuando la levantó con firmeza para introducirlas en el vértice entre sus piernas, Paula sintió una oleada de pánico. La urgencia de él, el desnudo deseo animal, estaban fuera del alcance de su experiencia. Pedro le alzó las rodillas para posarlas en la caja a ambos lados de sus estrechas caderas.
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